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– Intervendrá en el negocio, supongo.

Don Francisco había pronunciado esas palabras entre dos tientos al vino, como al descuido, pero observando de reojo al capitán Alatriste. Advertí que éste me miraba del mismo modo por un breve instante. Después se echó hacia atrás en la silla -tenía desabrochado el jubón y abierto sobre el pecho el cuello de la camisa- y perdió la vista en el horizonte azul, allí donde la isla de Capri se difuminaba en la distancia.

– Depende de él -dijo, inexpresivo.

Me lo habían contado con los pichones, muy por encima, sin entrar en detalles. Un golpe de mano en Venecia, por Navidad. Ajuste de cuentas con aquellos comedores de hígado encebollado, tornadizos como cantoneras de todo trance. La letra menuda se le contaría al capitán más adelante. Se nos contaría, si yo terminaba pidiendo naipe de aquella descuadernada.

– Depende de ti -repitió don Francisco, mirándome con franqueza.

Encogí los hombros. La vida junto a mi antiguo amo, Madrid, Flandes y el Mediterráneo, había hecho de mí lo que era: un mozo de manos recias y buen ojo, sereno a la hora de desnudar la sierpe, diestro en el oficio de acuchillar y ser acuchillado. Con maneras de soldado y edad suficiente para tomar decisiones.

– Con el capitán -dije- bajo al infierno.

Sonó a bernardina de jaque, y sólo me faltó añadir «digo, y no digo más», para sentar plaza de bravonel en la hostería. Yo era en aquel tiempo mozo audaz y reñidor, quisquilloso como buen vascongado, celoso de mi reputación y amigo de pregonarla; pues la juventud, como es sabido, muchas veces gana en alientos lo que pierde en prudencia.

– No sería la primera vez -apuntó don Francisco.

Sonreía, un punto irónico, por los fieros leonescos de mi arrebato. Pero eso no me ofendió en absoluto, pues su afecto incondicional y generoso me lo había demostrado mil veces. Por su parte, el capitán Alatriste entornaba los ojos sin dejar de mantenerlos fijos en el mar, por donde una galera con las velas aferradas en las entenas venía bogando a manera de ciempiés, desde levante.

– La idea -dijo don Francisco bajando la voz, aunque estábamos solos- es concentrar a varios grupos de gente segura a partir de Milán, y meterlos poco a poco en la ciudad, con disimulo. Otros llegarán por mar. Todos deberán estar dispuestos para actuar el día y la hora previstos.

– ¿Españoles?

– En parte. Pero también de otras naciones. Se cuenta con algunas tropas mercenarias dálmatas y tudescas al servicio de la República… Sus jefes están ganados para la causa. También hay venecianos implicados.

Don Francisco le dio otro tiento al lacrimachristi, del que habíamos liquidado entre los tres casi azumbre y medio. Los años, observé, no le habían cambiado los hábitos. Seguía siendo concienzudo escurridor de jarros, como en Madrid. Gran bebedor bajo buena o mala capa, aunque no tanto como el capitán Alatriste, que parecía tener de esponja las asaduras. Esta vez la suerte favorecía al poeta y la capa era buena; estaba doblada sobre una silla de la hostería: negra, de terciopelo con vueltas de seda. Los que vivía eran tiempos felices, de posición y privanza. La muerte reciente de una tía rica -doña Margarita Quevedo- y el favor del conde-duque y la reina lo tenían, de momento, en lo alto de su fortuna. En la cumbre de las letras y la política.

– Todo lo lleva el gobernador de Milán -prosiguió-. Dentro de un par de semanas empezará a disponer tropas en la frontera con el estado veneciano, que en caso necesario avanzarán por Brescia, Verona y Padua, a fin de respaldarlo todo. Al mismo tiempo, diez galeras con bandera austríaca e infantería española, gente de los tercios de Nápoles y Sicilia, forzarán la entrada del Adriático, con el pretexto oficial de dirigirse a algún puerto del emperador, en el Friuli.

– Diciembre no es tiempo de galeras -objeté.

– De ésas, sí. Para este asunto, cualquier tiempo resulta bueno.

– ¿Y qué se espera de nosotros?

– Lo conocerás a su debido tiempo -don Francisco miró a mi antiguo amo, que seguía contemplando el mar-. El papel de vuestra merced es importante, de todas formas. Y secreto. Se le comunicará por partes, durante el viaje… Hay dos etapas previstas: Roma y Milán. Yo os acompañaré hasta la primera, y allí os desearé suerte después de poneros en buenas manos.

El capitán Alatriste permanecía inmóvil, recostado en el respaldo de su silla. En el perfil tostado y aguileño, la claridad del día y el reflejo del sol en el mar le aclaraban aún más la mirada. Los ojos, absortos en la distancia, se veían de un color verde muy claro, casi transparente.

– Nunca hubiera imaginado veros en negocio de tal calibre.

Lo dijo pensativo, sin mirar al poeta. Sonrió éste y dijo que tampoco él se hubiera imaginado a sí mismo, pero que nadie escapaba a ciertos fantasmas. Sabedor de su intenso pasado italiano, explicó, el conde-duque había requerido sus servicios sin darle opción a negarse. Todo muy al estilo Olivares, que acostumbraba hacer las cosas en plan ordeno y mando. Además, en la trama había personas a las que don Francisco conocía bien: el embajador de España en Roma era íntimo suyo, con el gobernador de Milán mantenía correspondencia desde mucho tiempo atrás, y de la época junto al duque de Osuna conservaba material valioso, documentos y contactos utilísimos para la empresa. En cuanto al caballero con el que se habían visto en la vía Piedegruta, era nada menos que don Francisco Vázquez de La Coruña, marqués de los Mariscales, viejo amigo suyo y brazo derecho del virrey de Nápoles. Imposible zafarse del compromiso.

– Así que, con mi actual posición en la Corte, no podía esquivar el bulto -concluyó-, Oboedite praepositis, como decía San Pablo… Tampoco me habría negado, en cualquier caso. El de Osuna era mi amigo, y no olvido el papel que Venecia tuvo en su ruina. El nunca toleró a la República sus demasías e insolencias, el obstaculizar nuestra presencia en el Adriático, la poca religión y la mucha desvergüenza… Arrieros somos, y ya es hora de encontrarnos en el camino.

El capitán Alatriste había apartado la vista del mar. Miraba ahora su espada, apoyada en la silla donde estaban la capa de don Francisco, la suya y la mía. El sol hacía relucir la vieja cazoleta, surcada por arañazos de otros aceros.

– Todavía no sé qué papel juego en esto.

– El negocio tiene varias teclas, que deberán tocarse en el momento oportuno. A vuestra merced corresponde una de ellas, y no la menos importante.

El capitán había cogido su vaso de la mesa y lo llevaba a los labios. Interrumpió el movimiento a medio camino.

– De mucho matar, supongo.

Guiñó un ojo don Francisco, casi festivo.

– Suponéis bien. También de incendiar, demoler y destruir… Vuestro grupo, del que está previsto seáis cabo, actuará en coordinación con otros. Cada cual tendrá su misión específica.

Asintió levemente el capitán, bebió y puso más vino en su vaso.

– ¿Qué gente irá conmigo?

– Al primer voluntario acabáis de oírle la intención -el poeta me guiñó de lado un ojo, cómplice-. Va al infierno con vuestra merced, dice.

– ¿Deberé elegir yo mismo?