– ¡Naturalmente! -contestó Thales como si tal cosa-. Precisamente os dije que esto de aquí no es tanto un monasterio como un movimiento. Pretendemos tener en nuestras filas las mentes más preclaras, de modo que nos conduciríamos a nosotros mismos ad absurdum si sólo hubiera hombres aquí.
– ¿Y esto no provoca complicaciones?
Thales rió. Con sorpresa constató Guthmann que el hombre que durante siete días lo había acompañado se reía a carcajadas por primera vez.
– ¡Claro! -gritó-. Es ley naturaclass="underline" el comportamiento antagónico del hombre y la mujer produce el desarrollo de una sabiduría en dos sentidos opuestos pero que se necesitan y complementan, es la tensión primordial. Pero la tensión es una de las manifestaciones más fascinantes de nuestra mente.
Mientras decía esto, Thales abrió una puerta entornada, que en la parte superior estaba marcada con un renglón de símbolos tan grandes como la palma de la mano, con triángulos y cuadrados verticales e invertidos, que, observándolos detenidamente, debían de desprender algún significado.
– En Leibethra no hay números -observó Thales, que se fijó en la mirada escrutadora del profesor-. Esto le sorprenderá tal vez, pero el ser humano no necesita números. Los usamos únicamente de modo extra oficial, sólo porque muchos creen que no se pueden expresar sin números. La devoción por la cifra es uno de los mayores infortunios de nuestro tiempo. Los números crecen en lo inconmensurable y llegará un día en que la humanidad será devorada por los números, como nuestros órganos por el cáncer.
Guthmann no decía nada, pero en el fondo daba la razón a Thales. Ya Pitágoras, el descubridor de las matemáticas, afirmaba que todo lo importante de este mundo podía explicarse con diez dedos. El universo, el espacio, se completa en tres dimensiones, el tiempo consta de pasado, presente y futuro, y toda realidad tiene un principio, un medio y un fin. Pero antes de que Guthmann pudiera concluir su pensamiento, lo que vio ante sí le causó mayor sorpresa que todo cuanto había encontrado en aquel extraño lugar.
Ante él tenía un apartamento exquisitamente amueblado, una sala de estar con televisor y teléfono, un estudio con biblioteca y una sala de baño con cerámica blanca, como uno antes se espera de un hotel de lujo, que de un monasterio. Mientras Thales le enseñaba las habitaciones, el chófer trajo el equipaje.
– Espero no haber exagerado -dijo Thales-, está tal como lo dejó vuestro antecesor. Naturalmente podéis arreglarlo de la manera que os sintáis mejor. Justo dentro de una hora vendrán a recogeros para cenar en comunidad.
Tras esta indicación, Thales se fue y Guthmann pensaba si realmente lo vivía o lo estaba soñando. Se sentía terriblemente cansado y sabía que el cansancio es capaz de simular las cosas más increíbles. Pero luego se dejó caer en un sillón de orejeras estampado en amarillo, estiró las piernas, miró en tomo suyo y estuvo tentado de pellizcarse por si sentía dolor. En esto que sonó el teléfono.
– Sí… -dijo Guthmann temeroso.
Era Thales:
– Olvidé decírselo [3]: se viste traje oscuro para la cena.
3
Un personaje curioso, pensó Guthmann, pero ¿acaso no era curioso todo lo que había ocurrido en las dos últimas semanas? ¿Cómo conocía Thales la situación en que él, el profesor Werner Guthmann, se hallaba? ¿De dónde había sacado él, Guthmann, el valor de seguir a un hombre que no conocía en absoluto, que ni siquiera dijo su verdadero nombre, que sólo le había hecho promesas de las que un hombre en su sano juicio debía decir que no se podían cumplir? ¿No era Leibethra un sueño, una utopía? ¿No era un desvarío de filósofos pueriles reunir los cerebros más preclaros del mundo en un mismo lugar bajo un mismo techo, cada uno de ellos el más ilustre en su disciplina, para así frenar la decadencia de la humanidad, que se inició, según decían ellos, con la historia humana?
Mientras estaba sentado reflexionando si no sería presa de una locura, idea que curiosamente no se le había ocurrido en los días anteriores porque las palabras y las promesas de Thales sonaban muy convincentes, pasó el tiempo volando y tuvo que cambiarse rápido para la cena.
A la hora prevista llamaron con los nudillos y Guthmann se precipitó hacia la puerta para abrirla. Esperaba a Thales, porque no conocía a nadie más aquí, pero frente a él estaba una mujer, que dijo:
– Mi nombre es Helena, tengo que acompañaros a la cena, profesor.
Guthmann se quedó petrificado. Ni él mismo sabía cuánto tiempo se había quedado mudo delante de la mujer desconocida, inseguro de si debía invitarla a pasar o examinarla primero de pies a cabeza. Helena daba externamente la impresión de inteligencia y disciplina, una pareja de virtudes corriente, aunque no existen en general razones para este nexo. Llevaba el pelo estirado hacia atrás y parecía querer reforzar su rigor humedeciéndolo con un gel. Unas finas gafas negras hacían el resto. Helena vestía un estrecho traje sastre oscuro y zapatos negros con tacones altos, y su apariencia le pareció a Guthmann muy adecuada para enviar señales eróticas. Por lo menos en él no erraron el tiro.
– Perdone usted -se corrigió- perdonad, estoy algo desconcertado, no os esperaba a vos.
Como si no hubiese oído sus palabras, Helena dijo fríamente:
– Venid, es hora. Tenéis que saber que la cena en Leibethra es una institución. No se puede llegar tarde. Disciplina ante todo.
En los pasillos, que antes habían estado vacíos, reinaba ahora la animación. Se hablaba caminando como en un foyer, y esta circunstancia quitaba mucha magia al edificio, que para Guthmann estaba lleno de enigmas.
Al llegar abajo, se dirigieron a la derecha, cruzaron la antesala en forma de medialuna con los ascensores a la derecha y, como los demás, buscaron el largo corredor en la parte opuesta. Cada vez más personas vestidas de oscuro, entre ellas mujeres, se encontraban y accedían a una sala con vigas altas. El suelo de piedra estaba cubierto de alfombras. Una mesa en forma de una gran T ocupaba casi todo el espacio.
– No existe un orden para sentarse -observó Helena-, excepto en la mesa de enfrente.
Cuando finalmente todos los presentes hubieron tomado asiento en la larga mesa (probablemente eran alrededor de sesenta), por una puerta trasera cercana a la mesa que formaba el trazo horizontal de la T, aparecieron cuatro hombres acompañados de una figura extraña, que a pesar de su americana cruzada oscura no se podía reconocer fácilmente si se trataba de un hombre o de una mujer.
– Es Orfeo -dijo Helena con un movimiento de cabeza y, al percatarse de la mirada interrogativa de Guthmann, añadió explicando como si describiese algo completamente normal-: Habéis de saber que Orfeo es un híbrido; si es más hombre o más mujer no tiene importancia. Nunca me he parado a pensarlo, pero el hecho es que lo hemos elegido Orfeo porque es el más inteligente de todos, un sabio, que conoce los secretos de la vida. Si existe alguien capaz de parar los ríos, de fundir la nieve, de hacer que las piedras hablen y los árboles caminen, ése es él. Orfeo es un genio, ¿qué digo?, ¡es el genio por antonomasia!
Por Thales había sabido Guthmann que dirigía la orden un profesor americano, un genio universal de la Universidad de Berkeley, que se distinguía no sólo por su capacidad intelectual extraordinaria, sino también por un capital heredado de acciones, capaz, según se contaba, de hacer temblar las bolsas de Nueva York y París. Y ambas cosas las había traído a Leibethra. El motivo de su retiro era muy parecido al de Guthmann: repugnancia por la mafia científica. Pero éste se había imaginado de modo muy distinto a este Orfeo.
Inseguro, Guthmann se inclinó hacia Helena que se había sentado a su lado:
– Si os he entendido bien, éste es el profesor…
– Arthur Seward -lo cortó Helena-, Berkeley, California. Pero no hablamos de nuestro pasado, a no ser por voluntad propia. Éste es uno de los motivos por los que cada cual lleva un nombre de la orden.