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II. Los viejos amigos

La recluta llevó poco tiempo. Después de algunas visitas a los camaradas de los barracones militares de Nápoles, oportunamente rematadas con jarras de lo añejo en las tabernas del Chorrillo, mi antiguo amo comprometió a una linda cherinola de caimanes, soldados en activo todos ellos, que recibieron en el acto una licencia especial, contabilizada como tiempo de servicio, de tres meses de duración. Se decidió que el grupo, con instrucciones de encaminarse a Génova por mar y desde allí a Milán, embarcaría en Nápoles tres días después de que el capitán, don Francisco de Quevedo y yo emprendiésemos viaje, también por mar, a la Fiumara de Roma, de donde íbamos a remontar el Tíber hasta la ciudad de los papas. Integraban el grupo expedido a Milán nuestro viejo amigo aragonés Sebastián Copons, el moro Gurriato y otros cuatro hombres de fiar, todos de nuestro tercio: gente cruda y de poca lengua, muy fogueada en las galeras o en Flandes, con la que en algún momento de su larga vida militar coincidió mi antiguo amo. Uno había estado con nosotros en la matanza de las bocas de Escanderlu: era vizcaíno y tenía por nombre Juan Zenarruzabeitia. Completaban el grupo dos andaluces, Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta, y un catalán llamado Jorge Quartanet. De todos hablaremos más adelante por lo menudo.

En lo que respecta al capitán Alatriste, don Francisco de Quevedo y yo, hicimos cinco leguas de camino de la Fiumara a Roma, sin otra novedad que un episodio algo chusco que nos sobrevino con sus murallas casi a la vista. Subíamos por la margen izquierda del río, en carruaje cubierto tirado por cuatro mulas, cuyas ruedas seguían el trazado de una antigua calzada del tiempo de los romanos. Discurría ésta por un paisaje agradable, amenizada la campiña del Lacio por las copas anchas de los pinos y los vestigios de la antiquísima civilización que, en forma de vetustas ruinas, arcos o demolidas tumbas, aparecían de vez en cuando a uno y otro lado del camino. Fue en uno de estos parajes, poco antes de llegar a la iglesia de San Pablo Extramuros, cuando nuestro carruaje se detuvo por un imprevisto. Dormitaba yo, apoyado en el duro cabezal de cuero del respaldo, y dormía a mi lado don Francisco, cruzadas las manos en el regazo y roncando como un obispo. Debía de velar el capitán Alatriste, pues cuando el detenerse del carruaje y las voces que sonaban afuera -las del cochero, el postillón y otras más airadas y desconocidas- me hicieron abrir los ojos y volver en mí, encontré la mirada prevenida de mi antiguo amo, que con un dedo sobre el mostacho recomendaba silencio. Tendí la oreja hacia lo que afuera se cocía, para comprobar que las voces subían de tono y que el cochero y el postillón protestaban lastimeros.

– Bandidos -susurró el capitán.

Por Dios que sonreía, o casi, mientras empuñaba una de las dos pistolas de viaje que llevábamos, cebadas y a punto, bajo los asientos. Me espabilé de golpe. No hacía ni una hora habíamos estado de charla con don Francisco sobre el gran número de salteadores y gente del araño que, en los distintos caminos que a Roma llevan, hacían galima desvalijando a viajeros y peregrinos. Que si en España, con nuestra rota geografía, nuestro quebrado talante y nuestra torcida Justicia, nunca anduvimos cortos de quienes se echaban al campo de grado o por fuerza para cosechar lo ajeno, tampoco Italia fue a la zaga en desollar bolsas a salto de mata: las guerras, los disturbios, el hambre y la poca vergüenza alumbraban de continuo jábegas de tropeleros dispuestos a todo, sin Dios ni ley. Y los estados pontificios de su santidad Urbano VIII no eran una excepción. En cuanto a la cuadrilla que nos había tocado en suerte, pensé que debía de haber estado al acecho en un pinar próximo, o quizá tras los arcos arruinados de un antiguo acueducto que en aquel lugar discurría durante cosa de un cuarto de legua, a un lado del camino. Por las voces calculé cuatro o cinco sujetos. Uno hablaba muy alto, insertando sonoras blasfemias en cada media docena de palabras. Repetía mucho, como soniquete, giuraddío, t'ammazzo y bravatas así. Supuse que era el jefe.

– ¿Qué diablos…? -empezó a gruñir don Francisco, la boca pastosa, removiéndose en el asiento.

Alcé una mano para recomendarle silencio, como había hecho conmigo el capitán Alatriste. En ese momento, al otro lado de la ventanilla abierta del carruaje apareció un rostro hirsuto, con una barba feroz y unos ojos negros bajo unas cejas que parecían de oso. El bandido se tocaba con un sombrero de ala corta y copa cónica, rodeada por cintas de colores de las que pendían imágenes de santos, cruces y escapularios, y empuñaba una escopeta de caza. Se había asomado a ver quiénes ocupábamos el interior, con el aire confiado del que espera vérselas con pacíficos viajeros abrumados por las circunstancias; y todavía dispuso de un instante para comprobar su equivocación: el que medió entre el momento en que vio el agujero negro del cañón de la pistola que el capitán le apuntaba entre los ojos y el disparo que le deshizo la cara, echándolo para atrás como si lo apartasen con una coz. Confuso por el estampido del arma, con la picante humareda de pólvora en las narices, me las arreglé para echar mano a la temeraria y precipitarme afuera tras abrir la portezuela, mientras el capitán empuñaba la segunda pistola y hacía lo mismo por el otro lado, y don Francisco, despierto por completo, se revolvía afanoso en busca de sus armas.

Aparte del que ya estaba en el suelo, tirado como un pedazo de carne, había otros cuatro, de apariencia semejante al de la ventanilla: dos de ellos, armados con alfanjes y terciados, sujetaban las ramaleras de las mulas; otro se hallaba junto al pescante con una partesana en las manos, y a un cuarto se le veía algo más lejos, apuntando al cochero y al postillón con un arcabucete de rueda. El disparo los había cogido a todos de improviso; y cuando asomamos el capitán y yo, cada uno por un costado del coche, seguían boquiabiertos e inmóviles cual milagros de cera. Fuime por derecho al de la partesana, aunque recelando de soslayo del que tenía el arcabucete; pero el capitán Alatriste estabilizó ese flanco largándole al bandolero el segundo pistoletazo, que lo tendió en el suelo cuan largo era. Para ese momento, con la ligereza de pies y manos propia de mi juventud, yo le había hecho un quite al mío, desviándole el hierro de la partesana, y metiéndome a fondo a lo largo del asta y de su brazo le había pasado los hígados por el filo de la de Juanes. El chillido del bandolero, al verse espetado de parte a parte, casi quedó sofocado por las voces de don Francisco de Quevedo, que salía del carruaje espada en mano y echando venablos, resuelto a batirse con quien se pusiera delante. Pero ya era poca ropa. Mi adversario, al que yo había retirado el acero de la herida, caía de rodillas sobre las viejas piedras de la calzada romana. Por su parte, el capitán Alatriste se las había con otro, al que acosaba con violentas cuchilladas. El cuarto malandrín, al verse dejado para luego, no lo pensó dos veces: con buenas zancadas hizo peñas y buen tiempo, tomando las de Villadiego.

– ¡Vieni quá, sfachato! -le gritaba don Francisco, en buen toscano- ¡Vieni, que ti tallo la grondalla!

Lo que venía a decir, más o menos, que iba a rebanarle la canal maestra si le daba una oportunidad. Pero el bellaco no se la daba: corría campo a través, y a poco se metió en el pinar, y ya no lo vimos. Miraba el poeta en torno, muy fosco y apitonado, molesto por no hallar a nadie en quien envasar la centella y dando latigazos con la hoja en el aire. Mas aquello era negocio hecho: el del pistoletazo en la cara y el del arcabucete estaban donde habían caído, dadas las ánimas a quien se las dio; el mío se había puesto más cómodo, de costado en el suelo, y seguía desangrándose por el descosido sin darnos molestias; y el capitán tenía acorralado al suyo contra una rueda del carruaje. Justo en ese momento, con un mandoble casi despectivo, lo desarmaba de su espada y le ponía la punta del acero en la gola, con ojos de matar.