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Vio la cartera al inclinarse sobre un agujero y sintió una estampida en el corazón y en las sienes, nunca había encontrado nada de valor y no supo si se trataba de una dádiva celestial o una tentación del diablo. Echó una mirada alrededor para asegurarse de que estaba solo, la cogió apresuradamente y corrió a ocultarse tras un mausoleo para revisar su tesoro. La abrió con manos temblorosas y extrajo tres flamantes billetes de cinco dólares, más dinero del que había visto junto en toda su existencia. Pensó en el Padre Larraguibel, quien le diría que el Señor los colocó allí para ponerlo a prueba y comprobar si se quedaba con el botín o lo depositaba en la caja de las Misiones para adoptar de un tirón a dos niños. No había nadie tan rico en la escuela como para pagar por un chino de cada sexo, eso lo convertiría en una celebridad; sin embargo decidió que una bicicleta era mucho más práctica que dos remotas criaturas orientales a quienes de todos modos jamás conocería. Tenía echado el ojo a la bicicleta desde hacía meses, un vecino de Olga se la había ofrecido por veinte dólares, un precio exorbitante, pero esperaba que ante los billetes se tentaría. Era un aparato primitivo y en estado calamitoso, pero aún en condiciones de rodar. Pertenecía a un indio envilecido por una vida de tráficos inconfesables, a quien Gregory temía porque con diversos pretextos lo llevaba a un garaje donde intentaba meterle la mano dentro de los pantalones, así es qué le pidió a Olga que lo acompañara.

— No muestres la plata, no abras la boca y déjame a mí hacer el trabajo–le indicó ella. Tan bien regateó que por doce dólares y un amuleto contra el mal de ojo obtuvo la bicicleta. Los tres que sobraron se los das a tu madre ¿me oíste? — le ordenó al despedirse. Partió pedaleando entusiasmado por la mitad de la calle y no vio a un camión de refresco que venía en sentido contrarío. Se estrelló de frente. El impacto no lo despachurró por milagro, pero de la bicicleta quedaron apenas unos pedazos de hierro torcidos y las astillas de las ruedas. El chofer del camión se bajó maldiciendo, lo cogió de la camisa, lo puso de pie, lo sacudió corno un plumero y enseguida lo mandó a su casa con un dólar de consuelo.

— ¡Agradece que no te meto preso por andar con la boca abierta en la vía pública, chiquillo condenado! — masculló el hombre, más asustado que su, víctima.

— Jamás he visto a nadie más tonto que tú, debiste cobrarle dos dólares por lo menos–lo increpó Judy al saberlo.

— Esto te pasa por desobediente, te he dicho mil veces que no te metas en el cementerio, dinero mal habido no tiene buen fin — diagnosticó Nora Reeves mientras le echaba whisky en las peladuras de rodillas y codos.

— Jesús bendito, menos mal que estás con vida–lo abrazó Inmaculada Morales.

Conseguir dinero se convirtió en una obsesión para Gregory. Estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo, incluso pelar los granos de maíz para hacer tortillas, un tedioso proceso que le despellejaba las manos y cuyo olor lo dejaba con náuseas por varias horas. Después optó por robar, pero nunca se le ocurrió robar plata; eso era una aven tura, un deporte, no una forma de ganarse la vida. De noche se metía por un hueco a través de la cerca de la escuela, se trepaba al techo del quiosco de golosinas, levantaba una plancha de zinc y se deslizaba adentro para sacar helados; se tomaba dos o tres y le llevaba otro a Carmen. Esas excursiones nocturnas le producían una mezcla de exaltación y culpa; las rígidas normas de honestidad impuestas por su madre le martillaban la cabeza, se sentía perverso no tanto por desafiarla sino porque la dueña del quiosco era una vieja bonachona que lo distinguía entre los demás niños y siempre estaba dispuesta a regalarle un dulce. Una noche la mujer regresó a buscar algo, abrió la puerta, encendió la luz antes que él alcanzara a huir y lo sorprendió con la evidencia del delito en la mano. Quedó paralizado, mientras ella gimoteaba ¡cómo puedes hacerme esto a mí, que he sido tan buena contigo! Gregory se echó a llorar pidiéndole perdón y jurando pagar todo lo que le había robado. ¡Cómo! ¿Esta no es la primera vez? Y el otro debió confesar que le debía más de seis dólares en helados. A partir de ese día sólo se le acercaba para cancelar su deuda que pagó de a poco. Aunque la mujer lo perdonó, no volvió a sentirse cómodo en su presencia. Fue menos afortunado en la tienda de deshechos del Ejército, donde robaba despojos de guerra que no le servían para nada. En la bodega de las herramientas juntaba sus tesoros dentro de un saco: cantimploras, botones, gorras y hasta un par de enormes botas que se llevó escondidas en el bolsón de la escuela, sin sospechar que el dueño de la tienda lo tenía en la mira. Una tarde sustrajo una linterna, se la metió bajo la camisa y ya iba por la puerta cuando llegó el carro de la policía. Fue imposible escapar, se lo llevaron al retén y lo colocaron en una celda, desde donde pudo ver la feroz golpiza que le propinaron a un muchacho moreno. Esperó su turno, aterrorizado; sin embargo lo trataron bien, se limitaron a registrar sus datos, darle una reprimenda y obligarlo a devolver lo que ocultaba en su casa. Fueron a buscar a Nora Reeves, a pesar de que les imploró casi histérico que no lo hicieran, porque le partirían el corazón. Ella se presentó con su vestido azul de cuello de encaje, como una aparición escapada de un retrato antiguo, firmó el libro, oyó los cargos en silencio y del mismo modo salió seguida por su hijo. Agradece que eres blanco, Greg, si fueras del color de mis hijos te habrían dado duro, le dijo Inmaculada Morales cuando se enteró. Nora estaba tan avergonzada que enmudeció por varias semanas y cuando habló fue para decirle que se lavara y se pusiera su único traje, el del funeral de su padre, que ya le quedaba bastante estrecho, porque iban a una diligencia importante. Se lo llevó al orfelinato de las monjas, para rogar a la madre superio–ra que lo aceptara, porque se sentía incapaz de sacar adelante a ese hijo de mala índole. De pie detrás de su madre, con los ojos clavados en sus propios zapatos, mascullando no voy a llorar, no voy a llorar, mientras las lágrimas le caían a raudales. Gregory se juró que si lo dejaban allí se treparía a la torre de la Iglesia y se lanzaría de cabeza. No fue necesario, porque las monjas lo rechazaron. había demasiadas criaturas huérfanas a quienes recoger y él tenía familia, vivía en una casa propia y recibía ayuda de la Beneficencia Social, no calificaba para el orfelinato. Cuatro días después su madre puso sus cosas en una bolsa y lo llevó en bus fuera de la ciudad, a casa de unos granjeros dispuestos a adoptarlo. Se despidió de su hijo con un beso triste en la frente, asegurándole que le escribiría, y se fue sin mirar hacia atrás. Esa noche Gregory se sentó a cenar con su nueva familia, sin decir palabra y sin levantar los ojos, pensando en que nadie le daría de comer a Oliver, que nunca más vería a Carmen Morales y que había dejado su cortaplumas en la bodega. — Nuestro único hijo se murió hace once años–dijo el granjero-. Nosotros somos gente de Dios, gente de trabajo. Aquí no tendrás tiempo para divertirte, la escuela, la iglesia y ayudarme en el campo. Eso es todo. Pero la comida es buena y si te portas bien recibirás buen trato.

— Mañana te haré flan de leche–dijo la mujer-. Debes estar cansado, seguro quieres acostarte. Te mostraré tu cuarto, era el de nuestro hijo, no hemos cambiado nada desde que se fue. Por primera vez Gregory disponía de una habitación propia y una cama; hasta entonces había usado un saco de dormir. Era un cuarto pequeño con una ventana abierta hacia el horizonte de campos cultivados, amoblado con lo indispensable. Las paredes lucían fotos de veteranos jugadores de béisbol y de antiguos aviones de guerra, muy diferentes a los que aparecían en los modernos documentales del cine. Pasó revista sin atreverse a tocar nada, acordándose de su padre, de la boa, de los collares para la invisibilidad de Olga y de la cocina de Inmaculada, de Carmen Morales y del empalagoso sabor de la leche condensada, mientras le crecía dentro del pecho una terrible bola de hielo. Sentado sobre la cama, con la bolsa de sus modestas pertenencias sobre las rodillas, esperó que la casa estuviera dormida, luego salió silenciosamente, cerrando con cuidado la puerta. Los perros ladraron, pero los ignoró. Echó a andar en dirección a la ciudad, por el mismo camino por donde había llegado en el bus y que retuvo como un mapa en su mente. Caminó toda la noche y temprano en la mañana se presentó ante la puerta de su casa extenuado. Oliver lo recibió con ruidosa alegría y Nora Reeves apareció en el umbral, tomó el atado de ropa de su hijo y estiró la otra mano para hacerle una caricia, pero el gesto se detuvo en el aire. — Trata de crecer pronto–fue todo lo que dijo.