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El interrogatorio en el segundo piso del edificio situado en la piazza del Sant'Uffizio convenía a la Inquisición, como cada encuentro secreto de más de dos purpurados en el Vaticano. Berlinger había convocado, bajo secreto papal, a media docena de dignatarios que se ocupaban del quinto evangelio (secreto que siempre se decreta en casos especialmente explosivos, como el caso de una monja del círculo inmediato de Su Santidad que, presa de éxtasis religioso, se recogía las faldas y comenzaba a elevarse libremente del suelo, un caso para los exorcistas, porque, como dicen los científicos naturalistas, es contra natura y por consiguiente producido por los demonios).

Detrás de una mesa larga y estrecha estaban sentados los tres monsignori, el cardenal secretario de Estado Felici, el presidente del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica cardenal Agostini, el director del archivo secreto papal monsignore della Croce, el director del Santo Oficio cardenal Berlinger, monsignore Pasquale, secretario privado de Su Santidad, el profesor Manzoni de la Universidad papal, Vilosevic, director de la oficina de prensa del Vaticano, y un prelado que dirigía el protocolo. Sobre la mesa había dos cirios largos y delgados encendidos. En frente había tomado asiento el acusado. Como en todas las salas de la administración vaticana olía, por motivos incomprensibles, a encerado.

Tras la llamada al Espíritu Santo, que precede cada actuación del Santo Oficio, comenzó Berlinger con voz aguda y cortante:

– ¡Diga su nombre!

– Mi nombre es profesor doctor Werner Guthmann.

– ¿Alemán?

– Sí. Soy profesor de coptología.

Murmullo entre los purpurados.

– ¡No lo hice por propia voluntad! -protestó Guthmann.

Berlinger extendió el dedo índice señalando al acusado:

– ¡Hable sólo cuando se le pregunte! ¿Qué buscaba en el archivo secreto del Papa?

– ¡Una prueba!

– Una prueba ¿de qué?

– Una prueba de que la Iglesia conocía el evangelio de Barabbas desde hace siglos.

Los cardenales, monsignori y padres mostraron evidente inquietud, se movían en sus sillas como mártires sobre las brasas ardientes. Berlinger echó a Felici una mirada furtiva, como si quisiera decir: ¿no lo supuse? No somos los únicos que conocemos el quinto evangelio. Luego preguntó a Guthmann:

– ¿Así usted cree saber que en el archivo secreto del Papa se guarda un quinto evangelio que la Iglesia mantiene bajo llave?

Guthmann se encogió de hombros:

– Esto se sospecha; cierto es sólo que en el archivo secreto se guarda una prueba.

Monsignore della Croce, director del archivo secreto, se inclinó intrigado sobre la mesa y dijo inquiriendo:

– Se le ha encontrado una cámara, pero el carrete estaba vacío.

– Sí -respondió Guthmann-, a quienes me hicieron el encargo les habría bastado con obtener una fotografía de la prueba.

– ¿Y en qué consiste la prueba?

– En un relieve del arco de Tito, que, cuando se reconoció su importancia, fue retirado por el papa Pío VIL

Manzoni se inclinó hacia Berlinger y le susurró algo que los demás no entendieron. Luego continuó:

– Díganos quiénes son sus inspiradores. ¡Y no se atreva a mentir!

– ¡No lo hice por propia voluntad! -repitió Guthmann-.

Me drogaron para hacerme dócil. Una mujer, Helena, fue su instrumento sin querer. Amenazaron con matarme si revelaba una sola palabra sobre quiénes me habían mandado. -Guthmann se levantó de un brinco-: Confesaré toda la verdad, pero, se lo ruego, protéjanme. El Vaticano es el único lugar del mundo en el que puede sentirse seguro alguien que haya fallado a los ojos de los órficos.

– ¿Órficos, dijo usted? -preguntó Felici.

Guthmann asintió impetuosamente.

– Los órficos son una orden secreta que se ha propuesto como meta dominar el mundo y su primer objetivo es eliminar a la Iglesia…

– Gracias, gracias, profesor -frenó Felici al acusado-, ya lo sabemos.

Guthmann miró interrogativo al cardenal, pero Berlinger se adelantó a Felici en su respuesta.

– ¿Acaso creía que se enfrentaba con débiles mentales en el Vaticano?

Los demás sonrieron con sapiencia y orgullo. Sólo Manzoni se quedó serio, estaba lívido.

– Hacía tiempo que yo lo sospechaba -observó en el largo silencio-, con Losinski teníamos un infiltrado. -Luego dirigiéndose a Guthmann-: ¿Usted conocía al padre Losinski, el jesuita polaco?

– ¿Losinski? -Guthmann intentaba recordar-: No conozco a ningún Losinski y mucho menos jesuita; pero no quiere decir nada. Yo llevaba poco tiempo viviendo con los órficos.

– Esto es una constatación sorprendente -replicó Berlinger, mientras guiñaba los ojos de manera que sólo quedaba una raya-, si tenemos en cuenta la responsabilidad que supone la misión que le confiaron.

– Lo sé. Pero yo sólo era un tapagujeros, si se quiere, pues el hombre que originariamente debía realizar esta misión dio la espalda a la orden y esto es pena de muerte a los ojos de los órficos. Oí que había muerto de un infarto en un manicomio de París. Pero no lo creo. Sé que los hombres con nombres mitológicos pisan cadáveres y sin duda yo mismo figuro en su lista macabra.

Felici intervino:

– ¿Cómo se llamaba el hombre?

– Vossius. Era profesor de literatura comparada e indirectamente a través de los diarios de Miguel Ángel se encontró con el secreto de Barabbas.

– ¿Y existen otros miembros de la orden que se ocupen del quinto evangelio?

– ¡Cómo puedo saberlo! -respondió Guthmann-. Es una norma de los órficos que ninguno sepa en qué trabaja el otro. Esto fomenta el estímulo, créanlo. Cada uno debe sentirse controlado por el otro, un sistema diabólico de personas diabólicas.

– Una cosa no tengo clara -objetó Felici-. Si los órficos persiguen el objetivo de destruir a nuestra Santa Madre Iglesia y si conocen el quinto evangelio mejor que nosotros, los hombres de la curia, ¿por qué hasta ahora no han hecho ningún uso de ello?

– Se lo diré, señor cardenal. Existe una razón concluyente para ello.

Berlinger se impacientó:

– ¡Hable ya de una vez, en nombre de Dios!

– En el pergamino cuyos fragmentos fueron dispersados por todo el mundo, existe un solo pasaje en el que el evangelista revela su identidad. Y precisamente esta parte no está en poder de los órficos.

– ¡Deo gratias! -exclamó entre dientes monsignore della Croce, una observación impropia de él, según le pareció a Berlinger, pues demostraba que el director del archivo secreto del Papa no tenía idea del asunto. Berlinger levantó sus delgadas cejas, echó una mirada despreciativa al monsignore y susurró:

– ¡Si tacuisses! -una forma de hablar nada extraña en la curia, a pesar de su origen pagano. Luego dijo dirigiéndose a Guthmann-: Pero los órficos saben dónde se encuentra este documento y no han cesado en sus intentos por obtenerlo.

– Así es, señor cardenal -respondió Guthmann.

– ¿Y con éxito?

Guthmann miraba al suelo. Sentía conjuntamente las miradas de los cardenales y de los monsignori. En la amplia sala desnuda reinaba un silencio expectante, cuando respondió:

– Lo siento, pero no estoy en condiciones de decirlo. El original se hallaba en posesión de una alemana que probablemente intentaba sacar el mayor dinero posible. Ni siquiera conocía el contenido del pergamino; pero cuanta más gente se interesaba por él, tanto más obstinada se volvía ella. Últimamente me la encontré en la fortaleza de la orden de los órficos, donde pretendía estar enterada de todo, del quinto evangelio, de Barabbas, de todo.

– ¿Lo cree posible? -preguntó Berlinger, inquieto.

– No puedo imaginármelo. ¿De dónde habría sacado ella esta información?

– ¿Su nombre?