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Al coronel Green sólo le interesaban las teorías y las discusiones en la medida en que convergían hacia aquélla. Incluso se le conocía por exponer esta concepción a sus subordinados al menos una vez al día. No tenía más remedio que dedicar una parte de su tiempo a intentar desgranar la verdad contenida en los informes, considerando no sólo los datos en sí, sino también las tendencias psicológicas de los diferentes organismos emisores (optimismo, pesimismo, inclinación a reelaborar irreflexivamente los hechos o, al contrario, incapacidad absoluta de interpretación).

El coronel Green reservaba un lugar especial en su corazón para el verdadero, magno, ilustre y único Servicio de Inteligencia, un cuerpo que se consideraba a sí mismo esencialmente espiritual, se negaba sistemáticamente a colaborar con el cuerpo ejecutivo y, encerrado en su torre de marfil, no permitía el acceso a sus documentos más valiosos a ninguna persona susceptible de sacar partido de ellos, bajo pretexto de que eran demasiado secretos, razón por la que los guardaba cuidadosamente en una caja fuerte. Allí permanecían durante años, hasta ser totalmente inutilizables o, más concretamente, hasta que uno de los jefes, mucho tiempo después de terminada la guerra, sentía la necesidad de escribir sus memorias antes de morir, confesarse ante la posteridad y revelar a la nación cautivada cómo, en tal fecha y tales circunstancias, el servicio había dado pruebas innegables de sutilidad interceptando el plan completo del enemigo: el punto y el momento fijados por éste para atacar habían sido determinados de antemano con gran precisión. Dichos pronósticos eran rigurosamente exactos, ya que, en efecto, el citado enemigo había atacado en las condiciones anunciadas y con el desenlace igualmente previsto.

Ése era, al menos, el punto de vista, tal vez un poco excesivo, del coronel Green, que no gustaba de la teoría del amor al arte por el arte en materia de inteligencia militar. Masculló una observación incomprensible mientras meditaba sobre aventuras precedentes y acto seguido, ante la precisión y la milagrosa coincidencia de las informaciones en el caso presente, se sintió casi apesadumbrado de tener que reconocer que, esta vez, los servicios habían realizado una tarea útil. Se consoló concluyendo, con cierta mala fe, que las revelaciones contenidas en el informe eran conocidas desde hacía mucho tiempo en todo el subcontinente indio. Finalmente, las resumió y clasificó en su cabeza para uso futuro.

– El ferrocarril de Birmania y Tailandia está en fase de construcción. Sesenta mil prisioneros aliados desplazados por los japoneses sirven de mano de obra y trabajan en él en condiciones abominables. Pese a las terribles pérdidas, es previsible que la obra, de importancia considerable para el enemigo, sea concluida en varios meses. Adjunto un trazado aproximado. Incluye varios cruces de río sobre puentes de madera…

Al llegar a ese punto de su recapitulación mental, el coronel Green sintió cómo recobraba su buen humor habitual, esbozó una sonrisa de satisfacción y prosiguió:

– El pueblo tailandés está descontento con sus protectores, que han confiscado el arroz y cuyos soldados se comportan como si estuvieran en un país invadido. Los campesinos que habitan en la región del ferrocarril se encuentran particularmente irritados. Varios oficiales de alto rango del ejército tailandés, e incluso algunos miembros de la corte real, se han puesto secretamente en contacto con los aliados y están dispuestos a respaldar una acción antijaponesa en su país, para la que se han ofrecido voluntarios numerosos partisanos. Solicitan armas e instructores.

– No cabe duda alguna -concluyó el coronel Green-. Es preciso que envíe un equipo a la región del ferrocarril.

Después de adoptar su decisión, reflexionó largo rato sobre las diversas cualidades que el jefe de dicha expedición debería poseer. Tras laboriosas eliminaciones, convocó al comandante Shears, antiguo oficial de caballería, destinado a la Unidad 136 desde la fundación de esta institución especial; es más, fue uno de sus promotores. La creación de este cuerpo fue posible gracias a la vehemente iniciativa individual de varias personas, apoyadas, con no mucho entusiasmo, por contadas autoridades militares. El coronel Green mantuvo una larga entrevista con Shears, que acababa de llegar de Europa, donde había llevado a buen puerto algunas misiones delicadas. Le comunicó toda la información de la que disponía y esbozó para él, a grandes líneas, la que sería su misión.

– Llevará consigo una pequeña parte del material -dijo-. El resto se lo lanzaremos en paracaídas, de acuerdo a sus necesidades. En lo que se refiere a la acción, la comprenderá cuando llegue al lugar en sí. No se precipite. A mi juicio, es mejor aguardar la finalización del ferrocarril y asestar un gran golpe, antes que mantenerlos en alerta con varias intervenciones menores.

Era inútil precisar la forma exacta de la acción, ni el tipo de material al que se aludía. La razón de ser de «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» hacía superflua toda explicación complementaria.

Mientras tanto, Shears debía ponerse en contacto con los tailandeses, asegurarse de su buena voluntad y lealtad y luego iniciar la instrucción de los partisanos.

– Por el momento, creo que lo mejor es que su grupo esté compuesto por tres hombres -propuso el coronel Green-. ¿Cuál es su opinión?

– Me parece bien, sir -aprobó Shears-. Nos hace falta un núcleo de, al menos, tres europeos. Un grupo mayor correría el riesgo de llamar la atención.

– Estoy de acuerdo. ¿A quién piensa llevar?

– Propongo a Warden, sir.

– ¿Al capitán Warden? ¿Al profesor Warden? Tiene usted buen gusto, Shears. Ustedes dos están entre nuestros mejores agentes.

– Si no he comprendido mal, se trata de una misión importante, sir -dijo Shears en un tono neutral.

– Se trata de una misión muy importante, con una faceta diplomática y otra activa.

– Warden es el hombre que preciso para ella, sir. No olvide que es antiguo profesor de lenguas orientales. Conoce el tailandés y podrá hablar con los indígenas. Es una persona sensata, que no pierde la calma… al menos, con facilidad.

– Llévese a Warden. ¿Y el otro?

– Me lo voy a pensar, sir. Probablemente uno de los jóvenes que han terminado el curso. He visto varios que parecen adecuados. Mañana se lo comunicaré.

La Unidad 316 había fundado una escuela en Calcuta, donde formaban a jóvenes voluntarios.

– Está bien. Eche un vistazo a este mapa. He marcado los puntos posibles para el lanzamiento en paracaídas, puntos en que nuestros agentes afirman que podrán permanecer ocultos entre los tailandeses, sin peligro de ser descubiertos. Ya hemos efectuado reconocimientos aéreos.

Shears estudió detenidamente el mapa y las ampliaciones fotográficas. Examinó con atención la región que la Unidad 316 había escogido como teatro para sus heterodoxas operaciones en Tailandia. Sintió el escalofrío que siempre atravesaba su cuerpo en los momentos previos al inicio de una nueva expedición en país desconocido. Todas las expediciones de la Unidad 136 presentaban un elemento excitante, pero la atracción de la aventura en esta ocasión se aderezaba con el carácter salvaje de esas montañas cubiertas de selva y habitadas por un pueblo de contrabandistas y cazadores.

– Hay varios lugares que parecen adecuados -añadió el coronel Green-. Esta pequeña aldea aislada, por ejemplo, no lejos de la frontera con Birmania. A dos o tres días de marcha de la vía férrea, según parece. De acuerdo con el trazado aproximado, el ferrocarril debe atravesar el río por aquí… el río Kwai, si el plano es correcto… En este lugar se construirá probablemente uno de los puentes más largos de toda la línea.

Shears dibujó una sonrisa con sus labios, como había hecho su jefe al considerar los numerosos cruces sobre el río.