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Vivían en aquella modesta casa del Germalus inferior del Palatino desde los tiempos en que Sexto, el padre, se la había dejado a su hijo menor Cayo con 500 yugadas de buena tierra entre Bovillae y Aricia, legado suficiente para que Cayo y su familia tuvieran medios para mantener el escaño del Senado, aunque no, desgraciadamente, para ascender los peldaños del cursus honorum, la escala honorífica que llevaba al pretorado y al consulado.

Sexto había tenido dos hijos y no había dejado la herencia a uno solo; decisión un tanto egoísta, ya que implicaba que sus bienes -ya menguados, porque él también tenía un padre sentimental y un hermano menor a quien había que tener en cuenta- fuesen necesariamente divididos entre su hijo mayor Sexto y Cayo el menor. El resultado fue que ninguno de los dos pudieron aspirar al cursus honorum para llegar a ser pretor y cónsul.

Sexto, el hermano, no había sido un padre tan sentimental, y felizmente, porque, con Popilia, había tenido tres hijos, carga intolerable para una familia senatorial. Por consiguiente, se armó del valor necesario para separarse de su hijo mayor, entregándolo en adopción a Quinto Lutacio Catulo, que no tenía descendencia, con el consiguiente ingreso monetario y la seguridad de que el muchacho adquirida una fortuna. El viejo Catulo era riquísimo y no tuvo reparos en pagar una gran suma por adoptar a un hijo de origen patricio, guapo y bastante inteligente. El dinero que el muchacho había procurado a Sexto, su verdadero padre, fue cuidadosamente invertido en tierras e inmuebles urbanos con la esperanza de que produjese rentas suficientes para que los dos hijos menores de Sexto pudieran optar a magistraturas mayores.

Aparte del decidido hermano Sexto, la gran contrariedad de los Julios César era su tendencia a alimentar más de un hijo y luego mostrarse sentimentales ante la apurada situación en que se veían al tener más de un vástago; eran incapaces de dominar sus sentimientos, cediendo en adopción algunos de sus profusos retoños y procurando que los hijos que conservaban matrimoniaran con buenos partidos. Por tal motivo, sus otrora grandes propiedades iban disminuyendo en el transcurso de los siglos, y cada vez sufrían mayores divisiones al heredarlas dos y tres hijos y tener que vender parte de ellas para dotar a las hijas.

El esposo de Marcia era un Julio César de éstos y un padre demasiado sentimental, muy orgulloso de sus hijos y demasiado apegado a sus hijas para ser un buen romano razonable. El hijo mayor habría debido ser cedido en adopción, y las dos hijas, prometidas hacía años en matrimonio a hombres ricos; del mismo modo que el hijo menor habría debido prometerse con una novia rica. Sólo con dinero es posible una buena carrera política. La sangre patricia hacia tiempo que resultaba un lastre.

No fue un día de Año Nuevo muy propicio. Hacia un viento frío que arrastraba una fina lluvia que mojaba peligrosamente los adoquines e incrementaba el rancio hedor de un antiguo incendio que flotaba en el aire. Había amanecido más tarde por las nubes que cubrían el cielo, y era un día festivo que el pueblo humilde romano había optado por celebrar en sus reducidas viviendas, tumbado en los jergones de paja, jugando a lo que llamaban esconder la salchicha; porque si hubiese hecho buen tiempo, las calles habrían estado atiborradas de gente de toda condición, camino de un buen punto de observación para contemplar el esplendor del Foro Romano y del Capitolio. Pero, como hacía mal día, Marcia y sus hijas pudieron avanzar cómodamente sin que la escolta de criados tuviera que recurrir a la fuerza bruta para abrirles paso.

El callejón en el que estaba situada la casa de Cayo Julio César desembocaba en el Clivus Victoriae, cercano a la Porta Romulana, la antigua puerta de las murallas viejas de la ciudad del Palatino, con sus enormes bloques pétreos dispuestos por el propio Rómulo, ya desbordadas y con edificaciones sobre ellas y llenas de grafiti e iniciales de los visitantes en aquellos seiscientos años. Doblando a la derecha para ascender por el Clivus Victoriae, hacia la esquina en que el Germalus del Palatino dominaba el Foro Romano, la comitiva alcanzaba su punto de destino cinco minutos después; era una zona sin edificios desde la cual la vista era magnífica.

Doce años atrás ocupaba aquel solar una de las mejores casas de Roma, pero ahora apenas quedaban restos de aquella morada, de no ser por unas pocas piedras medio cubiertas por la hierba. La panorámica era espléndida. Desde el sitio en que los criados situaron las sillas plegables, Marcia y sus hijas dominaban perfectamente el Foro Romano y el Capitolio y el apiñamiento en declive del Subura, que acentuaba las colinas situadas al norte sobre la línea del horizonte.

– ¿Habéis oído? -dijo Cecilia, la esposa del mercader-banquero Tito Pomponio. En avanzado estado de gestación, se hallaba sentada junto a su tía Pilia, y ambas vivían dos calles más allá de la casa de los César.

– No. ¿El qué? -respondió Marcia, inclinándose hacia adelante.

– Los cónsules, los sacerdotes y los augures han iniciado el cortejo después de medianoche para estar seguros de concluir a tiempo los ritos y plegarias…

– ¡Siempre hacen eso! -la interrumpió Marcia-. Si se equivocan, tienen que empezar de nuevo.

– Lo sé, lo sé, ¡no soy tan ignorante! -replicó asperamente Cecilia, molesta al saberse corregida por la hija de un pretor-. ¡Pero es que no han cometido ningún error! Los auspicios han sido malos. Cuatro relámpagos por la derecha y una lechuza en el lugar del augurio chillando como si la mataran. Y ahora el tiempo… no vamos a tener un buen año, ni un buen par de cónsules.

– Eso te lo habría dicho yo sin necesidad de lechuza ni de relámpagos -replicó Marcia, cuyo padre no había llegado a ser cónsul pero sí el praetor urbanus constructor del gran acueducto que abastecía de agua potable a Roma, y que figuraba en los anales como uno de los grandes gobernantes de todos los tiempos-. Para empezar, ha sido una deleznable selección de candidatos y, luego, los electores no han sabido elegir lo mejorcito dentro de lo malo. Yo diría que Marco Minucio Rufo, pase; ¡pero Espurio Postumio Albino! Siempre han sido unos inútiles.

– ¿Quién? -inquirió Cecilia, que era algo obtusa.

– El clan de los Postumios Albinos -respondió Marcia, dirigiendo la mirada hacia sus hijas para comprobar si todo iba bien.

Se habían encontrado con cuatro muchachas, hijas de los dos Claudio Pulcro, una tribu que no sabía comportarse; pero desde pequeñas se citaban junto a la casa de Flaco para ir a la escuela, y no se podía interponer ninguna barrera social contra aquella casta casi tan aristocrática como los Julios César. Y tanto más, cuanto que los Claudio Pulcro también pugnaban perennemente con los adversarios de la antigua nobleza y tenían muchos hijos que mermaban su hacienda y su dinero. Ahora sus Julias habían trasladado sus escabeles hasta el sitio que ocupaban las otras muchachas solas. ¿Dónde se hallarían sus madres? Y, además, charlaban con Sila. Eso sí que no.

– ¡Niñas! -chilló Marcia.

Dos cabezas envueltas en ropaje se volvieron hacia ella.

– Venid aquí inmediatamente.

Las muchachas regresaron.

– Por favor, mamá, ¿no podemos estar con nuestras amigas? -dijo Julilla con mirada suplicante.

– No -replicó Marcia con tono inapelable.

Abajo, en el Foro Romano, se iba formando el cortejo en doble fila que había discurrido desde la casa de Marco Minucio Rufo que confluía con otra larga doble fila llegada desde la de Espurio Postumio Albino. Lo encabezaban los caballeros, no tantos como habría habido de ser un buen día de Año Nuevo, pero en número suficiente para reunir a unos setecientos. Conforme se hacía más de día y la lluvia arreciaba, se dirigieron hacia la cuesta del Clivus Capitolinus en donde, en la primera curva de la breve pendiente, aguardaban los sacerdotes y matarifes con dos bueyes blancos sin defecto alguno, ataviados con dogales de brillantes lentejuelas, cuernos dorados y guirnaldas en la cerviz. Detrás de los caballeros iban los veinticuatro lictores de los nuevos cónsules, y tras los lictores venían los cónsules seguidos del Senado; los senadores con magistraturas mayores luciendo toga bordada en púrpura y los demás con togas blancas. En la cola formaban los que no tenían derecho a ir en el cortejo: curiosos y una muchedumbre de clientes de los cónsules.