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¡Ajá! ¡Allí estaba el hombre! Aquel individuo joven, pero de edad más que madura, situado junto a los caballeros, togado, aunque inferior pese a la franja de caballero en el hombro izquierdo de la túnica. No llevaba allí mucho tiempo, y ahora se alejaba cuesta abajo por el Clivus Capitolinus camino del Foro. Pero a Cayo Mario le había dado tiempo a ver aquel fulgor en sus extraordinarios ojos gris claro, absorbiendo la visión de la sangre con fruición, con ansia. Desde luego no le conocía y se preguntó quién podría ser. No era un cualquiera, evidentemente. Epiceno por su aspecto: una belleza femenina y masculina a la vez, ¡y qué colores! Piel tan blanca como la leche y cabello como el sol naciente. Una encarnación de Apolo. ¿Habría sido así el dios? No. No había existido ningún dios con los ojos de aquel mortal que acababa de marcharse; aquellos ojos eran los de una persona que sufre, y es absurdo que un dios sufra, ¿no?

Aunque el segundo buey estaba mejor drogado, también se resistió, ¡vaya si se resistió! Esta vez el del martillo falló el primer golpe y el pobre animal embistió a ciegas, enloquecido. Luego, Otro con más sentido común le asió por el bamboleante escroto y, en aquel espontáneo desconcierto de la bestia, aturdidor y matarife actuaron de consuno. El buey cayó al suelo, salpicando de sangre a todos los que estaban a menos de doce pasos, incluidos los dos cónsules. Espurio Postumio Albino había quedado hecho una pena, igual que su hijo menor Aulo, que estaba cerca, detrás de él. Cayo Mario los miró con recelo, preguntándose si aquel augurio sería lo que él pensaba. En cualquier caso, malas nuevas para Roma.

No obstante, su indeseable huésped -aquel sentimiento-, se negaba a dejarle. A decir verdad, últimamente había aumentado como si se aproximara el momento. El momento en que él, Cayo Mario, se convirtiera en el primer hombre de Roma. Todas las partículas de su sentido común -y tenía de sobra- le decían que aquel sentimiento era engañoso; una trampa que le perdería, conduciéndole a la ignominia y a la muerte. Pero seguía sintiéndolo; tenía la sensación indefectible de que llegaría a ser el primer hombre de Roma. ¡Absurdo!, argüía el hombre de eminente sentido común que era; con cuarenta y siete años, había quedado en sexto y último puesto entre los seis elegidos pretores cinco años atrás, y era ya muy viejo para aspirar al consulado sin la ventaja de un nombre y una buena lista de clientes. Había pasado su momento; para siempre.

Por fin comenzaban a investir a los cónsules. Aquel tan petulante era Lucio Cecilio Metelo Dalmático, el que gozaba del título de pontífice máximo, y que musitaba las plegarias finales. Poco faltaba para que el primer cónsul Minucio Rufo ordenase al heraldo convocar al Senado a reunión en el templo de Júpiter Optimus Maxímus. Allí fijarían la fecha de los festejos latinos en el monte Albano, discutirían en qué provincias había que nombrar nuevo gobernador y en cuáles mantenerlo; echarían a suertes las provincias para los pretores y cónsules, y algún tribuno de la plebe tomaría la iniciativa de hablar entusiásticamente del pueblo. Escauro aplastaría al presuntuoso estúpido como a un escarabajo y uno de los innumerables Cecilios Metelos disertaría monótona e incansablemente a propósito de la decadencia de los principios éticos y morales de la nueva generación romana, hasta que docenas de voces en torno a él se alzasen conminándole a callar. El Senado de siempre, el pueblo de siempre, la Roma de siempre y el Mario de siempre. Ya con cuarenta y siete años; pronto le colocarían sobre una pira de troncos y astillas y desaparecería en una nube de humo. Adiós, Cayo Mario. Saliste de las porquerizas de Arpinum. Nunca fuiste un romano.

El heraldo ya hacía sonar estrepitosamente la trompeta convocando al Senado. Con un bostezo, Cayo Mario echó a andar, estirando el cuello para ver si había alguien cerca a quien pisar por simple placer. Nadie; por supuesto. Pero en aquel preciso momento reparó en Cayo Julio César, que le sonreía como leyéndole el pensamiento.

Se detuvo y volvió la cabeza. Un simple senador sin voz y sin gran influencia; era el más viejo de los Julios César que quedaban en el Senado ahora que había muerto su hermano mayor Sexto. Era alto, más tieso que un militar, todavía ancho de espaldas y con una armoniosa cabeza de fino cabello plateado coronando su bello rostro surcado de arrugas. No era joven, debía tener más de cincuenta y cinco años, pero parecía que fuese a convertirse en uno de esos ancianos disecados que la nobleza patricia daba con monótona regularidad y que acudían, con más de noventa años, pasito a paso, a todas las reuniones del Senado del Pueblo y seguían disertando con admirable sentido común. Esa clase de personas a las que no se puede matar con un hacha sacrificial. Esa clase de personas que, cuando todo estaba bien atado, hacían de Roma lo que era, a pesar de aquella plétora de Cecilios Metelos. Valían por todos ellos juntos.

– ¿Cuál de los Metelos pronunciará hoy la arenga? -inquirió César, alcanzándole al descender por la escalinata del templo.

– El que aún tiene que ganarse el sobrenombre -respondió Cayo Mario, moviendo sus profusas cejas cual miriápodos ensartados-. Quinto Cecilio, el viejo Metelo sin más, hermano menor de nuestro reverendo pontífice máximo.

– ¿Y por qué él?

– Porque creo que el año que viene se presenta a cónsul y ya tiene que ir metiendo el ruido necesario -respondió Cayo Mario, apartándose para que su mayor en edad le precediera en la explanada de tierra ante el templo del gran dios Júpiter Optimus Maximus.

– Sí, creo que tenéis razón -dijo César.

La vasta nave central del templo estaba en penumbra por ser un día muy nublado, pero el rostro de arcilla roja del gran dios brillaba como iluminado por dentro. Era una estatua muy antigua, hecha en terracota hacía siglos por el famoso escultor etrusco Vulca, aunque paulatinamente se le habían añadido túnica de marfil, cabellos de oro, sandalias de oro, rayo de oro, piel de plata en brazos y piernas y uñas de oro en los dedos de manos y pies. Sólo el rostro seguía siendo de aquella arcilla tan rojiza, y estaba afeitado al estilo etrusco heredado por los romanos; la bobalicona sonrisa de su boca cerrada curvaba sus labios casi hasta las orejas y le confería aspecto de padre necio, dispuesto a no enterarse de que el hijo está prendiendo fuego a la casa.

A ambos lados de la capilla del gran dios se abrían dos espacios; el de la izquierda albergando a su hija Minerva y el de la derecha a su esposa Juno. Las dos divinidades estaban representadas por magníficas estatuas de oro y marfil dentro de una cella, y ambas soportaban con resignación la presencia de un huésped indeseado, porque cuando se construyó el templo, dos de los antiguos dioses se negaron a abandonarlo, y los romanos, haciendo honor a su tradición, dejaron los viejos dioses junto con los nuevos.

– Cayo Mario -dijo César-, ¿aceptaríais cenar conmigo mañana?

¡Qué sorpresa! Cayo Mario parpadeó y aprovechó aquella fracción de segundo para llegar a una conclusión. Indudablemente, algo se proponía César. Pero no sería cosa de pacotilla. Y, desde luego, de los Julios César no podía decirse que fuesen engreídos. Un Julio César no necesitaba serlo. Si se lograba verificar el linaje hasta la línea masculina de Julio, Eneas, Anquises y la diosa Venus, con certeza que no se encontraba ningún baldón por unión con un cargador de muelles como entre los Cecilios Metelos.

– Gracias, Cayo Julio -respondió Mario-. Cenaré con vos encantado.

* * *

Lucio Cornelio Sila despertó aquel amanecer de Año Nuevo casi sobrio. Vio que se hallaba tumbado exactamente donde debía estar; su madrastra a la derecha y su querida a la izquierda, pero las dos damas -si eufemísticamente así podía llamárselas- le daban la espalda y estaban vestidas. Por ello supo que no le habían exigido sus deberes, deducción corroborada por el hecho de que lo que había turbado su sueño era una enorme y dolorosa erección, no menos venturosa. Por un instante permaneció tumbado, haciendo cara a aquel tercer ojo suyo que le miraba desvergonzadamente desde el bajo vientre, pero, como de costumbre, fue incapaz de vencer el desigual pugilato. Sólo cabía una solución: satisfacer al ingrato. Pensando en ello, alargó la mano derecha y alzó el dobladilío de la túnica de su madrastra y con la izquierda hizo lo propio con su querida. Tras lo cual, las dos mujeres cejaron en su fingido sueño, se incorporaron y comenzaron a maltratarle con puños y lengua, zarandeándole y golpeándole inmisericordes.