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Como exorcizado, Kessler estaba pendiente de los labios de Losinski. Vio cómo dejaron de moverse, cómo su boca se torció en una mueca y un torrente de sangre salía de su lengua, cómo lentamente giraba sus ojos al cielo y, sin un sonido, doblaba sus rodillas como en una película en cámara lenta. Al mismo tiempo sintió Kessler un dolor agudo en el brazo derecho.

Sólo ahora penetraba en sus oídos el ruido producido por un fusil automático. Provenía de la Via Consolazione, situada más arriba, donde él, tambaleándose, observó una motocicleta ocupada por dos hombres y una refulgente boca de fuego. Luego quedó inconsciente.

6

Cuando Kessler, sentado y apoyado a una pared, volvió en sí, unos auxiliares sanitarios intentaban colocarle una venda en el brazo. Uno de ellos, un joven de pelo corto, dijo que había tenido suerte de haber sobrevivido, a aquel de allí -y en esto señaló a Losinski que permanecía inerte en el suelo- le han dado de lleno. Un tiro en la nuca.

Sólo horas más tarde comprendió Kessler lo que este día había sucedido en el Forum Romanum y que Losinski había sido víctima de un atentado, y se preguntaba una y otra vez: ¿fue intencionado o casual que él sobreviviera?

Como siempre que la policía italiana anda a ciegas fue hallado en seguida un culpable. Detrás, se dijo, estaba la mafia y Kessler tuvo que someterse a interminables interrogatorios, en los que su condición clerical no le sirvió de ayuda, pues, como se sabe, no pocas veces la sotana sirve de camuflaje a la delincuencia organizada. Cuando finalmente se comprobó la identidad eclesiástica de Kessler y el doctor Stepan Losinski fue enterrado en el cementerio de los jesuitas, empezaron de nuevo los interrogatorios, porque un funcionario de instrucción experto en lenguaje y escritura había constatado una sospechosa igualdad de nombre entre Kessler y un Capo di tutti Capi, es decir, un jefe de jefes llamado Bobby Cesslero, que era buscado desde hacía tres años mediante requisitorias sin que la policía poseyera una foto de él. Cesslero, apodado «il Naso» («el Narices»), dejó desde Italia pasando por Francia hasta América un rastro de aromas detrás de él, puesto que falsificaba los perfumes más caros del mundo y los vendía en cantidades industriales; pero qué aspecto tenía Cesslero, nadie lo sabía.

Por ello pasaron dos semanas largas hasta que pudiera descartarse esta sospecha y Kessler se viera en condiciones de reanudar su trabajo. Pero Kessler ya era otro. El atentado, del cual sólo le había quedado una cicatriz de cuatro centímetros en el brazo, lo había cambiado a él y a su forma de pensar. Más de una vez se sorprendía pensando como posiblemente hubiera pensado Losinski, combinando nexos como Losinski los pudiera haber combinado; sí, incluso notó, para sobresalto suyo, que sonreía irónicamente como Losinski cuando se discutían partes de texto del pergamino.

Naturalmente Kessler se preguntaba (una débil formulación para interminables noches de insomnio) quién pudo haber tenido interés de eliminar a Losinski, a él o a ambos, y entonces se descubría a sí mismo como cómplice, como a uno que, para determinada gente, sabía demasiado, aunque sólo conocía aún media verdad. En una de estas noches de insomnio en la celda del convento, sacó su chaqueta y una vez más examinó el jirón parduzco en la parte de arriba de la manga derecha, desgarrado por el disparo, y una vez más le vino la idea de que debió ser un azar del destino haber sobrevivido. En todo caso no era intención de los autores del atentado, pensaba él, y de ello infería Kessler que debía andar con mucho cuidado…, un segundo intento no fallaría.

Kessler debía suponer que aquellos que pretendían atentar contra su vida sospechaban que había sido iniciado en el secreto por Losinski. ¿Quizás el conocimiento de toda la verdad no le habría proporcionado ni un minuto más de tranquilidad? Kessler vivía atormentado por las dudas de lo que podía haber sucedido en las citas secretas del Campo dei Fiori. El creía firmemente ahora que de ningún modo Losinski había cometido un pecado contra el sexto mandamiento en aquel edificio, como sospechaba antes, sino que más bien sus escapadas nocturnas a aquel barrio tan poco elegante estaban relacionadas con esta historia.

Y mientras reflexionaba esto y acariciaba la manga desgarrada de la chaqueta, su mano percibió algo en el bolsillo interior de la americana… la fotografía de Losinski, doblada y plegada. Uno de los auxiliares sanitarios, en el Foro, probablemente se la metió en el bolsillo creyendo que era suya. Aunque la fotografía estaba arrugada como un bolso de la compra, se podían reconocer los detalles y Kessler empezó instintivamente a escribir uno debajo de otro en una hoja los símbolos del botín de guerra, primero en su lengua materna, luego al lado en latín.

Éste fue aproximadamente el resultado:

Jofaina Balnea

Cordero Agnus

Rama Ramus

Alce Alces

Estandarte Bellicum

Yunta Bigae

Pato Anas

Espiga Spica

Luego leyó las iniciales de las palabras latinas: BARABBAS.

– ¡Gran Dios! -se le escapó a Kessler. Con este nombre se topó precisamente en un fragmento del texto del quinto evangelio: ¡Barabbas! Por la Santísima Trinidad, ¿qué misterio se ocultaba detrás de este nombre?

7

Al día siguiente en la Gregoriana, Kessler sólo estaba concentrado a medias en su trabajo. Desde el atentado parecía distraído; aun cuando no quería admitirlo, tenía miedo.

Manzoni parecía cambiado desde la muerte de Losinski. Cierto que nunca le había gustado el polaco, pero la moral cristiana imponía hablar de él con un sentimiento de compasión; sin embargo Manzoni veía en el asesinato de Losinski más bien un problema de organización relativo a la tarea del pergamino copto.

A Kessler le pareció que Manzoni le había entregado con toda intención un fragmento que casi no daba oportunidad de trabajarlo debido a su estado defectuoso. No más grande que la palma de la mano, tenía tantos agujeros como un pedazo de tela apolillada. Ni una palabra se unía a la otra… una empresa inútil.

Varias veces al día se encontraban las miradas de ambos hombres, sin que ninguno dijera una palabra. Parecía como si hubiesen aceptado en silencio su enemistad. Y mientras Kessler se contemplaba las manos, pensaba cómo podría coger a Manzoni. Manzoni, cuyo principal cometido era pasearse entre las hileras de traductores como un maestro de escuela y discutir aquí y allá sobre algún pasaje del texto, reflejaba, cada vez que pasaba junto a Kessler, cierta alegría maliciosa en sus ojos, que no podía pasar inadvertida a los demás y a él le irritaba hasta en la sangre.

Y de repente -no había querido pero sin duda era una manifestación de su furor-, Kessler gritó por encima de dos o tres mesas a Manzoni:

– Diga, professore, ¿quién es realmente este Barabbas?

En la sala se hizo un silencio de muerte. Todos los ojos se dirigieron a Manzoni, quien, como si quisiera abalanzarse sobre el desvergonzado gritón, fue rápidamente con la cabeza roja al encuentro de Kessler, se inclinó y desconcertado miró fijamente el agujereado trozo de pergamino. La pregunta pendía en la sala como una frase blasfema de Karl Marx, aunque Kessler sólo había hecho una pregunta.

Primero examinó Manzoni el pergamino, luego la expresión de la cara de Kessler, finalmente le ordenó:

– ¡Muéstreme el pasaje! ¿Dónde se ha tropezado con Barabbas?

Kessler reía irónicamente porque notaba que había tenido éxito con su provocación y por ello retrasaba la respuesta. En esto comprendió que Manzoni debía conocer al menos tan bien el texto que tenía ante sí, que le sorprendió la alusión al nombre. Kessler se enfureció: ¿para qué entonces tenía que esforzarse con este fragmento?