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— Yo no pienso casarme, quiero trabajar en un circo con fieras amaestradas y un trapecio bien alto para columpiarme de cabeza y mostrarle a todo el mundo los calzones–susurraba secretamente Carmen a Gregory.

— Mis hijas serán buenas madres y esposas o irán al convento — alardeaba Pedro Morales cada vez que alguien venía con el cuento de una muchacha soltera que quedaba preñada antes de terminar la secundaria.

— ¡Que encuentren un buen marido, San Antonio bendito! — clamaba Inmaculada Morales, colgando la estatua del santo patas arriba para obligarlo a escuchar sus modestas súplicas. Para ella era evidente que ninguna de sus hijas tenía vocación de monja y no deseaba imaginar la tragedia de verlas comportarse como esas perdidas que retozaban sin casarse y dejaban un desperdicio de condones en el cementerio.

Pero todo eso fue mucho después. En los tiempos de la escuela primaria, cuando Carmen y Gregory sellaron su pacto de hermandad todavía esas cuestiones no se planteaban y nadie esgrimió argumentos de virtud para impedirles jugar sin vigilancia. Tanto se acostumbraron a verlos juntos que después, cuando los amigos estaban en plena pubertad, los Morales confiaban en Gregory más que en sus propios hijos para acompañar a Carmen. Cuando la muchacha pedía permiso para ir a una fiesta la primera pregunta era si él iba también, en cuyo caso los padres se sentían seguros. Lo acogieron sin reservas desde el primer día y en los años futuros hicieron oídos sordos a las murmuraciones inevitables de las vecinas, convencidos, contra toda lógica y experiencia, de la pureza de sentimientos de los muchachos. Trece años más tarde, cuando Gregory dejó para siempre esa ciudad, la única nostalgia que nunca lo abandonó fue la del hogar de los Morales.

La caja de lustrar de Gregory contenía betún negro, café, amarillo y rojo oscuro, pero faltaban cera neutra para el cuero gris o azul, también de moda, y tinta para repasar las peladuras. Se había propuesto juntar dinero para completar sus materiales de trabajo, pero le falla ba la determinación apenas aparecía una nueva película. El cine era su adicción secreta, en la oscuridad era uno más del montón de chiquillos ruidosos, no se perdía función de la sala del barrio, donde pasaban películas mexicanas, y los sábados iba con Juan José y Carmen al centro de la ciudad a ver las seriales americanas. El espectáculo terminaba con el protagonista atado de pies y manos en un galpón lleno de dinamita al cual el villano había encendido una mecha; en el momento culminante la pantalla se volvía negra y una voz invitaba a ver la continuación el próximo sábado. A veces Gregory se sentía tan desdichado que deseaba morir, pero postergaba el suicidio hasta la semana siguiente; imposible abandonar este mundo sin saber cómo diablos su héroe escapaba de la trampa. Y siempre se salvaba; en verdad era asombroso que pudiera arrastrarse entre las llamas y salir ileso, con el sombrero puesto y la ropa limpia. La película transportaba a Gregory a otra dimensión y por un par de horas se convertía en El Zorro o el Llanero Solitario, y todos sus sueños se cumplían; por arte de magia el bueno se recuperaba de machucones y heridas, se soltaba de las amarras y los cepos, triunfaba sobre sus enemigos por sus propios méritos y se quedaba con la chica, los dos besándose en primer plano mientras a su espalda brillaba el sol o la luna y una orquesta de cuerdas y vientos dejaba oír su música lánguida. No había que preocuparse; el cine no era como su barrio; en las películas sólo cabían sorpresas agradables y el malo era siempre vencido por el bueno y pagaba sus crímenes con la muerte o la prisión. A veces se arrepentía y después de una inevitable humillación reconocía sus errores, se alejaba escoltado por una música de escarmiento, por lo general trompetas y timbales. Gregory sentía que la vida era hermosa y América la tierra de los libres y el hogar de los bravos, donde alguien como él podía convertirse en presidente; todo era cuestión de mantener el corazón puro, amar a Dios y a su madre, ser eternamente fiel a una sola novia, respetar las leyes, defender a los desvalidos y despreciar el dinero, porque los héroes nunca esperan recompensa. Sus incertidumbres se esfumaban en ese formidable universo en blanco y negro. Salía del teatro reconciliado con la vida, pletórico de amables intenciones que le duraban un par de minutos, cuando el impacto de la calle le devolvía el sentido de la realidad. Olga se encargó de informarle que las películas se hacían en Hollywood a poca distancia de su propia casa y que todo era una monumental mentira; lo único cierto eran los bailes y cantos de las comedias musicales y lo demás eran trucos de la cámara; pero el chiquillo no permitió que esa revelación lo perturbara.

Trabajaba lejos de su casa, en una zona de oficinas, bares y pequeños comercios. Su radio de acción eran cinco cuadras que recorría en ambas direcciones ofreciendo sus modesto servicios, la vista fija en el suelo, observando los zapatos de la gente, tan gastados y deformes como los de sus vecinos latinos. Allí tampoco usaban calzado nuevo, excepto algunos pandilleros y traficantes con mocasines de charol, botas con remaches de plata o calzado de dos colores muy difíciles de lustrar. Adivinaba la cara de las personas por la forma de caminar y por los zapatos; los hispanos usaban rojos con tacón, los negros y mulatos preferían amarillos puntiagudos, los chinos eran de pies pequeños, los blancos tenían las puntas levantadas y los tacos gastados. Lustrar le resultaba fácil; lo más arduo era conseguir clientes dispuestos a pagar diez céntimos y perder cinco minutos en el aspecto de su calzado. ¡Bien lustrado, bien recibido! pregonaba hasta desgañitarse, pero pocos le hacían caso. Con suerte hacía cincuenta céntimos en una tarde, el equivalente a un pito de marihuana. Las pocas veces que fumó yerba calculó que no valía la pena lustrar tantas horas para financiar esa porquería que le dejaba el estómago revuelto y la cabeza resonando como un tambor, pero en público fingía que lo elevaba al cielo, como aseguraban los demás, para no pasar por tonto. Para los mexicanos, que la habían visto crecer como maleza en los campos de su país, era sólo un pasto, pero para los gringos fumarla era signo de hombría. Por imitación y para impresionar a las rubias, los muchachos del barrio la usaban a destajo. Dado su escaso éxito con la marihuana y para darse aires, Gregory se acostumbró a lucir un cigarrillo pegado en los labios, copiando a los villanos del cine. Tenía tanta práctica que podía conversar y masticar chicle sin perder el cigarro. Cuando necesitaba posar de macho delante de los amigos sacaba una pipa de manufactura casera y la llenaba con una mezcla de su invención: restos de cigarros recogidos en la calle, algo de aserrín y aspirina molida, que según el rumor popular hacía volar tanto como cualquier droga conocida. Los sábados trabajaba todo el día y por lo general ganaba algo más de un dólar, que entregaba casi completo a su madre, dejando sólo diez céntimos para el cine de la semana y a veces otros cinco para la caja de los misioneros en la China. Si juntaba cinco dólares, el Padre le entregaba un certificado de adopción de una niña china, pero la gracia era reunir diez, lo cual le daba derecho a un niño. Que el Señor te bendiga, decía el cura cuando Gregory llegaba con sus cinco centavos para la alcancía, y en una ocasión Dios no sólo lo bendijo, también lo premió con una billetera con quince dólares que puso en el cementerio para que la encontrara. Ése era el lugar preferido de las parejas clandestinas al atardecer, allí se escondían entre las tumbas para retozar a gusto espiadas por los niños del barrio que no se perdían el espectáculo tumultuoso de aquellos escarceos de amor. Ay, qué miedo. Aquí andan penando, lloriqueaban las mujeres, confundiendo las risas sofocadas de los mirones con susurros de ánimas, pero igual se dejaban levantar los vestidos para rodar entre lápidas y cruces. Nuestro cementerio es el mejor de la ciudad, mucho más bonito que el de los millonarios y las actrices de Hollywood, que sólo tiene pasto y árboles; parece una cancha de golf y no un camposanto; dónde se ha visto que los difuntos no tengan ni una estatua para acompañarlos? — opinaba Inmaculada Morales-. Aunque en realidad sólo los ricos podían pagar los mausoleos y los ángeles de piedra, los inmigrantes apenas alcanzaban financiar una lápida con una inscripción sencilla. En noviembre, para la celebración del Día de los Muertos, los mexicanos visitaban a los parientes fallecidos que no habían podido mandar de vuelta a sus pueblos, llevándoles música, flores de papel y dulces. Desde la madrugada se escuchaban las rancheras, las guitarras y los brindis, y al anochecer todos estaban achispados, incluyendo a las almas del purgatorio a quienes escanciaban tequila en la tierra. Los niños Reeves iban al camposanto con Olga, quien les compraba calaveras y esqueletos de azúcar para comer sobre la tumba de su padre. Nora se quedaba en casa, decía que no le gustaban esas fiestas paganas, buen pretexto para parranda y vicio; pero Gregory sospechaba que la verdadera razón era su deseo de evitar el encuentro con Olga, o tal vez negaba que su marido estuviera enterrado. Para ella Charles Reeves se encontraba en otro ámbito ocupado del Plan Infinito. La billetera con los quince dólares estaba disimulada debajo de unos arbustos. Gregory andaba buscando arañas de agujero; en esa época todavía le atraían más las maravillosas trampas para cazar insectos tejidas por las arañas y sus bolsas con un centenar de minúsculas crías, que los torpes sacudones y los incomprensibles gemidos de las parejas. También recogía unos globos de goma blanca, que quedaban por allí y al inflarlos tomaban la forma de largas salchichas.