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Me recliné en mi silla. Cabot se iría a casa cuando estuviera dispuesto a hacerlo. Yo sentía su silencio, el zumbido de las voces a nuestro alrededor, el tintinear de los vasos, el ruido de los pies en el suelo.

Cabot alzó su whisky y lo sostuvo delante de sí, inclinó el vaso y dejó caer algunas gotas sobre la mesa. Mientras lo hacía murmuraba palabras en aquel extraño idioma que hasta entonces sólo había escuchado una vez, cuando temblaba atrapado entre sus manos.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Ofrezco una libación —dijo— Ta-Sardar-Gor.

—¿Y eso qué significa?

—Significa —dijo Cabot y se rió amargamente—: ¡A los Reyes Sacerdotes de Gor!

Se levantó tambaleante. Luego, de improviso, lanzó un violento grito de rabia y estrelló su vaso contra la pared. Se rompió en innumerables trozos relucientes, que cayeron al suelo con estrépito. Y en medio de un silencio de desorientación y temor le escuché murmurar roncamente:

—¡Ta-Sardar-Gor!

El propietario del establecimiento, un hombre gordo y pesado, se acercó a nuestra mesa. En su gruesa mano sostenía un corto garrote de cuero, lleno de perdigones. El tabernero señaló hacia la puerta. Luego repitió el gesto. Cabot, que era bastante más alto que él, no parecía comprenderlo. El hombre alzó el garrote con gesto amenazante. Cabot cogió el arma y sin esfuerzo aparente se la arrancó de la mano mirando el rostro sudoroso y asustado de éste.

—Has levantado el arma contra mí —dijo—. De acuerdo con mi código yo ahora te puedo matar.

El tabernero y yo contemplamos aterrorizados cómo las grandes y fuertes manos de Cabot despedazaban el garrote haciendo saltar la juntura, de la misma forma que yo hubiera roto un rollo de cartón. Algunos perdigones cayeron al suelo y rodaron debajo de las mesas.

—Está borracho —dije dirigiéndome hacia el tabernero.

Tomé a Cabot del brazo. Su furia parecía haberse disipado y me di cuenta de que no deseaba dañar a nadie. El contacto de mi mano debió de arrancarlo de su extraño estado de ánimo. Compungido, le devolvió al tabernero el garrote retorcido.

—Lo siento —dijo—. De verdad.

Metió la mano en el bolsillo y le dio al hombre un billete. Eran cien dólares.

Nos pusimos nuestros abrigos y salimos a la calle.

Delante del bar permanecimos un instante en silencio en medio de la nieve. Cabot, que aún estaba medio ebrio, miró a su alrededor, absorbió la brutal geometría eléctrica de la gran ciudad, las figuras oscuras, solitarias que se movían bajo la nieve; los pálidos y relucientes faros de los coches.

—Una gran ciudad —dijo Cabot—, pero que no es amada por sus habitantes. ¿Quién habría de morir aquí por su ciudad? ¿Quién habría de defender sus límites? ¿Quién se dejaría torturar por ella?

—Estás borracho —dije sonriendo.

—Esta ciudad no es amada —dijo— O no sería utilizada, mantenida de esta manera.

Tristemente se puso en camino.

De algún modo tuve la sensación de que esa noche me enteraría del secreto de Tarl Cabot.

—¡Espera! —grité.

Cabot se volvió y creí percibir que se alegraba de que le llamara, que esa noche precisamente, mi compañía significaba mucho para él.

Fuimos a su casa, donde en primer lugar, me preparó un jarro de café. Luego sin decir palabra se fue a su habitación y apareció trayendo una caja fuerte. La abrió con una llave que llevaba consigo y sacó un manuscrito, escrito con su letra clara y decidida, sujeto con un cordón. Colocó el manuscrito en mis manos.

Se trataba de un relato sobre sucesos que, utilizando las palabras de Cabot, se referían a la Contratierra, la historia de un guerrero, del sitio de una ciudad y de su amor por una muchacha. Quizá usted conozca ese texto bajo el título de El guerrero de Gor.

Cuando terminé de leerlo poco después de que amaneciera, miré a Cabot, que durante todo ese tiempo había estado sentado junto a la ventana, contemplando la nieve y absorto en sus pensamientos.

Se dio la vuelta:

—Todo eso es cierto, pero no tienes por qué creerlo —dijo.

No sabía qué decirle. Por supuesto la historia no era creíble, aunque por otra parte, yo considerara a Cabot uno de los hombres más honestos de este mundo.

Entonces mi mirada recayó sobre su anillo, al que por cierto ya había visto mil veces, y que llevaba el sello de la familia Cabot.

—Sí —dijo Tarl— Este es el anillo.

Señalé el manuscrito.

—¿Por qué me has enseñado esto? —le pregunté.

—Quiero que alguien esté enterado —respondió Cabot sencillamente.

Me levanté. Por primera vez sentí el efecto de la noche de insomnio, de la lectura, el alcohol y el café amargo. Sonreí.

—Será mejor que me vaya. Así que hasta mañana.

—Adiós —dijo Cabot y me ayudó a ponerme el abrigo— Pero mañana no podremos vernos. Iré nuevamente a las montañas.

Sí, era febrero; y había desaparecido un febrero, hace siete años.

Me sentí alarmado.

—No vayas —dije.

—Iré —respondió.

—¡Entonces déjame acompañarte!

—No. Quizás no regrese.

Nos dimos la mano y tuve la extraña sensación de que tal vez no volvería a ver a Tarl Cabot. Mi mano se aferró a la suya y la de él a la mía. Yo había significado algo para él y él para mí, y ahora íbamos a separarnos sin más y quizás nunca volveríamos a estar juntos.

Me encontré en el pasillo blanco y frío, frente a su apartamento, mirando la bombilla del techo. Luego caminé durante algunas horas, a pesar de mi cansancio, pensando acerca de las cosas extrañas que acababa de leer.

Entonces me di la vuelta repentinamente y volví corriendo a su casa. Había abandonado a mi amigo, si bien no tenía la menor idea de lo que le ocurriría. Golpeé con ambos puños la puerta de su apartamento, pero no recibí contestación. La derribé y arranqué la cerradura. Corrí a través de las habitaciones. ¡Pero Tarl Cabot había desaparecido!

Sobre la mesa de la pequeña sala se encontraba el manuscrito que había estado leyendo hacía unas horas, en un sobre con mi nombre y dirección. Dentro de él se encontraba un trozo de papel. “Para Harrison Smith, si le interesa tenerlo”. Deprimido abandoné la casa, llevando conmigo el manuscrito, que más tarde fue publicado como El guerrero de Gor. Esto y mi recuerdo era todo lo que me quedaba ahora de mi amigo Tarl Cabot.

Llegó la época de mis exámenes, que aprobé con todo éxito. Más tarde fui admitido como abogado en el Estado de Nueva York y comencé a trabajar en una de las grandes oficinas jurídicas de la ciudad. En medio de la jungla que era mi trabajo complicado y agotador, el recuerdo de mi amigo Cabot se fue borrando lentamente. Por lo tanto no queda mucho que decir, aparte del hecho de que no he vuelto a verlo desde entonces. No obstante tengo la impresión de que está vivo.

Al regresar una noche a mi casa, después del trabajo, encontré sobre la mesa delante del sillón un segundo manuscrito, cuyo texto se leerá a continuación. No sé cómo llegó hasta allí, ya que las puertas y ventanas estaban cerradas.

Quizá sea cierto lo que Tarl Cabot comentó alguna vez: “los agentes de los Reyes Sacerdotes se encuentran entre nosotros”.

2. Regreso a Gor

Una vez más yo, Tarl Cabot, recorría los verdes campos de Gor.

Me desperté desnudo entre la hierba azotada por el viento, bajo aquella estrella ardiente, que es el sol de mis dos planetas, de la Tierra y de su hermana secreta, Gor, la Contratierra.

Me incorporé lentamente. Cada fibra de mi cuerpo vibraba en medio del viento intenso; mis cabellos ondeaban. Me dolían todos los músculos, que se alegraban de poder realizar los primeros movimientos libres desde hacía algunas semanas, ya que en las White Mountains había subido al disco plateado que era la aeronave de los Reyes Sacerdotes, el vehículo para los Viajes de Adquisición. Al ascender a la aeronave me había desvanecido. Y en ese estado, como ya había ocurrido otra vez hacía muchos años, había llegado a Gor.