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– El maldito todavía no está construido, doctor. El maldito ferrocarril puente del maldito emperador no ha atravesado todavía el maldito río de este maldito país. Nuestro maldito coronel tiene razón y sabe lo que hace. Si lo ve, dígale que todos estamos con él, y que ese maldito simio no ha acabado todavía con el maldito ejército inglés…

La violencia más atroz no había traído consigo ningún resultado. Los hombres se habían habituado a ella. El ejemplo del coronel Nicholson surtía sobre ellos un efecto más embriagador que la cerveza o el whisky que se les negaba. Cuando uno de ellos sufría un castigo demasiado severo como para poder continuar, bajo amenaza de represalias que pondrían su vida en peligro, siempre había alguien para sustituirle. Se estableció un sistema de relevo.

Aún más meritoria, pensaba Clipton, era su resistencia a la melosa hipocresía mostrada por Saíto en esas horas de desaliento en las que éste comprendía con tristeza que había agotado la gama habitual de torturas, y que su imaginación no daba para inventar otras.

Un día los convocó delante de su oficina, después de decretar el fin de jornada antes que de costumbre, para evitar que se esforzaran en exceso, según les dijo. Hizo distribuir pasteles de arroz y fruta, adquiridos a los campesinos tailandeses de un pueblo vecino; un regalo del ejército japonés para incitarles a dejar de ralentizar sus esfuerzos. Dejó de lado todo su orgullo y se dedicó a revolcarse en bajezas. Se vanaglorió de ser como ellos, un hombre del pueblo, sencillo, cuyo único propósito era cumplir con su deber sin meterse en problemas. Les explicó que los oficiales, al negarse a trabajar, aumentarían el volumen de obligaciones de cada uno de los hombres. Podía entender la animadversión que sentían, pero no se lo reprochaba. Para demostrárselo y para evidenciar su simpatía hacia ellos, había decidido recortar, por iniciativa propia, la cuota de trabajo. El ingeniero había fijado esta última, para el terraplén, en un metro cúbico y medio por hombre. Pues bien, él, Saíto, había determinado reducirla a un metro cúbico, y lo hacía porque se apiadaba de su sufrimiento, del que él no era responsable. Esperaba que, ante ese gesto fraternal, dieran prueba de buena voluntad finalizando rápidamente esa sencilla obra, destinada a recortar la duración de esa maldita guerra.

El final de su discurso estuvo marcado por un tono que rayaba con la súplica. Pese a todo, los ruegos no surtieron más efecto que las torturas. Al día siguiente se respetó la cuota de trabajo. Todos los hombres cavaron y transportaron escrupulosamente su metro cúbico de tierra, algunos incluso más. Pero el punto al que se desplazaba esa tierra era un insulto al más elemental sentido común.

En última instancia fue Saíto el que dio su brazo a torcer. Había agotado todos los recursos y la obstinación de sus prisioneros lo había convertido en un ser digno de conmiseración. Los días que precedieron a su derrota, se le vio recorrer el campamento con la mirada asustadiza de un animal acosado. Llegó incluso a implorar a los tenientes más jóvenes que escogieran ellos mismos su trabajo, prometiéndoles primas especiales y un régimen mucho más ventajoso que el ordinario. Todos, no obstante, se mostraron inquebrantables y, como se encontraba bajo la amenaza de una posible inspección de las autoridades japonesas, acabó resignándose a una capitulación vergonzante.

Proyectó una maniobra desesperada para «salvar la cara» y camuflar su descalabro, pero esa penosa tentativa no sirvió siquiera para engañar a sus propios soldados. El 7 de diciembre de 1942, en el aniversario de la declaración de guerra de Japón, hizo proclamar que en honor a la fecha había decidido condonar todas las sanciones. En conversación con el coronel, le anunció que había adoptado una medida de extrema benevolencia: los oficiales serían excluidos de todo trabajo manual. Como contrapartida, esperaba que éstos se tomaran en serio la dirección de las actividades de sus hombres, para así lograr un alto rendimiento.

El coronel Nicholson declaró que él estudiaría las decisiones a tomar. A partir del momento en que las posiciones fueran fijadas sobre una base correcta, no había razón para que él se opusiera al programa de los vencedores. Como en todo ejército civilizado, los oficiales serían responsables de la conducta de sus soldados, algo que era evidente para él.

Se trataba de una capitulación total por parte de los japoneses. Por la noche, el bando británico celebró la victoria con cánticos, exclamaciones de triunfo y una ración adicional de arroz, que Saíto, a regañadientes, había dado orden de distribuir para marcar su gesto. Esa misma noche, el coronel japonés se retiró pronto a sus aposentos, lloró por su honor mancillado y ahogó su rabia en libaciones solitarias que se prolongaron ininterrumpidamente hasta bien entrada la madrugada, cuando, borracho como una cuba, se desplomó sobre su lecho. Sólo alcanzaba ese estado de embriaguez en circunstancias extraordinarias, pues tenía una capacidad singular que generalmente le hacía resistir a las mezclas más atroces.

VII

El coronel Nicholson, acompañado por sus consejeros habituales, el comandante Hughes y el capitán Reeves, marchaba en dirección al río Kwai, siguiendo el terraplén de la vía en que trabajaban los prisioneros.

Andaba lentamente, sin prisa alguna. Inmediatamente tras su liberación, había conseguido una segunda victoria: cuatro días de descanso absoluto para él y sus oficiales, en compensación por el castigo que injustamente se les había infligido. Saíto tuvo que dominar su rabia al considerar este nuevo retraso, pero finalmente accedió. Dio incluso órdenes para que los prisioneros fueran tratados convenientemente, y machacó la cara a uno de sus soldados en el que creyó adivinar una sonrisa irónica.

El hecho de que el coronel Nicholson solicitara cuatro días de reposo no se debía únicamente a la necesidad de recuperar fuerzas, tras el infierno que había sufrido. Deseaba reflexionar, analizar la situación, discutirla con su estado mayor y establecer un plan de acción, como corresponde a todo mando consciente, evitando así lanzarse de cabeza a la improvisación, algo que odiaba por encima de todo.

No tardó en darse cuenta del boicoteo sistemático al que se habían dedicado sus hombres. Al percatarse de los sorprendentes resultados de sus actividades, Hughes y Reeves no pudieron contener algunas exclamaciones:

– ¡Admirable terraplén para una vía férrea! -dijo Hughes-. Sir, le sugiero que convoque a los responsables del regimiento. Y pensar que por aquí tienen que pasar trenes cargados de munición…

El rostro grave del coronel se mantuvo inalterable.

– ¡Bonito trabajo! -insistió el capitán Reeves, antiguo ingeniero de obras públicas-. Ninguna persona con uso de razón puede creer que los japoneses tengan intención de trazar una vía sobre esta montaña rusa. Preferiría enfrentarme de nuevo al ejército japonés, sir, que hacer un viaje por esta línea.

El coronel permaneció silencioso. Seguidamente hizo una pregunta: -A su juicio, Reeves, usted que es técnico: ¿todo esto puede ser de alguna utilidad?

– No lo creo, sir -afirmó Reeves, después de un momento de reflexión-. Perderían menos tiempo abandonando este desastre y construyendo una vía nueva un poco más lejos.

El coronel Nicholson parecía cada vez más preocupado. Agitó la cabeza y continuó su marcha en silencio. Deseaba ver el conjunto de la obra antes de formarse una opinión.

Arribaron entonces a las inmediaciones del río Kwai. Un equipo de unos cincuenta hombres semidesnudos, ataviados únicamente con el triángulo de tela distribuido como uniforme de trabajo por los japoneses, trabajaba incesantemente en torno a la vía. Un centinela, fusil en hombro, deambulaba delante de ellos. Un poco más lejos, parte del equipo cavaba el suelo; la otra parte transportaba la tierra en encañizadas de bambú, arrojándola a ambos lados de una línea jalonada por estacas blancas. El trazado inicial era perpendicular a la ribera del río, pero el pérfido ingenio de los prisioneros había logrado hacerlo prácticamente paralelo a ésta. El ingeniero japonés no se encontraba allí, pero podía vérsele al otro lado del río, gesticulando en medio de otro grupo, que cada mañana era transportado en balsa a la orilla izquierda. Sus chillidos también eran perfectamente audibles.