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– ¿Y cómo debe uno imaginarse tal manejo?

– A corto plazo, mediante drogas, mezclándolas con agua o con abono químico. A largo plazo, mediante la manipulación genética.

4

Helena fascinaba al profesor de un modo extraordinario. Su actitud seca, masculina, ejercía en él una curiosa excitación. Detrás de las finas gafas negras se ocultaban unos ojos grandes y oscuros, y él no estaba seguro si el motivo de llevar estas gafas radicaba en la miopía o en la necesidad de privar a los demás de la mirada directa de esos ojos maravillosos, de la misma manera que la ropa interior no sirve para calentar, sino para cubrir la provocación.

Como si adivinase sus pensamientos, Helena preguntó sin mirar a Guthmann:

– ¿En qué pensáis?

– Oh, yo… estoy fascinado -balbució Guthmann, vacilante-. No sé si podré continuar aquí con mis humildes conocimientos. ¿A quién interesan los viejos manuscritos coptos?

– No os engañéis -objetó Helena-, cada uno de los que veis sentados a la mesa no entiende prácticamente nada de lo que está haciendo el otro; pero para el otro su trabajo es un libro con siete sellos. Conjuntamente somos, sin embargo, el cerebro universal de la humanidad.

Helena señaló con el dedo hacia delante, donde la larga mesa quedaba cortada por el travesaño de la gran T.

– Ved los dos de la primera fila. El de la derecha está supeditado como yo a Heráclito. Se llama Timón, su nombre civil era doctor Marc Warrenton, procede de Oxford y es el mejor especialista mundial de criptonesia.

– ¿Criptonesia?

– Criptonesia es la capacidad de recordar informaciones olvidadas. Esta capacidad llega a ser tal en algunas personas que están en trance hipnótico, que revelan hasta informaciones de vidas anteriores, lo que puede ser tomado como una prueba de la reencarnación. Con ayuda de un inglés, Timón descubrió cosas del antiguo Egipto que después fueron confirmadas mediante excavaciones arqueológicas. El joven que está sentado frente a él se llama Estraton, por otro nombre Claude Vail, que tiene dos doctorados y es el industrial más joven de Francia. Vino al mundo como niño prodigio, a los doce años terminó el bachillerato, a los dieciséis escribió su tesis doctoral en medicina, a los dieciocho dirigía el centro de investigación científica de Tolosa y se ocupaba sobre todo de la congelación de células seminales con nitrógeno líquido. Vino aquí porque al final debía enfrentarse a más problemas éticos que científicos. Hoy presume de que, si su técnica hubiera existido ya en el siglo primero, en cualquier momento podría engendrar un hijo de Séneca.

Guthmann escuchaba fascinado las palabras de Helena y progresivamente comprendía que Leibethra era un lugar de adictos, de adictos a la ciencia, que sólo conocían un pecado: la necedad. Sobre si este lugar era digno de veneración o de anatema, prefería no pronunciarse de momento, para ello estaba demasiado conmovido por los sucesos de su alrededor y por las palabras de Helena.

– Me imagino -reanudó Helena de nuevo- que os torturan muchas preguntas.

Guthmann agarró su vaso, tomó un trago largo de vino tinto e inclinó la cabeza en señal de asentimiento:

– Ciertamente. Por ejemplo me interesaría mucho saber, quiero decir, Leibethra cuesta mucho dinero, ¿quién hay detrás?, ¿quién financia todo esto? -Al decirlo miró a Helena de soslayo como si temiese haber ido demasiado lejos con su pregunta.

Pero ella sólo reía:

– Probablemente vos no teníais fortuna que aportar, ¿verdad?

– Me temo que no -respondió Guthmann poniéndose la mano sobre el pecho-. Un profesor de coptología no es precisamente un Creso.

– ¡Tampoco es necesario! Debéis saber que los que abandonan o se retiran de la vida burguesa raras veces pasan hambre. Lo hacen porque están hartos. Orfeo es rico, inmensamente rico, Philon procede de una familia de grandes terratenientes sudamericanos, Hegesias es dueño de la mitad de la empresa de alquiler de automóviles mayor del mundo, Hermes posee pozos de petróleo en Nigeria, y cada uno ha traído aquí su fortuna. No, en Leibethra no se habla nunca de dinero.

El ambiente en la sala era cada vez más animado. La gente se cambiaba de sitio y debatía en pequeños grupos. Un paraíso para filósofos.

– ¿Queríais decir algo?

Guthmann sonrió. Evidentemente era incapaz de sentir una emoción que la mujer no leyese en su cara.

– Pensaba sólo -respondió excusándose- que Leibethra es un paraíso para filósofos.

Helena calló, pero por su silencio supo Guthmann que había dicho algo inconveniente, algo que ella no compartía. Helena agarró su vaso y lo vació de un trago, como si quisiera darse valor. Finalmente se levantó y se fue, sin decir palabra, atravesando la sala hasta uno de los huecos de ventana excavados en el grueso muro, tan grandes, que cabía un banco de madera. Miraba fijamente por la ventana afuera, a la noche.

Guthmann la había observado desconcertado; no sabía qué había pasado, y por esto siguió a su interlocutora hasta la ventana y manifestó disculpándose:

– ¿He dicho algo inconveniente?

– No, no -interrumpió Helena-, Leibethra sería realmente un paraíso para filósofos, si aquí no hubiera filósofos.

– ¡Vaya! -dijo Guthmann-, que lo entienda quien quiera, yo no lo entiendo.

Helena buscaba evasivas.

– No puedo hablar de ello -dijo con amargura-, y mucho menos a uno nuevo.

Guthmann no se explicaba esa perturbación, pero supo incitarla con su silencio, de modo que ella de pronto se puso a hablar.

5

Mientras sus ojos observaban la sala con inquietud, Helena opinaba que la bella apariencia era un espejismo. Dicho más exactamente, que cada uno era casi un enemigo para el otro. Que en Leibethra, donde debía reinar la sabiduría, reinaba realmente la inmoralidad, la negación de todos los valores morales, poniendo el conocimiento por encima del bien y del mal. Pues el saber era una droga. Que la admiración y la duda, orígenes de la filosofía, fueron degradados en Leibethra a atributos ridículos. Que lo que contaba aquí era el poder. Y saber es poder.

Hasta apenas un momento, Helena daba más bien la impresión de ser una mujer consciente, fuerte, casi altiva y fría, ahora de pronto hablaba el miedo a través de sus palabras, y este temor no parecía injustificado. Guthmann imaginó que ella buscaba ayuda en él y le preguntó discretamente si podía hacer algo por ella.

No obstante, con su pregunta Guthmann no cosechó sino incomprensión, en Leibethra nadie hace algo por otro, a menos que se lo encargue un superior. La jerarquía de Leibethra es rígida como la del Vaticano, y sólo existen dos alternativas: servir o abandonar. O despeñarse.

Guthmann no se atrevió a preguntar hasta qué grado de esta jerarquía había llegado Helena. Pensó en el nivel que le correspondería a él. De repente comprendió por qué Thales lo había martilleado tanto diciéndole que, una vez emprendido, no había camino de regreso y que el camino era pedregoso.

– Mirad a esos tres -dijo Helena dirigiendo los ojos a la izquierda, donde dos hombres y una mujer estaban junto a una columna hablando tranquilamente entre ellos. La mujer, de unos sesenta años y aparentemente muy dinámica, se destacaba por su pelo excesivamente corto y por una gran rata viva que llevaba sobre el hombro-. Se sienten como los dueños secretos de Leibethra. Son los tres investigadores del cáncer más importantes del mundo: Juliana dirigía el hospital Bethesda de Chicago hasta que, llevando encima una cogorza del dos por mil de alcohol en la sangre, envió al otro mundo a una anciana. Arístipo, el barbudo, procede de la Charité de Berlín, donde era odiado porque trabajaba para la Stasi [4]. Y Crates, un investigador italiano, abandonó la Universidad de Bolonia porque a causa de su juventud no le daban ninguna oportunidad, dígase: dinero para sus proyectos de investigación. La rata es el símbolo del éxito de Juliana. En ella consiguió por primera vez transformar células cancerosas en células normales, eso al menos asegura.

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[4] Stasi o Staatsicherheit = Seguridad del Estado, policía política de la ex República Democrática Alemana. (N. del T.)