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– Bueno -refunfuñó Losinski con un gesto impetuoso de la mano que debía de significar: ¡no tiene importancia!, y se acercó al cofrade-: Lo tengo a usted por tan inteligente como crítico.

– Este es el principio de nuestra orden. De lo contrario yo no sería miembro de la Societatis Jesu.

– Ahora bien -Losinski hizo una pausa. Se pasó la mano por la cabeza y veíase cuánto se esforzaba por hallar las palabras adecuadas. Finalmente preguntó-: ¿Qué ocurre con su fe, hermano, entiéndame, no con la fe en el Altísimo, quiero decir, cuál es su postura ante la autoridad de la Madre Iglesia, ante sus dogmas de fide divina et catholica, el Privilegium Paulinum o el celibato?

La pregunta cogió desprevenido a Kessler, que no sabía a ciencia cierta qué contestar. Losinski era un tipo astuto, debía creérselo capaz de cualquier infamia. Así que respondió con prudencia, casi dogmáticamente:

– Las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia están sometidas a diversos grados de certeza dogmática. De divina fide es una verdad revelada por Dios, que está por encima de cualquier duda, el grado de certeza de fide divina et catholica prevé que se asegure el carácter revelado de una verdad y que éste se enseñe también sin reservas; de fide definita por el contrario es el más débil, es el carácter de certeza definido por el Papa ex cathedra. Si se refiere a ello, el dogma de la infalibilidad del Papa se apoya en el hecho de que el Concilio Vaticano I fue legal. Respecto al Privilegium Paulinum, me lo pone fácil. Le remito a la primera carta de Pablo a los corintios. De ahí deriva la Iglesia la norma canónica, según la cual un matrimonio válido entre no bautizados puede anularse si uno de los cónyuges se convierte al catolicismo y contrae nuevo matrimonio con un católico. De la misma carta a los corintios adquiere el celibato su fundamento bíblico. Pablo habla de la preocupación del soltero por las cosas del Señor, mientras que el casado se halla dividido.

Como si le doliese la respuesta, la cara de Losinski cambió en una mueca. Durante un rato no dijo palabra, de modo que Kessler pensaba qué habría dicho de malo; luego el polaco lo riñó enfadado diciéndole que no necesitaba clases particulares sobre la doctrina de la Iglesia. Que ya se la había tragado en una época en que él, Kessler, todavía cagaba en los pañales, por la Santísima Trinidad, así se expresó.

A pesar de su rabia evidente, Losinski pagó la consumición de ambos, pero esta noche no halló una palabra amable para Kessler. En silencio ambos tomaron el camino del convento de San Ignacio.

¿Qué había hecho de malo? Por mucho que lo pensaba, Kessler no halló ninguna explicación al comportamiento de Losinski.

3

Al día siguiente, después del trabajo en el instituto, el joven habló al más viejo: tenía que decirle en qué y con qué lo había ofendido, le pedía perdón por adelantado.

¿Ofendido? Ésta no es, dijo Losinski, la palabra adecuada. Más bien lo había defraudado. Al fin y al cabo, no le había preguntado por la doctrina de la Iglesia, sino su opinión personal. No obstante, si ésta coincide con aquélla, entonces cualquier conversación entre ambos era una pérdida de tiempo y Manzoni, sin duda, un interlocutor agradecido.

Éste era pues el motivo del silencio incomprensible de Losinski. Ahora bien, si él se manifestaba, Kessler no necesitaría esconderse más tiempo, y éste respondió que no había duda sobre por qué partido se inclinaba, él respetaba a Manzoni por su cargo de profeso, pero él, Losinski, era superior al otro en inteligencia y en espíritu crítico, y por ello debía ser para cada cofrade un ejemplo, incluso en su actitud de rechazo frente a la Iglesia de funcionarios.

Las palabras de Kessler hicieron brillar los ojos de Losinski. Se había equivocado agradablemente con este muchacho. Kessler sabía guardar exquisitamente para sí su propia opinión -y con ello se diferenciaba fundamentalmente de él mismo-, cosa que distingue a las personas realmente inteligentes. Si había un cofrade útil para su movimiento, éste era Kessler.

Para convencer a un hombre como Kessler de que su vida hasta el momento estaba determinada por el error, no necesitaba palabras altisonantes, sino hechos irrefutables, y por ello Losinski decidió conducir al cofrade alemán por la misma senda que lo había convertido a él, Stepan Losinski, de Paulo a Saulo.

Primero fue con Kessler al antiguo foro romano y no se mostró dispuesto ni siquiera a hacer una alusión sobre el nexo que este lugar tenía con el quinto evangelio. El sol estaba bajo y calentaba el frío de la tarde. En el punto más alto de la Via Sacra, allí donde un arco de triunfo propaga los hechos gloriosos del emperador Tito, Losinski se detuvo y dijo:

– No sé cuáles serán sus conocimientos de historia romana, hermano, pero si le explico cosas que ya sabe, dígamelo.

Kessler asintió.

– Este arco -continuó Losinski- fue construido en el año 81 por el emperador Domiciano en memoria de su hermano Tito. Según la opinión generalizada de los expertos, esta construcción ensalza la victoria del emperador Tito sobre los judíos en el año 70. Pero esto es sólo una verdad a medias.

– ¿Una verdad a medias?

– Los relieves en el interior del arco muestran al emperador con una cuadriga y una diosa de la victoria, que sostiene una corona sobre su cabeza. En la parte opuesta, unos legionarios romanos transportan los objetos del botín del Templo de Jerusalén, el candelabro de siete brazos y trompetas plateadas. Los relieves indican no sólo el triunfo de los romanos sobre los judíos, sino que también glorifican el triunfo romano sobre la religión judía. Creo que no le cuento nada nuevo.

– No -replicó Kessler-. ¡Si sólo supiera a dónde quiere llegar!

Losinski rió irónico. Se regocijaba con la inquieta curiosidad del cofrade, finalmente lo cogió del brazo y lo condujo alrededor del arco de triunfo. En la parte que mira al Coliseo señaló otro relieve:

– Igualmente escenas de la marcha triunfal de Tito. Pero ahora fíjese, hermano en Cristo. -Losinski empujó a Kessler hacia la parte opuesta-: ¿Qué ve?

– Nada. Piedra erosionada. Incluso se podría sospechar que estas piedras fueron colocadas más tarde en este lugar.

– Buena observación -gritó Losinski y golpeó el muro con la mano-. De hecho es así.

– De acuerdo -replicó Kessler-, pero yo no comprendo qué relación pueda tener esto con nuestro problema.

Losinski tomó aparte a Kessler y le invitó a sentarse en los escalones del templo de Júpiter Stator, distante a menos de un tiro de piedra, luego sacó una fotografía de la cartera y de pronto recordó Kessler que cuando allanó la celda del polaco vio numerosas vistas del arco de Tito. La fotografía mostraba un relieve, no distinto del que había en el interior del arco triunfal. Representaba legionarios romanos que transportaban a Roma toda clase de objetos del botín.

– No lo entiendo -dijo Kessler y quería devolver la fotografía.

Sin embargo Losinski la rechazó y empezó a explicar:

– Al iniciar mi trabajo con el pergamino, yo buscaba material comparativo en los escritos apócrifos y Manzoni me consiguió el permiso para indagar en el archivo secreto del Vaticano y fotocopiar texto de pergaminos de la misma época. El esfuerzo era por lo demás poco útil; sobre todo exigía mucho tiempo, porque ni siquiera los scrittori, guardianes de estos secretos, están enterados de ellos. Me pasé días y noches en el archivo y vi con mis propios ojos cosas que un hombre piadoso ni tan sólo se atreve a imaginar. La vida de una sola persona es demasiado breve para echar un vistazo, y mucho menos leer, a todo lo que se guarda allí, y me asaltó la idea de si una Iglesia que tanto tiene que esconder puede ser la Iglesia de la verdad como siempre se las da de serlo.