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Sus ojos se entretuvieron en un gran cuadro colgado en la pared: una clásica escena de batallas, de ésas que mostraban, desde una falsa altura y perspectiva, la ciudad asediada al fondo, las líneas de circunvalación y las trincheras, con los escuadrones moviéndose por un paisaje invernal. En primer término, a derecha e izquierda, seguidos por perros flacos y fieles, unos soldados caminaban bajo una bandera con la cruz de San Andrés. Se veían desastrados y rotos, con las ropas hechas jirones, sombreros deformes y capas miserables, raídas; pero bajo su apariencia equívoca, un observador atento no podía pasar por alto las armas que todos ellos empuñaban: picas, espadas, arcabuces, daban a esa tropa harapienta un aspecto feroz, y la fila que se prolongaba hasta las trincheras lejanas mostraba una más que regular disciplina. Por mucho que miró, Alatriste no pudo reconocer la ciudad sitiada. Quizás él mismo había estado en ella, fuera la que fuese. Podía tratarse de Hulst, Amiens, Bomel u Ostende, aunque también Berg-op-Zoom, Jülich o Breda. En sus recuerdos de veterano, con treinta años de asedios y combates en la memoria, todas las ciudades en guerra se parecían mucho. A fin de cuentas, su visión de ellas nunca tuvo perspectiva pictórica; eso correspondía a los generales y maestres de campo que, en otros cuadros conmemorativos de su lustre y fama, salían representados en primer plano, de punta en blanco y con la bengala de mando en la mano, señalando intrépidos hacia el enemigo a lomos de fogosos bridones. Lo que Alatriste recordaba de los asedios, su perspectiva y su limitado paisaje, era siempre cercano y a ras de tierra: trincheras embarradas, hambre, sueño y frío, caponeras llenas de ratas, mantas con chinches, piojos, centinelas perdidas bajo la lluvia, asaltos sangrientos y golpes de mano encarnizados, arcabuzazos a quemarropa. Lo propio del oficio. La fiel infantería del rey católico, en guerra con medio mundo: sufrida, mal pagada, insaciable de despojo y botín, amotinada a ratos pero impasible bajo el fuego enemigo, vengativa y crudelísima en el degüello. Orgullosa y temible siempre, bajo sus harapos.

Se abrió silenciosamente una puerta, sobre goznes bien engrasados. Diego Alatriste lo advirtió cuando ésta se hallaba abierta, y al volverse a mirar vio que tres hombres lo observaban desde una habitación adornada con tapices, alfombras y muebles de precio. Uno era don Francisco de Quevedo. De los otros, uno era alto, de aspecto noble, vestido con raso verde bordado en plata y cadena de oro. El segundo llevaba el cabello largo, usaba bigote y barbita de mosca, e iba de negro, sin más nota clara en el indumento que el cuello de gola corta, blanco y almidonado, de su camisa, y la cruz de Santiago bordada en rojo en el lado izquierdo del jubón. Los tres se quedaron observando a Alatriste sin decir palabra. Incómodo, ignorante de lo que se esperaba de él, hizo éste una breve inclinación, respetuoso, atendiendo alguna señal por parte de Quevedo; pero el poeta permaneció inexpresivo, mirándolo como los otros, y sólo al cabo de un momento se inclinó un poco hacia el de la cadena de oro para deslizarle algunas palabras en voz baja. Asintió aquél sin cesar en su observación. Por el gesto y la apariencia dedujo Alatriste que debía de tratarse de don Íñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate, embajador de España en Roma: persona cercana al rey Felipe IV y muy vinculada al conde-duque de Olivares, según Quevedo. El tercer individuo le era desconocido.

Al cabo de un momento, el de la cadena de oro movió otras dos veces la cabeza, como si se diera por satisfecho. Entonces el hombre vestido de negro cerró la puerta, y Diego Alatriste volvió a quedarse solo. Sonó dentro una campanilla, y al cabo de un instante apareció por otra puerta un sirviente que invitó a Alatriste a acompañarlo escaleras abajo. Lo siguió éste, viéndose al cabo en una habitación de paredes blancas y desnudas, amueblada con una estufa de hierro cuyo tubo subía hasta el techo, aparte cuatro sillas y una mesa, y desde cuya ventana enrejada podía verse parte de la plaza y el edificio de la Propaganda de la Fe, muy próximo a la embajada, que don Francisco de Quevedo le había señalado mientras se apeaban del coche que los trajo desde la vía del Orso. Aún miraba Alatriste por la ventana, preguntándose qué diablos le hacían esperar allí, cuando la puerta se abrió a su espalda. Antes de volverse para ver quién entraba, oyó una musiquilla silbada, siniestra y familiar. Un tirurí-ta-ta que le erizó la piel y le hizo girar la cabeza, estupefacto. Tenso y alerta como si acabara de tocarle el hombro el diablo.

– Que me place -dijo Gualterio Malatesta.

Vestía de negro, como siempre. Sin sombrero ni capa. Y observaba, sarcástico, la mano que Diego Alatriste había llevado por instinto al costado, allí donde no tenía la espada. El italiano aparentaba disfrutar de la sorpresa, que no parecía serlo para él. Los ojos sombríos y duros -el derecho un poco entornado por la cicatriz que llegaba hasta el arranque del párpado- chispeaban con su viejo brillo acerado y peligroso. Pero tampoco él llevaba armas, observó Alatriste con alivio.

A menos, se dijo, que ocultase algo en la caña de una bota, del mismo modo que él escondía el habitual cuchillo de matarife, corto y de cachas amarillas.

– Verdaderamente me place -repitió Malatesta.

Estaba más flaco. Envejecido, quizás. La vida no parecía haberlo tratado bien. Mostraba estragos. Su rostro picado de viruela se hundía mucho en las mejillas, y bajo los ojos y en las comisuras de la boca había cercos y arrugas que Alatriste no recordaba. Huellas, quizá, de no lejanos sufrimientos. Algunas hebras grises salpicaban el nacimiento del pelo y el bigote, que seguía llevando fino y recortado. Concluyó Alatriste que la vida de Gualterio Malatesta no debía de haber sido fácil durante aquel año y medio. La última vez que se vieron, una lluviosa mañana cerca de El Escorial, el siciliano llevaba grilletes en las manos y los pies, y los guardias del rey lo conducían, según todos los indicios, camino de la tortura y el cadalso.

– Mierda de Dios -dijo Alatriste, sereno.

Lo miró el otro con atención, casi pensativo. Como si la blasfemia de su viejo enemigo tuviese significados que le acomodaban.

– Sí -convino.

Dicho eso quedaron ambos en silencio, mirándose de lado a lado de la habitación. Se habían conocido del mismo modo, cinco años atrás. El uno frente al otro: dos espadas a sueldo aguardando en la antesala de una casa abandonada de Madrid, cerca del portillo de las Ánimas, mientras esperaban a que se les encomendara un trabajo fácil, que al cabo no lo fue tanto.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -preguntó al fin Alatriste.

– ¿En la embajada de España?

– En Italia.

Un trazo blanco iluminó el rostro cetrino del sicario. La sonrisa descubrió dos dientes, los incisivos, partidos casi por la mitad. Alatriste lo recordaba con la dentadura intacta.

– Lo mismo que vuestra merced -respondió-. Espero un trabajo. Y ése parece ser nuestro sino, señor capitán… Por alguna curiosa razón, no logramos despegarnos uno del otro.

Diego Alatriste lo miraba boquiabierto. Incrédulo.

– ¿Un trabajo juntos?… ¿Vos y yo?

– Eso parece. O al menos, eso me dijeron.

– Pardiez. Alguien debe de estar loco.

– No tanto -el sicario acentuó la sonrisa, señalando la cintura desherrada de Alatriste-. Veo que, como a mí, os retiraron las armas.

Siguió un silencio entre ambos. Por la ventana se oía el ruido de los carros que pasaban y a los vendedores que voceaban su mercancía en la plaza. Del interior del edificio seguían llegando martillazos y rumor de albañiles.