Выбрать главу

– De momento sí. Mi hijo lo lleva peor. Por alguna razón la perspectiva de una autopsia lo saca de quicio.

El policía, recorriendo el cuarto, se encogió de hombros.

– Supongo que si encontramos una nota podremos evitarlo. Yo podría arreglarlo con la oficina de Russell. -Se refería al forense-. Siempre pueden medir el monóxido de carbono de la sangre. -El viejo policía miró directamente a Stern, tal vez comprendía que era demasiado explícito-. Estoy en deuda con usted.

Stern asintió. No sabía a qué se refería Radczyk. El policía se sentó.

– ¿Los muchachos han hecho el número de costumbre?

Stern volvió a asentir. Fuera eso lo que fuese.

– Fueron muy detallistas -comentó.

El teniente comprendió en seguida.

– Nogalski es un buen tipo. Insistente, pero buen tipo. Un poco brusco. -El teniente miró hacia el exterior. Era del tipo que alguien habría llamado «grandullón» de más joven, antes de tener una placa y un arma-. Es algo terrible. Lo lamento por usted. Llegó a casa y la encontró, ¿verdad?

El teniente repetía el número. Era mucho mejor que Nogalski.

– ¿Estaba enferma? -preguntó el teniente.

– Gozaba de excelente salud. Las dolencias habituales de la madurez. Tenía artritis en una rodilla. No podía atender el jardín tanto como hubiese deseado. Nada más.

Desde la ventana del estudio, Stern vio que los vecinos se apartaban para dejar paso a la ambulancia. El vehículo avanzó despacio. Stern advirtió que la luz no giraba. No había urgencia. Miró hasta que el vehículo que se llevaba a Clara desapareció detrás del manzano. Estaba a punto de florecer, en la esquina del terreno. Stern volvió a la conversación. La rodilla izquierda, pensó.

– ¿Usted no conoce ninguna razón?

– Teniente, es evidente que se me pasó por alto algo que debería haber visto. -Stern esperaba poder terminar con esto, pero no pudo. Le tembló la voz y cerró los ojos. La idea de desmoronarse ante aquel policía le repugnaba, pero algo se desangraba en él. Estaba por decir que lamentaba muchas cosas, pero no podría hacerlo con dignidad-. Lo lamento, no puedo ayudarlo.

Radczyk lo estaba estudiando, evaluando si Stern decía la verdad.

Un policía se asomó por la puerta entornada.

– Teniente, Nogalski me ha pedido que le avise: han encontrado algo en el dormitorio. No ha querido tocarlo hasta que usted lo vea.

– ¿Qué es? -preguntó Stern.

El policía miró a Stern sin saber si debía responderle.

– La nota -dijo al fin.

Estaba en la cómoda de Stern, garrapateada en una hoja con el membrete de Clara, junto a una pila de pañuelos que había planchado el ama de llaves. Como una lista de compras o de instrucciones domésticas. Discreta, inofensiva. Stern cogió la hoja, abrumado por ese testimonio de una vida. El teniente estaba junto a él. Pero había muy poco que ver. Sólo una línea. Sin fecha. Sin saludos. Sólo un par de palabras.

«¿Podrás perdonarme?»

2

En el oscuro amanecer del día del funeral, un sueño despertó a Stern. Caminaba por una casa grande. Clara estaba allí, pero permanecía encerrada en un armario y se negaba a salir. Se aferraba tímidamente a las prendas colgadas; una mujer cincuentona con las rodillas unidas en una pose de temor infantil. La madre de Stern los llamaba a él y a Jacobo, su hermano mayor, voces desde otros cuartos. Cuando iba a responderles, Clara le decía que estaban muertos, y él empezaba a temblar de pánico.

Desde la cama, miró los dígitos luminosos de la radio-reloj: 4.58. Ya no dormiría más; las imágenes del sueño se le pegaban como sanguijuelas. Clara había mostrado una expresión especial cuando le decía que Jacobo estaba muerto, un destello artero y calculador.

La casa, totalmente ocupada, parecía haber cobrado un peso inerte. Su hija mayor, Marta, de veintiocho años, abogada de Legal Aid en Nueva York, había acudido la primera noche y ahora dormía en el cuarto que había ocupado de niña. Su hija menor, Kate, y su esposo John, que vivían en un barrio distante de la misma ciudad, también habían pasado la noche allí para no afrontar el imprevisible tráfico de la mañana en los puentes del río. Silvia, la hermana de Stern, estaba en la habitación de huéspedes. Había venido de su casa de campo para atender al hermano y organizar las cosas. Sólo faltaban los dos hombres, Peter y, desde luego, Dixon, siempre un lobo solitario.

La noche anterior había comenzado el velatorio en sus aspectos ceremoniales más sombríos. El período formal de visitas se iniciaría después de las exequias, pero Stern, siempre ambiguo ante las formalidades religiosas, había recibido a varios amigos apesadumbrados que parecían necesitar consolarlo: vecinos, dos jóvenes abogados de la oficina, su grupo del tribunal y la sinagoga. Clara era hija única, pero dos pares de primos de ella habían llegado de Cleveland. Stern recibió a esas visitas con toda la cortesía de que fue capaz. En instantes así, uno reaccionaba según los impulsos más arraigados; para la madre de Stern, muerta hacía años pero todavía presente en sus sueños, las formalidades sociales eran sagradas.

Cuando la casa quedó vacía y la familia se fue a dormir, Stern se encerró en el cuarto de baño del dormitorio que había compartido con Clara, acuciado por segunda vez en la noche por sollozos jadeantes. Se sentó en la taza, de donde colgaba una falda alechugada que Clara había colocado allí décadas atrás. Se puso una toalla en la boca y gimió sin control, esperando que nadie le oyera.

– ¿Qué hice? -se preguntaba una y otra vez con voz quebrada, arrasado por un huracán de dolor-. Clara, Clara, ¿qué hice?

Ahora, examinándose en los espejos del cuarto de baño, se notó la cara hinchada, los ojos inflamados y doloridos. Había logrado recobrar cierto aplomo, pero conocía los límites de su fuerza. Le esperaba un día terrible. Terrible. Se vistió por completo, sólo le faltaba la chaqueta del traje, y se preparó un huevo pasado por agua. Luego se sentó a solas para observar cómo el destello del amanecer crecía sobre la superficie lustrosa de la mesa de caoba. Pronto sintió una nueva cuchillada de dolor y trató en vano de calmarse.

¿Cómo, se preguntó de nuevo, cómo había pasado por alto que la mujer que dormía con él estaba aullando de dolor en todos los sentidos figurados del término? ¿Cómo había sido tan insensible, tan sordo? Los indicios eran tan evidentes que aun en su habitual estado de distracción febril tendría que haberlo notado. Clara era una persona muy parca. Durante años había realizado un estudio personal del Japón; él no sabía nada sobre el asunto, excepto el título de los libros que descansaban sobre el escritorio de ella. En otras ocasiones ella leía un pentagrama: una sinfonía entera vibraba en su interior, y Clara bajaba la barbilla, sin susurrar siquiera un compás o una nota.

Pero esto era otra cosa. Recientemente, él había regresado tarde dos o tres noches, preocupado por el caso que tenía entre manos -una confusa conspiración-, y había encontrado a Clara sentada en la oscuridad; no había libros ni revistas, ni siquiera la imagen fluctuante del televisor. La expresión de ella lo asustó: ausente, distante. La boca era un trazo solemne y los ojos brillaban duros como ágatas. Parecía sumida en un mundo sin palabras. No era la primera vez que ocurría. Ellos lo llamaban «estados de ánimo» y lo dejaban pasar. Durante años Stern se había enorgullecido de su discreción.

Ahora, obsesionado, caminaba inquieto por la casa, aferrando los objetos que ella había tocado, examinándolos como si buscara pistas. En el tocador acarició un peine de carey, las barras de carmín alineadas como casquillos de escopeta junto al lavabo. ¡Dios! Estrujó uno de los cilindros dorados como si fuera un amuleto. En la estrecha repisa del vestíbulo se apilaba la correspondencia de tres días. Stern ojeó los sobres, pulcramente apilados. Facturas, facturas… Resultaba doloroso mirarlas. Esos actos prosaicos, visitar la tintorería o la tienda, delataban humildemente las esperanzas de Clara. El 6 de marzo Clara esperaba que la vida continuase. ¿Qué se había entrometido?