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– A no ser que un estudio más en profundidad indique lo contrario, pienso que ese punto es perfecto como cuartel general, sir.

– Bueno, ahora sólo queda organizar el lanzamiento en paracaídas. En mi opinión, tendrá lugar dentro de tres o cuatro semanas, siempre que los tailandeses estén de acuerdo. ¿Ha saltado ya alguna vez?

– Nunca, sir. Esa práctica comenzó a formar parte de nuestra instrucción básica después de que yo me fuera de Europa. Creo que Warden tampoco lo ha hecho.

– Espere un momento. Voy a solicitar a los especialistas que les hagan algunas sesiones de entrenamiento.

El coronel Green cogió el teléfono, llamó a un responsable de la R.A.E y expuso su petición. La respuesta, bastante prolija, no dio la impresión de satisfacerle. Shears, que no dejaba de observarle, creyó apreciar en él su típica cara de mal humor.

– ¿Es ésa realmente su opinión definitiva? -inquirió el coronel Green.

Permaneció un instante con el ceño fruncido y colgó. Tras un momento de silencio, determinó ofrecer finalmente algunas aclaraciones.

– ¿Quiere conocer el parecer del especialista? Pues muy bien, esto es lo que me ha dicho exactamente: «Si insiste en que sus hombres realicen algunos saltos de entrenamiento, yo le proporcionaré los medios, pero no se lo aconsejo realmente, a no ser que dispongan de seis meses para una preparación seria. Mi experiencia en misiones de este tipo se resume de la siguiente manera: si saltan una vez, tienen aproximadamente un cincuenta por ciento de probabilidades de romperse algo, ¿comprende? Si saltan dos veces, las probabilidades son de un ochenta por ciento. Si saltan tres, pueden estar seguros de que no saldrán ilesos, ¿sabe lo que le quiero decir? No es una cuestión de entrenamiento, es un problema de probabilidades. Lo más juicioso es lanzarlos sólo una vez: la buena». Ésas son sus palabras. Ahora le toca decidir a usted.

– Una de las grandes ventajas de nuestro ejército moderno es que dispone de especialistas para resolver todas las dificultades, sir -respondió Shears con gravedad-. No podemos aspirar a ser más astutos que ellos. Además, la opinión de esta persona me parece repleta de buen juicio. Estoy seguro de que el carácter racional de Warden la apreciará, y que estará de acuerdo conmigo. Siguiendo su consejo, saltaremos sólo una vez… la buena.

II

– Tengo la impresión, Reeves, de que no está satisfecho -dijo el coronel Nicholson al capitán de ingeniería, cuya actitud evidenciaba una cólera contenida-. ¿Qué sucede?

– ¿Insatisfecho? Sucede que no podemos continuar así, sir. Le aseguro que es imposible. De hecho, había decidido confiarle todo hoy mismo. El comandante Hughes, aquí presente, me apoya.

– ¿Qué sucede? -insistió el coronel, frunciendo el ceño.

– Coincido totalmente con Reeves, sir -afirmó Hughes, que había abandonado la obra para reunirse con su superior-. Yo también quiero insistir en que no podemos seguir de esta manera.

– Pero, ¿a qué se refieren?

– Nos encontramos en plena anarquía. Nunca en mi carrera había presenciado tamaña inconsciencia, ni tal ausencia de método. De este modo no conseguiremos nada. Estamos estancados, todo el mundo da órdenes sin lógica alguna. Esos tipos, los nipones, carecen totalmente de sentido del mando. Si se empeñan en meter sus narices en esta empresa, nunca la llevaremos a buen término.

La marcha de las operaciones había mejorado innegablemente desde que los oficiales ingleses se hicieran cargo de la dirección de los equipos, pero, pese al perceptible progreso de los trabajos, desde el punto de vista de la cantidad y la calidad, era evidente que no todo iba a mejor.

– Explíquense. Usted primero, Reeves.

– Sir -dijo el capitán sacando un papel de su bolsillo-, me he limitado a poner por escrito las mayores bestialidades. De lo contrario, la lista sería demasiado larga.

– Prosiga. Estoy aquí para escuchar todas las quejas razonables y considerar todas las sugerencias. Me doy perfectamente cuenta de que la cosa no marcha, y ahora a usted le corresponde explicármelo.

– Bueno, en primer lugar, sir: construir un puente en este lugar es una locura.

– ¿Por qué?

– ¡El fondo es de lodo, sir! ¿Quién ha oído hablar de un puente ferroviario sobre un fondo movedizo? Sólo a unos salvajes como éstos se les ocurre una idea así. Le apuesto lo que quiera, sir, a que el puente se desploma con el primer tren.

– Este asunto es grave, Reeves -dijo el coronel Nicholson, mirando fijamente a su colaborador con sus ojos claros.

– Muy grave, sir. He tratado de demostrárselo al ingeniero japonés. ¿Qué digo? ¡Ingeniero! ¡Un infamante chapucero, Dios mío! Trate de meter en razón a una persona que ni siquiera sabe lo que es la resistencia de suelos, que pone cara de no saber nada cuando se le citan cifras de presión, y que, para colmo, habla deficientemente el inglés. Y no será por falta de paciencia por mi parte, sir. He intentado todo para convencerlo, incluso con una pequeña experiencia, pensando que no podría negarse ante la evidencia. Todo, una pérdida de tiempo. Se obstina a construir su puente sobre el lodo.

– ¿Una experiencia, Reeves? -interrogó el comandante Nicholson, en quien esa palabra despertaba siempre una intensa curiosidad.

– Muy sencilla, sir. Hasta un niño la comprendería. ¿Ve desde aquí ese pilar en el agua, cerca de la orilla? He sido yo quien ha dado instrucciones de colocarlo, a golpe de maza. Pues bien, ya ha penetrado considerablemente en la tierra y todavía no hemos encontrado un fondo sólido. Cada vez que se golpea el extremo superior, sir, se hunde un poco más, como todos los pilares se hundirán bajo el peso del tren, se lo garantizo. Sería necesario construir un cimiento de hormigón, pero no disponemos de los medios para ello.

El coronel observó el pilar con atención y preguntó a Reeves si era posible realizar la experiencia en su presencia. Reeves dio una orden y varios prisioneros se acercaron y jalaron una cuerda. Una pesada maza, suspendida de un andamio, cayó entonces dos o tres veces sobre la cabeza del poste, que se hundió de manera apreciable.

– ¿Lo ve, sir? -exclamó Reeves triunfante-. Podríamos seguir golpeando hasta mañana, y la cosa no cambiaría. Pronto desaparecerá bajo el agua.

– Bien -repuso el coronel-. ¿Cuántos pies ha penetrado actualmente en el suelo?

Reeves le proporcionó la cifra exacta, que tenía anotada, y añadió que ni los árboles más grandes de la selva bastarían para alcanzar un fondo sólido.

– Perfecto -concluyó el coronel Nicholson con evidente satisfacción-. Está totalmente claro, Reeves. Hasta un niño, como usted dice, lo comprendería. Es una demostración de esas que a mí me gustan. ¿Y no ha convencido al ingeniero? Pues a mí sí, y no olvide que eso es lo fundamental. Entonces, ¿cuál es la solución que propone?

– Trasladar el puente, sir. Creo que a una milla de aquí, aproximadamente, hay un lugar que podría ser adecuado. Obviamente, habrá que verificarlo…

– Hay que verificarlo, Reeves -dijo el coronel con su habitual calma-, y tiene que proporcionarme cifras para que pueda convencerlos. Tras tomar nota de este primer punto, preguntó:

– ¿Algo más, Reeves?

– Los materiales del puente, sir. Hay que talar este tipo de árboles. Nuestros hombres habían empezado con una sabia selección, ¿no es cierto? Ellos, al menos, sabían lo que hacían… Pues bien, con este ingeniero, sir, la situación apenas ha mejorado. Ordena cortar cualquier cosa, sin importar cómo, sin molestarse en averiguar si la madera es dura, blanda, rígida o flexible, o si será capaz de resistir la carga a la que será sometida. ¡Una vergüenza, sir!

El coronel introdujo una nueva anotación en el trozo de papel que utilizaba como ficha.

– ¿Alguna otra cosa, Reeves?

– Esto me lo he guardado para el final, porque es lo más importante, sir. Usted lo ha visto igual que yo: el río tiene un mínimo de cuatrocientos pies de anchura y las orillas son altas. El tablero estará a más de cien pies sobre el nivel del agua. Se trata de una obra importante, no un juego de niños, ¿cierto? Pues bien, he pedido varias veces a ese ingeniero que me enseñe su plano de ejecución. Se limitaba a agitar la cabeza con su estilo característico, como lo suelen hacer las personas avergonzadas… hasta que se lo he solicitado de manera categórica. En fin… aunque le resulte difícil creérselo, sir, no existe tal plano. ¡No ha realizado ningún plano! ¡Ni tiene la intención de hacerlo!… Tampoco daba la impresión de saber de lo que estábamos hablando. Perfecto: pretende construir ese puente igual que se tiende una pasarela sobre un tajo, o sea, a base de trozos de madera colocados al azar y alguna viga que otra para sustentarlos. No se mantendrá nunca en pie, sir. Me avergüenza profundamente participar en un sabotaje de estas características.