Выбрать главу

No obstante, aquella mañana las cosas eran diferentes. Sí, un paciente había muerto la noche anterior. Sí, Phoebe Neill regresó a la naturaleza en busca de consuelo. Pero en esta ocasión no fue sola. Llevó con ella a un perro de linaje incierto, huérfano del joven cuya vida acababa de terminar.

Era ella quien había convencido a Stephen Fairbrook de que adoptara a un perro como acompañante durante su último año de enfermedad. Cuando fue evidente que el final de Stephen se acercaba, comprendió que facilitaría las cosas si le tranquilizaba sobre el destino del perro.

– Stevie, cuando llegue el momento, Benbow se quedará conmigo -le dijo una mañana mientras bañaba su cuerpo esquelético y masajeaba sus miembros encogidos-. No has de preocuparte por él. ¿De acuerdo?

Ya puedes morir en paz, fue lo que calló. No porque palabras como «vida» o «muerte» no pudieran pronunciarse delante de Stephen Fairbrook, sino porque tras conocer el diagnóstico, someterse a incontables tratamientos y fármacos, en un esfuerzo por mantenerse con vida hasta que descubrieran una cura, ver su peso declinar, su pelo caer y su piel llenarse de cardenales que se convertían en llagas, «vida» y «muerte» se convirtieron en compañeros inseparables para él. No necesitaba que le presentaran oficialmente a invitados que ya habían tomado posesión de su casa.

La última tarde de su amo, Benbow supo que Stephen estaba agonizando. Hora tras hora, el animal permaneció inmóvil a su lado, moviéndose solo cuando Stephen se movía, con el hocico apoyado en la mano de Stephen, hasta que Stephen les abandonó. De hecho, Benbow se enteró antes que Phoebe del fallecimiento de Stephen. Se levantó, gañó, aulló una vez y guardó silencio. Luego, buscó consuelo en su cesta, donde se quedó hasta que Phoebe fue a recogerlo.

Se alzó sobre sus patas traseras y meneó la cola con alegría cuando Phoebe aparcó el coche en el arcén, cerca de un muro de piedra seca, y cogió la correa. Ladró una vez. Phoebe sonrió.

– Sí, un paseo nos sentará estupendamente, viejo amigo.

La mujer bajó del coche. Benbow le siguió, saltó con energía del Vauxhall y olfateó el aire ansioso, con la nariz apretada contra el suelo arenoso como un Hoover canino. Condujo a Phoebe hasta el muro de piedra y no cesó de husmearlo hasta llegar a los peldaños que le permitirían el acceso al páramo. Saltó el muro con facilidad, y en cuanto estuvo en el otro lado se sacudió. Enderezó las orejas y ladeó la cabeza. Lanzó un ladrido penetrante para informar a Phoebe de que prefería correr libremente a pasear con la correa.

– No es posible, viejo amigo -dijo Phoebe-. Al menos hasta que sepamos qué y quién hay en el páramo, ¿de acuerdo?

Era cautelosa y sobreprotectora en ese sentido, excelentes cualidades para cuidar a los moribundos recluidos en sus hogares, sobre todo aquellos cuyo estado requería máxima vigilancia. Sin embargo, en lo tocante a niños o perros, Phoebe sabía por intuición que su ansia protectora nacida de una naturaleza precavida habría dado como resultado un animal cobardica o un niño rebelde. Por lo tanto, no tenía hijos (aunque no por falta de oportunidades) ni perros, hasta ahora.

– Espero tratarte bien, Benbow -dijo. El animal alzó la cabeza para mirarla, a través del flequillo que caía sobre sus ojos. Dio media vuelta hacia el páramo, kilómetro tras kilómetro de brezo, un manto púrpura que cubría las espaldas de la tierra.

Si el páramo solo hubiera consistido en brezo, Phoebe no habría dudado en permitir total libertad de movimientos a Benbow, pero el, en apariencia, flujo ilimitado de brezo era engañoso para los no iniciados. Antiguas canteras de piedra arenisca producían inesperadas lagunas en el paisaje, en las que el perro podía caer, y las cavernas, minas de plomo y cuevas en las que podía adentrarse (y a las cuales ella no podría ni querría seguirle) eran cantos de sirena para cualquier animal, una seducción con la que Phoebe Neill no deseaba competir. Sin embargo, estaba dispuesta a que Benbow correteara a sus anchas por uno de los principales bosquecillos de abedules que crecían irregularmente en el páramo, como plumas que se elevaran hacia el cielo. Aferró la correa y se encaminó hacia el noroeste, donde crecía el más famoso de dichos bosquecillos.

Si bien la mañana era espléndida, aún no se veían excursionistas. El sol estaba bajo hacia el este, y la sombra de Phoebe se proyectaba hacia su izquierda, como si deseara alcanzar a un horizonte cobalto, cargado de nubes tan blancas que habrían podido pasar por enormes cisnes dormidos. Soplaba poco viento, apenas una brisa que hacía aletear el impermeable de Phoebe y apartaba el pelaje de los ojos de Benbow. Phoebe no percibió ningún olor en la brisa. El único ruido procedía de unos desagradables cuervos, agazapados en algún rincón del páramo, y de un rebaño de ovejas que balaban a lo lejos.

Benbow olfateaba cada centímetro del sendero, así como los montículos de brezo que lo flanqueaban. Era un paseante colaborador, tal como Phoebe había descubierto durante los tres paseos diarios que el perro y ella habían compartido desde que Stephen quedó confinado en su lecho sin remisión. Como no tenía que tirar de él, arrastrarle o animarle de alguna forma, su paseo por el páramo le concedió tiempo para rezar.

No rezó por Stephen Fairbrook. Sabía que Stephen estaba en paz ahora, más allá de la necesidad de una intervención (divina o humana) en el proceso de lo inevitable. Rezó para alcanzar una mayor comprensión. Quería saber por qué se había instalado una plaga entre ellos, un azote que castigaba a los mejores, los más brillantes y, con frecuencia, a los que más tenían que ofrecer. Quería saber a qué conclusiones debían conducirla las muertes de hombres jóvenes culpables de nada, las muertes de niños cuyo crimen era haber nacido de madres infectadas, así como las muertes de esas infortunadas madres.

Cuando Benbow aceleró el paso, ella se plegó a sus deseos de buen grado. De esta forma, se adentraron en el corazón del páramo. Extraviarse no preocupaba a Phoebe. Sabía que habían iniciado su paseo al sudeste de un afloramiento de piedra arenisca llamado el Trono de Agrícola. Comprendía los restos de un gran fuerte romano, un puesto de vigilancia barrido por el viento que recordaba a una gigantesca silla y señalaba el límite del páramo. Cualquiera que divisara el Trono de Agrícola durante una excursión no podía perderse.

Llevaban paseando una hora cuando Benbow enderezó las orejas y se detuvo de repente. Su cuerpo se alargó, con las patas traseras extendidas. Su cola se inmovilizó. Un leve gañido escapó de su garganta.

Phoebe examinó lo que se extendía ante ellos: un bosquecillo de abedules, donde había pensado dejar corretear a Benbow.

– ¡Válgame Dios! -murmuró-. Qué listo eres. -Se había quedado muy sorprendida, e igualmente conmovida, por la facilidad del perro para leer sus intenciones. Le había prometido en silencio libertad cuando llegaran al bosquecillo. Y aquí estaba el bosquecillo. El perro conocía sus intenciones y estaba ansioso por librarse de la correa-. No te culpo -dijo mientras se arrodillaba para desenganchar la correa del collar. Enrolló la correa de cuero trenzado alrededor de su mano y se incorporó mientras el perro salía disparado hacia los árboles.