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Tras un breve y clásico preámbulo, el coronel entró de lleno en el asunto abordando el primer punto de importancia.

– Antes que nada, coronel Saíto, hemos de hablar sobre el emplazamiento del puente. Éste fue determinado, en mi opinión, con un poco de apresuramiento. Consideramos necesario modificarlo. Para ello hemos localizado un punto situado aproximadamente a una milla de aquí, río abajo. Dicha modificación, evidentemente, conllevará la prolongación de la vía. Asimismo, sería preferible trasladar el campamento y construir nuevas barracas al lado de la obra. Pese a todo, considero que ése es el camino que debemos emprender.

Saíto dejó escapar un gruñido ronco, que indujo a Clipton a adivinar la inminencia de un ataque de cólera. No era difícil imaginar sus pensamientos. El tiempo se acababa. Había pasado más de un mes sin ningún resultado positivo y, ahora, le proponían una ampliación considerable del alcance de la obra. Se levantó bruscamente, con la mano fuertemente apretada sobre la empuñadura de su sable, pero el coronel Nicholson no le dio ocasión de proseguir con su manifestación.

– Permítame, coronel Saíto -dijo en tono imperioso-. He mandado realizar un pequeño estudio a mi colaborador, el capitán Reeves, oficial del cuerpo de ingenieros, que es nuestro especialista en materia de puentes. La conclusión de este estudio…

Dos días antes, tras haber observado detenidamente, por sí mismo, el modo de proceder del ingeniero japonés, se había convencido definitivamente de su incapacidad y adoptó de inmediato una decisión radical. Agarró por el hombro a su colaborador técnico y le espetó:

– Escúcheme, Reeves. Nunca conseguiremos nada con ese chapucero, que sabe de puentes incluso menos que yo. Usted es ingeniero, ¿no es cierto? Me va a retomar toda la obra desde el principio, haciendo caso omiso de todo lo que él diga o haga. Antes que nada, localíceme un emplazamiento adecuado. Luego ya veremos.

Reeves, feliz de vérselas de nuevo con los quehaceres que le ocupaban antes de la guerra, estudió atentamente el terreno y efectuó varios sondeos en diversos puntos del río. Descubrió un suelo prácticamente perfecto, con una arena dura que se prestaba muy bien para soportar un puente.

Antes de que Saíto pudiera encontrar los términos que tradujeran su indignación, el coronel dio la palabra a Reeves, que enunció algunos principios técnicos, presentó varias cifras de presión, en toneladas por pulgada cuadrada, sobre la resistencia de suelos, y demostró que, si se obstinaban en construir sobre una base de fango, el puente se hundiría con el peso de los trenes. Terminada su exposición, el coronel le dio las gracias en nombre de todos los asistentes y concluyó:

– Parece evidente, coronel Saíto, que debemos trasladar el puente para evitar una catástrofe. ¿Me permite pedir la opinión de su colaborador?

Saíto se tragó su rabia, tomó de nuevo asiento y entabló una animada conversación con su ingeniero. Sin embargo, los japoneses no habían enviado a Tailandia a la élite de su cuerpo técnico, que era indispensable para la movilización industrial de la metrópoli. El ingeniero en cuestión no estaba muy capacitado. Carecía a ojos vistas de experiencia, seguridad en sí mismo y autoridad. Cuando el coronel Nicholson le puso ante las narices los cálculos de Reeves se sonrojó, hizo un gesto de reflexionar profundamente y, finalmente, demasiado nervioso para poder efectuar una verificación y saturado de confusión, declaró apesadumbrado que su colega estaba en lo cierto y que él mismo había llegado a una conclusión similar unos días antes. Era una forma tan humillante de perder la cara para el bando japonés que el coronel Saíto se puso lívido y empezaron a caerle gotas de sudor sobre su rostro descompuesto. A continuación, esbozó un vago signo de asentimiento. El coronel prosiguió:

– Entonces estamos de acuerdo sobre ese punto, coronel Saíto. Ello quiere decir que todos los trabajos realizados hasta el día de hoy no tienen ninguna utilidad. En cualquiera de los casos, habríamos tenido que reiniciarlos, en vista de los graves errores que presentan.

– Pésimos obreros -masculló hoscamente Saíto, en busca de revancha-. En menos de quince días, los soldados japoneses hubieran construido las dos secciones de la vía.

– Seguramente los soldados japoneses lo hubieran hecho mejor, puesto que están habituados a los jefes que los comandan. Espero, coronel Saíto, poder demostrarle pronto la verdadera cara del soldado inglés… En otro orden de cosas, he de advertirle que he modificado la cuota de trabajo de mis hombres…

– ¡La ha modificado! -aulló Saíto.

– He ordenado aumentarla -dijo el coronel con calma-. De un metro cúbico a un metro y medio. Por el interés general. He pensado que usted aprobaría esta medida.

Ello dejó estupefacto al oficial japonés, momento que el coronel aprovechó para abordar otra cuestión.

– Ha de comprender, coronel Saíto, que nosotros contamos con nuestros propios métodos, cuya utilidad espero poder demostrarle, siempre y cuando dispongamos de toda libertad para aplicarlos. Consideramos que el éxito de una empresa de estas características depende, prácticamente en su totalidad, de la organización de base. Por ello, a continuación le presento el plan sugerido, que someto a su aprobación.

El coronel reveló entonces el plan organizativo en el que había trabajado durante dos días, ayudado por su estado mayor. Era relativamente simple y adaptado a la situación. En él se aprovechaban a la perfección todas las competencias de las que disponían. El coronel Nicholson administraría el conjunto de la obra, y sería el único responsable ante los japoneses. Al capitán Reeves se le confiaba todo el programa de estudios teóricos preliminares y era nombrado, al mismo tiempo, asesor técnico en la realización de las obras. El comandante Hughes, una persona habituada a manejar a hombres, haría labores de director de obra y sería el máximo responsable de su ejecución. Los oficiales de la tropa, designados ahora jefes de equipo, se encontrarían directamente bajo sus órdenes. Se crearía igualmente un servicio administrativo, a cuya cabeza el coronel había colocado a su mejor suboficial contable. Éste se encargaría de la comunicación, la transmisión de órdenes, el control de las cuotas de trabajo, la distribución y mantenimiento de las herramientas, etcétera.

– Es absolutamente necesario que dispongamos de un servicio de este tipo -afirmó el coronel incidentalmente-. Sugiero, coronel Saíto, que haga verificar el estado de las herramientas distribuidas hace sólo un mes. Es un verdadero escándalo.

– Deseo solicitar firmemente que dichas bases sean admitidas -dijo el coronel Nicholson alzando la cabeza, tras haber descrito uno a uno todos los detalles del nuevo organismo y explicado los motivos que habían llevado a su creación-. Además, estoy a su disposición para cualquier aclaración, si así lo desea. Le garantizo que todas sus sugerencias serán estudiadas minuciosamente. ¿Da su aprobación al conjunto de las medidas?

Saíto seguramente precisaba algunas explicaciones adicionales, pero el coronel mostró tal autoridad al pronunciar estas palabras que no pudo reprimir un nuevo gesto de aquiescencia. Con un simple movimiento aprobatorio de la cabeza, aceptó en bloque el citado plan, que eliminaba toda iniciativa japonesa y le reducía a él a desempeñar un papel en la práctica insignificante. Ya no se trataba de una humillación, puesto que se había resignado a cualquier sacrificio con tal de ver en pie, por fin, los pilares de esa construcción en la que había comprometido su vida. A regañadientes, y muy a su pesar, seguiría confiando en los extraños preparativos de los occidentales, destinados a acelerar la ejecución de los trabajos.