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– Monsieur -dijo cortésmente-, espero no haberle robado demasiado de su valioso tiempo. Le agradezco mucho su ayuda.

– ¡Pero se lo ruego, madame! -Déruchette se esforzó seriamente por aparentar buenos modales-. Si de alguna manera puedo ayudarla en algo, llámeme. Por lo demás, tengo curiosidad personal por conocer el desenlace de su historia.

Delante del edificio de la editorial, rue Pierre-Charon 55, Anne von Seydlitz respiró profundamente. ¿Debía rendirse? No, pensó, esto empeoraría las cosas. En su incertidumbre nunca encontraría la paz. Sobre todo, pensaba, su vida no valía un céntimo, puesto que el falso Kleiber había desaparecido junto con el pergamino. Se le tendería una trampa y disimuladamente se la eliminaría como a Vossius y a todos los demás que conocían el secreto.

2

Tomó la decisión rápido. Al día siguiente Anne von Seydlitz viajó a Roma, donde se alojó en un pequeño hotel de la Via Cavour cerca de la Stazione Termini. Allí también se le confirmó que en el Campo dei Fiori había una Via Baullari, pero, advirtió el portero levantando el dedo índice, no es aconsejable para una señora decente dejarse ver por allí en hora tardía, y diciendo esto giró los ojos al cielo… vaya a saber lo que con ello quería indicar. De día, opinó, era sin embargo un lugar como cualquier otro.

Esta revelación permitió a Anne von Seydlitz echar primero una buena dormida.

En Roma estos días reinaba una gran agitación. Duraba desde el 25 de diciembre, desde que el cardenal Felici leyera en el pórtico de la basílica del Vaticano la bula Humanae salutis, con la que el Papa convocaba un concilio. En el transcurso del día unos prelados repitieron este acto en las tres principales basílicas de Roma. La curia había envuelto en silencio la fecha y, sobre todo, las causas del concilio, lo que dio pie a numerosas especulaciones.

La importancia que daba la curia a este concilio se desprendía de las informaciones de los periódicos, según las cuales su preparación se había confiado a 829 personas, entre ellas 60 cardenales, 5 patriarcas orientales, 120 arzobispos, 219 miembros del clero secular, 281 miembros de órdenes religiosas, de ellos 18 superiores generales.

Días antes, exactamente el viernes 2 de febrero, el Papa anunció la inauguración del concilio para el 11 de octubre.

Parecía enfermo y confuso, sin la sonrisa que antes le caracterizaba. Y cuando una semana más tarde se publicó el escrito papal Sacrae laudis, que exhortaba al clero a leer el breviario como oración expiatoria para el concilio, entonces llegaron los primeros periodistas para averiguar de primera fuente qué se podía esperar del próximo concilio. Sin embargo la curia callaba como las piedras del muro leonino.

Días más tarde, era un jueves, Anne dio al portero la dirección de «Via Baullari», rogándole que, si a última hora de la noche no había regresado, avisase a la policía. En el taxi fue por la via Nazionale hacia la piazza Venezia, donde el tráfico se colapsó emitiendo un concierto de bocinazos ensordecedor, siguió hacia el Corso Vittorio Emanuele, llamado sencillamente Corso por los romanos, hasta la altura del Palazzo Braschi. Allí, indicó el taxista, desembocaba la via Baullari en el Corso.

Después que Anne hubo cruzado el Corso (cruzar una calle principal constituye en Roma una aventura) giró en la Via Baullari y en seguida encontró el edificio de pisos número 33. Quién o qué esperaba encontrar aquí no lo sabía Anne von Seydlitz a ciencia cierta; pero no pensaba ceder por ello. Tal vez se aferraba a la esperanza de hallar aquí a Kleiber, el falso Kleiber, pues todavía no veía claro qué sentimiento era en ella más fuerte, la rabia contra él o la atracción por esta persona. En todo caso no se trataba de reconquistar el pergamino, Anne sólo quería claridad.

Nunca hubiera creído que, apretando el timbre de la puerta en el tercer piso del edificio de Via Baullari 33, los acontecimientos se precipitasen de tal modo que de pronto todas las vivencias desconcertantes y tenebrosas de los últimos meses se alinearían en una secuencia lógica. Sobre todo no hubiera creído nunca que la solución del asunto sería tan clara y sencilla.

El hombre que abrió la puerta era Donat.

– ¿Usted? -dijo él con un deje alargado de voz, aunque sin sobresaltarse por la aparición de Anne.

Por el contrario Anne von Seydlitz no emitió durante un rato ningún sonido. Sus pensamientos estaban tan fijos en Kleiber, el falso Kleiber, que necesitó un buen rato para recobrar la palabra.

– Debo confesar -dijo entonces- que no esperaba encontrarle a usted aquí.

Donat hizo un gesto con la mano en señal de disculpa y replicó:

– Siempre predije que un día aparecería usted por aquí, debido a su terquedad. ¡Lo sabía!

Anne miró a Donat, inquisitiva.

– Sabe usted -empezó a explicar Donat-, para conseguir nuestro propósito la hemos estado observando continuamente.

– ¿Nosotros? ¿Quiénes nosotros?

– En todo caso nosotros no somos la gente que usted sospecha que está detrás de todo esto. ¿Pero no quiere pasar?

3

Anne von Seydlitz entró y fue conducida a una sala sombría con una larga mesa de conferencias en el centro rodeada de una docena de sillas pasadas de moda. Dos ventanas altas daban a un patio interior, de modo que de todos modos no podía entrar mucha luz; pero aun así las celosías estaban bajadas. El parquet vetusto crujía de forma repelente y excepto la mesa y las sillas no había otro mobiliario, de modo que cada ruido en la sala semivacía iba acompañado de un pequeño eco.

– Le diré de antemano -empezó Donat después de haber tomado asiento- que el pergamino está en nuestro poder. Pero no tenga miedo, la indemnizaremos correctamente, por lo menos tan bien como lo habrían hecho los órficos.

Todo sonaba sobrio, casi comercial, y Donat hablaba con una amabilidad que no tenía nada en común con la tenebrosa confusión de antes. Como si hubiera adivinado sus pensamientos, dijo Donat de repente:

– Estábamos muy presionados y el pergamino es para nuestros amigos realmente de capital importancia. Cambiará el mundo, de ello estoy seguro, y por ello tuvimos que aplicar métodos extraordinarios para conseguirlo. Lo mismo hicieron también los otros.

– Perdone usted -interrumpió Anne, que seguía intranquila el discurso de Donat-, no entiendo una palabra de lo que dice. ¿Quiénes son propiamente todos los que andan detrás del pergamino?

Donat esbozó una sonrisa de suficiencia y contestó:

– Bueno, por un lado están los órficos, con los que tuvo usted una relación desagradable. Creo que sobre ellos no necesito perder ninguna palabra. Luego está un segundo grupo, que con gran despliegue se esforzó por apoderarse del pergamino. Son los jesuitas y agentes del Vaticano. Y luego existe un tercer grupo. Lucha en nombre de Alá, el Altísimo, contra los infieles y poseedores de escritos, como se dice en el Corán. Llegará el día en que todos los infieles desearán ser musulmanes.

Mientras Donat hablaba, la vista de Anne se posó en un disco redondo con caracteres árabes en la pared opuesta. Examinó críticamente a Donat, pues en su mente se levantó una sospecha. Aunque todo vibraba en ella, se esforzó por poner cara de póquer:

– De algún modo -dijo reservada- todo esto me parece grotesco. Cada grupo dice actuar en nombre del Altísimo y al mismo tiempo no retroceden ante el homicidio ni el asesinato.

– Permítame -objetó Donat-, ahí existe una gran diferencia. El dios de los órficos es el saber todopoderoso. El dios de los cristianos es un lacayo de la curia, es decir, los verdaderos dioses de la Iglesia son los señores prelados, monsignori y cardenales de la curia. Sólo hay un dios verdadero, que es Alá y Mahoma su profeta.