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En el instante siguiente a su descubrimiento, Shears sintió una gran satisfacción por haber encontrado la explicación a su malestar y recuperar la confianza en sus nervios. Su sensación no le había engañado. Aún no se había vuelto loco. Los remolinos eran diferentes ahora, tanto los del agua como los del viento que la cubría. Efectivamente, toda la atmósfera se había visto afectada. El nuevo terreno, todavía húmedo, era el que emanaba ese olor a fango.

Las catástrofes nunca se revelan instantáneamente. La inercia de la mente precisa cierto tiempo. Shears fue descubriendo, una a una, las fatales implicaciones de ese banal acontecimiento.

– ¡El río Kwai ha bajado de nivel! Delante del árbol rojizo, ahora hay visible una extensa superficie plana, que ayer se encontraba sumergida. El cable… el cable eléctrico… -dijo Shears, dejando escapar una obscena exclamación-. ¡El cable!

Entonces sacó sus prismáticos y escudriñó ávidamente el espacio sólido que había surgido durante la noche.

El cable estaba allí. Ahora había una larga sección a la intemperie. Shears la recorrió con su mirada, desde el borde del agua hasta el talud. Una línea oscura y jalonada por las briznas de hierba que la corriente había dejado enganchadas en ella.

En cualquier caso, no llamaba demasiado la atención. La había descubierto porque había ido en su busca. Podía pasar desapercibida, siempre y cuando ningún japonés anduviera por allí… Por el contrario, la orilla, que antes era inaccesible, ahora se había convertido en una playa continua, bajo el talud, que se prolongaba, probablemente… hasta el puente (desde ese punto no se veía el puente), una playa que, de acuerdo a la mirada furiosa de Shears, parecía invitar a los paseantes. Ahora bien, los japoneses, a la espera del tren, estaban seguramente entretenidos con ocupaciones que les impedían ir a deambular a la orilla del agua. Shears se secó la frente.

La acción nunca se amolda exactamente al plan establecido. Siempre, a última hora, un incidente trivial, incluso grotesco, viene a trastornar hasta el programa mejor preparado. Number One se reprochó no haber previsto el descenso del nivel del río, como si de una negligencia criminal se tratara. ¡Tenía justamente que haber ocurrido esa noche, no la noche siguiente, ni dos noches antes!

– Esa playa descubierta, sin una mata de hierba, desnuda, desnuda como la verdad, hace daño a los ojos. El río Kwai ha debido de bajar bastante. ¿Un pie? ¿Dos pies? ¿Acaso más?… ¡Dios mío!

Shears sintió un repentino desfallecimiento y se agarró a un árbol para ocultar al tailandés el temblor de sus miembros. Era la segunda vez en su vida que sufría una conmoción de esas características. La primera fue al sentir correr por sus dedos la sangre de un enemigo. Su corazón, entonces, dejaba realmente de latir y todo su cuerpo secretaba un sudor gélido.

– ¿Dos pies? ¿Acaso más?… ¡Dios Todopoderoso! ¡Las cargas! ¡Las cargas deplástico sobre los pilares del puente!

V

Tras el silencioso apretón de manos de Shears, Joyce, solo en su puesto, estuvo un buen rato en un evidente estado de atolondramiento. La certeza de no depender más que de sus propias fuerzas, a partir de ese momento, se le subía a la cabeza como los vapores del alcohol. Su cuerpo permanecía insensible al cansancio de la noche pasada y al frío gélido de su ropa empapada de agua. Nunca antes había tenido esa sensación de poder y dominio que proporciona el aislamiento absoluto, sobre una cima o entre tinieblas.

Cuando hubo recuperado conciencia de su situación, se vio obligado a razonar lógicamente para resolver la realización de varias operaciones necesarias antes del inminente amanecer, y de esa forma no estar a merced de un posible desfallecimiento. Si no se le hubiera ocurrido esta idea se hubiera quedado así, inmóvil, apoyado contra un árbol, con la mano sobre el manipulador y la mirada en dirección al puente, aquel puente cuyo tablero negro se destacaba en un rincón del cielo estrellado, por encima de la masa opaca de matorrales bajos, a través del follaje menos tupido de los grandes árboles. Ésa era la posición que instintivamente había adoptado tras la marcha de Shears.

Se incorporó, se quitó las prendas que llevaba, las retorció y se frotó su cuerpo aterido. Luego, se puso de nuevo los pantalones cortos y la camisa que, aunque húmedos, le protegían del aire frío del alba. Comió todo lo que pudo del arroz que Shears le había dejado y echó un buen trago de whisky. Había estimado que era demasiado tarde para salir de su escondrijo en busca de agua. Utilizó una parte del alcohol para limpiar las heridas que cubrían su cuerpo. Seguidamente, volvió a sentarse al pie del árbol y se puso a esperar. No ocurrió nada durante ese día, algo que él ya había previsto. El tren no llegaría hasta el día siguiente pero, en el lugar en que se encontraba, tenía la sensación de poder dirigir el curso de los acontecimientos.

Vio japoneses sobre el puente en varias ocasiones. No parecían albergar sospecha alguna y ninguno miró hacia donde estaba. Como hiciera en su sueño, se fijó un punto sencillo sobre el tablero que le sirviera de referencia, un travesaño de la barandilla, alineado con él y con una rama muerta. Ese punto indicaba la mitad de la longitud total del puente, es decir, el inicio mismo del recorrido fatal. Cuando la locomotora lo alcanzara, incluso unos pies antes, apretaría con todas sus fuerzas el mango del manipulador. Había desconectado el cable y, siguiendo en su mente la locomotora imaginada, ensayó más de veinte veces ese simple movimiento, con el fin de hacerlo instintivo. El aparato funcionaba bien. Lo había limpiado y secado meticulosamente, procurando quitar hasta la última mancha. Sus reflejos se encontraban también en perfecto estado.

El día transcurrió con rapidez. Llegada la noche, descendió del talud, se dio varios tragos generosos de agua fangosa, llenó su cantimplora y regresó a su escondrijo. Sin cambiar de posición, sentado contra el árbol, se permitió dormitar un poco. Si, en contra de lo previsto, el horario del tren era modificado, lo oiría venir. De eso estaba seguro. Durante la estancia en una selva, uno se habitúa muy rápidamente a permanecer inconscientemente vigilante ante la posible presencia de animales.

Dio unas breves cabezadas, interrumpidas por largos períodos de vigilia. En su sueño y su vigilia se alternaban extrañamente jirones de la aventura presente con recuerdos de ese pasado evocado ante Shears, antes de embarcarse en el río.

Se encontraba en la polvorienta oficina de proyectos, donde había pasado algunos de los años más importantes de su existencia en interminables horas de melancolía, delante de una hoja de diseño, iluminada por un proyector, sobre la que había trabajado durante sempiternas jornadas. La vigueta, esa pieza de metal que nunca había contemplado en la realidad, desplegaba sobre el papel las representaciones simbólicas en dos dimensiones que habían acaparado su juventud. La planta, el perfil, la elevación y las múltiples secciones aparecían ante sus ojos, con todos los detalles de las nervaduras, cuya experta distribución había hecho posible el ahorro de una libra y media de acero, después de dos años de tanteos a oscuras.

Sobre esas imágenes, contra esas nervaduras, se superponían ahora unos pequeños rectángulos oscuros, similares a los que Warden había trazado junto a los veinticuatro pilares en el diseño a gran escala del puente. El título, cuya composición le había ocasionado dolorosos calambres en cada una de las innumerables pruebas, se dilataba con su letra redonda, para seguidamente nublarse a la vista. Él trataba en vano de seguir las letras, pero éstas se dispersaban por toda la hoja para, finalmente reagruparse y formar una palabra nueva, como ocurre a veces en las películas sobre la pantalla de cine. Esta palabra nueva era «destrucción», en letras grandes y negras, con la tinta brillante reflejando la luz del proyector. Esa palabra borraba todos los demás símbolos y se imprimía en la pantalla de su alucinación.