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– Anne von Seydlitz.

5

Guthmann fue conducido a una sala alejada, una especie de archivo, en la que se apilaban miles de actas sobre asuntos contrarios a la doctrina católica: procesos contra la transgresión y desprecio de los mandamientos de la Iglesia, herejías, blasfemias e intentos de reforma desautorizados, que fueron perseguidos con la proscripción o la excomunión como el movimiento de los cataros y los valdenses. Guthmann era vigilado por dos guardias suizos, aunque ni en sueños pensaba escapar.

Mientras tanto, la Congregación del Santo Oficio deliberaba sobre lo que debía ocurrir a partir de esta nueva situación y sobre ello defendían los señores cardenales y monsignori las opiniones más dispares, que, como también todo el interrogatorio, fueron recogidas ex officio en el protocolo y cada uno hablaba según su particular entender.

Para Felici, el viejo, había llegado el fin de la Iglesia, sin esperanza. Comparó Roma con la meretriz de Babilonia y citó el Apocalipsis de San Juan, donde el ángel con voz potente grita: «Cayó, cayó la gran ciudad. Quedó transformada en guarida de demonios, en asilo de toda clase de espíritus impuros, en refugio de aves impuras y asquerosas». Ya no veía ninguna oportunidad para la Santa Madre Iglesia.

El cardenal Agostini, el juez supremo de la curia, no quiso adherirse en absoluto a esta opinión. La Iglesia, arguyó con razón, superó crisis mucho mayores que ésta. Contestó a la Reforma del doctor Lutero con una Contrarreforma y superó épocas en que dos papas en sedes distintas combatían por el poder y cada uno inculpaba al otro de ser el diablo. ¿Por qué no debía superar esta crisis?

El cardenal Berlinger se mostró de acuerdo con él, con la salvedad de que la curia no debía dejar que pasaran libremente las cosas y esperar lo que se avecina. Sino que debía tomar más bien la iniciativa y luchar por su continuidad, es decir, debía intentar por todos los medios apoderarse del fragmento herético de pergamino.

Frente a él, el director del archivo secreto, monsignore della Croce, dio en pensar si el texto del quinto evangelio que ya se encontraba en circulación no era ya lo bastante destructivo para la doctrina de la Santa Madre Iglesia, de modo que cualquier esfuerzo estaría desde un principio condenado al fracaso.

Sólo uno se reservó la opinión y guardó obstinado silencio: el profesor Manzoni de la Gregoriana. Tenía la vista fija en la reluciente mesa y parecía estar muy lejos con sus pensamientos.

A la pregunta de Berlinger sobre si Su Santidad estaba informado con toda amplitud y cómo encaraba el problema, monsignore Pasquale dio a entender que Su Santidad había recibido las informaciones por boca del cardenal secretario de Estado con gran consternación y con idéntica humildad, lo que debido a su salud delicada era muy preocupante. Su Santidad desde hacía bastante tiempo se negaba a tomar alimento y su médico personal procedió a la alimentación artificial a través de transfusiones. Habla raras veces y, cuando lo hace, habla bajito, como pudieron comprobar los señores por sí mismos en los últimos días. Su estado psíquico debe ser calificado de depresivo. En este estado depresivo Su Santidad ha decidido convocar un concilio…

Vilosevic tosió nervioso.

Berlinger se levantó de un brinco. Miraba fijamente a Pasquale como si hubiera revelado una confidencia terrible, luego se dirigió al cardenal secretario de Estado y preguntó en voz baja:

– Eminencia, ¿lo sabía usted?

Felici asintió mudo y miró confuso a un lado.

Entonces Berlinger empezó a echar pestes y su voz desagradable resonaba estridente en la sala:

– Supongo que ya lo saben todos, los vigilantes de los museos vaticanos, los sacristanes de San Pedro y los alumnos de prácticas del Osservatore Romano, sólo el director del Santo Oficio lo ignora.

– Todavía no es oficial en absoluto -intentó Felici apaciguar al cardenal-, yo mismo me enteré solamente en una charla confidencial con el Santo Padre.

6

Berlinger se repantigó sobre la silla, apoyó el codo derecho sobre la mesa y apretó el puño cerrado contra la frente. En su cerebro estaba todo revuelto, sin embargo el sentimiento dominante era furor. Había esperado que en una situación como ésta, que caía directamente bajo su jurisdicción, hubiese sido informado el primero del propósito del Papa, él y no el cardenal secretario de Estado.

Durante varios minutos flamearon sus pensamientos en torno a este problema y tampoco los demás presentes se atrevieron a molestar la dolorosa ira de Berlinger. Finalmente éste interrumpió el silencio paralizante, después de haberse restregado los ojos con el pulpejo de la mano derecha:

– ¿Y cuál es el objetivo de este concilio? -Miró a Felici, exigente, como si quisiera decir: tú conoces la respuesta, seguro que Su Santidad te ha hablado de ello.

Felici miró inseguro a su alrededor por si alguien le podía quitar de encima la respuesta, pero nadie reaccionó, de modo que el cardenal contestó:

– No se habló de ello; pero si Su Santidad a tenor de la situación ha convocado un concilio, entonces… -Se atragantó.

– ¿Entonces? -enganchó Berlinger. Todos los ojos estaban dirigidos a Felici.

– Entonces sólo puede tratarse de un concilio que tenga por objetivo la disolución de la Santa Madre Iglesia.

– Miserere nobis.

– ¡Luzifer!

– ¡Penitentiam agite!

– ¡Fuge!, ¡idiota!

– ¡Hereje!

– ¡Dios se apiade de nosotros, pobres pecadores!

Como una jaula llena de locos vociferaban cardenales y monsignori revueltos, no reconocían, en vista del amenazador final, ni amigo ni enemigo, sólo gritaban y reñían unos contra otros de modo obsceno, sin motivo aparente.

El motivo quedaba oculto en sus almas y en su entendimiento, que sencillamente no estaba preparado para esta confidencia y las consecuencias que cabía esperar. Su mundo, en el que ocupaban lugares privilegiados, amenazaba con derrumbarse. Ni siquiera un santo estaría a la altura de una tal situación, mucho menos un monsignore.

Poco a poco fue calmándose el griterío, que más parecía de una taberna en el Trastevere que del Santo Oficio y uno tras otro entraron de nuevo en razón. Se avergonzaban frente a ellos mismos y nadie se atrevía a reanudar el diálogo, aunque habría habido mucho que decir en vista de la derrota. Pero cuando los tiempos eran malos para la Iglesia, siempre hubo en el Vaticano más enemigos que servidores de Dios.

– Tal vez -empezó uno de los monsignori del séquito de Berlinger-, tal vez el Señor nos envió esta prueba, tal vez lo quiso así, igual que fuera traicionado en el huerto de Getsemaní. Tal vez quiere castigarnos por nuestro orgullo.

El cardenal le cortó la palabra:

– ¡Qué va, orgullo! Tonterías. Yo no conozco el orgullo, ni Felici, ni Agostini.

El monsignore meneaba la cabeza.

– No me refiero al orgullo individual, pienso en la altanería de la institución. Nuestra Santa Madre Iglesia habla desde siempre con una omnipotencia que infunde miedo al cristiano devoto. ¿No nos enseñó humildad el Señor? La palabra poder no salió ni una sola vez de sus labios.

En los demás las palabras sencillas del monsignore impulsaron a la reflexión. Sólo Berlinger, que, resignado, acababa de echarse sobre la oscura mesa como un borracho, se irguió y tomó una postura amenazante:

– Sabe usted, hermano en Cristo -acotó con voz de falsete en un tono despectivo-, una observación como ésta puede hacer que su caso sea tratado ante la Congregación.

Entonces el monsignore alzó la voz y el agitado murmullo que su réplica levantó permitía sospechar que jamás en la vida había hablado con un cardenal en ese tono.

– Señor cardenal -dijo-, parece no haber comprendido todavía que ha pasado el tiempo en que los que pensaban de otro modo eran quemados en la hoguera. Tendrá que aceptar en el futuro otras ideas distintas de la suya.