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Como soldado que era, no pude menos que permanecer en el puente, admirado, preguntándome cómo el ejército imperial del cesar Carlos -diez mil lansquenetes tudescos, seis mil españoles y cuatro mil italianos y valones-, hambriento, desharrapado, agotado por una larga marcha, sin víveres ni artillería, pudo tomar por asalto aquella formidable ciudad, llevando por vanguardia al escalar los muros a los veteranos arcabuceros de nuestros tercios. Por el Belvedere y la puerta del Espíritu Santo atacaron los españoles con garfios y escalas, al grito de «¡España, España, ammazza, ammazza!» -¡mata, mata!-, después que el capitán Juan de Avalos cayera muerto de un arcabuzazo al subir el muro al frente de su compañía, y degollando los nuestros a todos cuantos hallaron al paso, rindiéranse o no, sin dar cuartel ni a Cristo que lo pidiera, de manera que en su avance a lo largo de la vía Lungara no quedó alma en cuerpo a sus espaldas. Y en el mismo lugar donde yo me encontraba rememorando aquello, sobre las piedras desnudas del puente Sixto, otra compañía de infantería española, al mando de un capitán cuyo nombre no retuvo la Historia, dio su asalto corriendo al descubierto hasta las puertas mismas del castillo, bajo el fuego granizado de la artillería y la arcabucería papales, de manera que ni uno solo de ellos regresó vivo. Y si es cierto que, acabado el combate, los españoles se sumaron a los horrores del saqueo de la ciudad como el resto de las tropas vencedoras, enrulándolas en violencia y crueldad, no es menos verdad que, a diferencia de ellas, lo mismo que cuando la victoria de Pavía y en tantos otros lugares tomados a sangre y fuego -siempre fue uso común poner a saco las ciudades que no se rinden-, nuestros compatriotas, comúnmente disciplinados bajo el fuego y teniendo eso a honra de su nación, no se pararon a saquear hasta que la victoria estuvo asegurada y hubieron cumplido con sus capitanes y con su emperador.

Por lo demás, en lo que se refiere a las tristes jornadas de Roma sometida a los vencedores, mucho se ha escrito sobre ello, y a los libros remito al curioso lector. Sabrá así, más de lo que yo pueda contar, cómo todo ocurrió por la mala voluntad, vileza y tacañería de Clemente VII, resuelto a favorecer a Francia, participar en la liga contra España e impedir que las coronas del imperio y de Nápoles estuviesen juntas en la cabeza de nuestro emperador Carlos. Y también que, durante el horror que siguió al asalto de la ciudad, en Roma no se tuvo respeto a Dios ni vergüenza del mundo, robando lo mismo casas y palacios que iglesias y lugares sagrados. Cuarenta mil muertos fueron el resultado de aquello, y a menudo los difuntos fueron más afortunados que los vivos, pues no se respetó ni a los compatriotas, incluidos los embajadores de España y Portugal; y si bien los lansquenetes, brutales, despiadados y borrachos como suelen ser los tudescos, usaron de su condición de luteranos -paradojas del imperio- para vengarse en cuanto sacerdote, obispo o cardenal pusieron mano, los españoles no les fuimos a la zaga, con excesos y demasías que no se vieran ni en tierra de caribes. Los soldados entraban en las casas y mataban a quienes resistían, saqueando y violando por doquier: gente rica vendida como esclava, monjas forzadas por centenares, religiosos paseados por las calles en son de burla, degollina general, crueldades sin cuento. A poco se sumaron al rebato las bandas de desertores, bergantes y gentuza que siempre acompañan como cuervos a los ejércitos, y la ciudad se convirtió durante meses en un infierno. Tudescos y españoles reñían como perros por botines o mujeres, y cuanta matrona o doncella cayó en sus manos fue violada, llevada a los cuarteles, jugada a los dados, prostituida y amancebada. No hubo soldado sin concubina con la que saciarse. Y cuando, hartos, sus amos las echaban a la calle, aún caían en manos de la canalla que rondaba los cuarteles, que terminaba de concluirlas. Bien lo recogió aquel romance popular que de entonces corre sobre el asunto de Roma:

El clamor de las matronas

los siete montes atruena,

viendo sus hijos vendidos,

sus hijas en mala estrena.

Diré tan sólo, en lo que a mí respecta, que conocedor de los infinitos males vividos un siglo atrás por la ciudad, caminaba por ella sorprendido de que sus habitantes, al saberme español, no me pusieran mala cara, me escupiesen al rostro o me cosieran a puñaladas. Que es continua maravilla comprobar cómo el hombre, tomado en su conjunto, olvida pronto los grandes estragos causados por las guerras y procura desterrarlos de su memoria. Hay quien dice que eso tiene su origen en el perdón cristiano; pero yo, que por oficio y circunstancias fui, como soldado, más verdugo que víctima durante mi larga y asendereada vida, creo que se trata más bien de la inclinación del ser humano a congraciarse con lo que hay. De natural instinto de supervivencia, plegado a la necesidad del momento y al interés del futuro para decir, como Séneca, que el remedio de las injurias es el olvido. Otros, sin embargo -el capitán Alatriste y yo mismo éramos de ésos-, estiman que la más saludable forma de templar una injuria es meterle dentro, a su autor, seis pulgadas de acero toledano.

Mientras aguardaba de pie en una antesala del palacio Monaldeschi, Diego Alatriste podía ver, por la ventana abierta, la iglesia de la Trinitá dei Monti en lo alto de una cuesta cubierta de escombros y matojos. De otros lugares del edificio llegaban ruido de martillazos y voces de albañiles. El palacio, residencia nominal del embajador español en Roma, estaba en obras. Por todas partes había andamios y operarios, y la amplia escalera de piedra y madera por la que él y don Francisco de Quevedo subieron al primer piso, apuntalada con vigas y travesaños, había crujido bajo sus pasos. En realidad, según don Francisco, el embajador sólo bajaba allí de vez en cuando, pues pasaba la mayor parte del tiempo en la espléndida Villa Médici, monte arriba, detrás de la Trinitá y el Pincio. El palacio Monaldeschi, que todos empezaban a llamar Palazzo di Spagna, no pertenecía a la corona: estaba alquilado mientras se negociaba su propiedad. Por su óptima situación y sus seis plantas de apariencia majestuosa, el conde-duque de Olivares -nacido en Roma, donde su padre fue embajador- quería convertirlo en sede definitiva de la diplomacia española. De paso también procuraba fastidiar al cardenal Richelieu, ministro de Francia, que pretendía hacerse con el edificio.

Alatriste estaba descubierto. El sombrero, la capa y el cinto con espada y daga habían quedado en manos de un sirviente. A sugerencia de don Francisco de Quevedo había cepillado bien sus ropas, aderezado lo mejor posible las botas de soldado, los calzones de paño pardo ceñidos bajo las rodillas, la camisa con valona limpia y el jubón de gamuza con botones de hueso. Observó brevemente su aspecto en uno de los grandes espejos que adornaban las paredes: flaco, duro, mediana estatura, pelo tan corto como de costumbre, espeso mostacho, ojos glaucos y atentos. Marcas en la cara, las manos y la frente. Sois de esos hombres, había comentado Quevedo con una sonrisa afectuosa, mientras desayunaban una almofía de gachas y conserva de melón lombardo en la locanda del Orso, que llevan la biografía a lo vivo, pintada en la estampa.