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Linda Howard

El Ángel De La Muerte

© 2008, Linda Howington

Título originaclass="underline" Death Angel

© De la traducción: Eva Carballeira

Para Logan Chance Wiemann, por todas las sonrisas,

Y para Susan Bailey, del Exchange Bank,

por haber respondido a todas mis preguntas

sobre transferencias electrónicas.

Capítulo 1

Nueva York

– Has hecho un trabajo excelente -le dijo Rafael Salinas al asesino, que se encontraba de pie en el otro extremo de la sala, al lado de la puerta.

O al hombre no le gustaba estar demasiado cerca de otros seres humanos, o no confiaba en Salinas y se estaba dando a sí mismo una oportunidad para escapar en caso de que la reunión se complicara -si ése era el caso, era inteligente-. La gente que no se fiaba de Salinas solía vivir más que la que confiaba en él. A Drea Rousseau, acurrucada al lado de Salinas, no le importaba lo que el asesino pensara mientras se mantuviese a cierta distancia.

Le ponía la piel de gallina la manera en que parecía no pestañear nunca. Lo había visto antes otra vez, y en aquella reunión había resultado obvio que no le gustaba su presencia. Había clavado su mirada fija e inexpresiva en ella durante tanto tiempo que había empezado a preguntarse si tenía por costumbre eliminar a la gente que podría identificarlo -no a la gente que le pagaba, por supuesto, o quizá incluso también a ellos una vez tuviera el dinero en sus manos, o en su cuenta, o comoquiera que los asesinos cobraran sus honorarios-. No tenía ni idea de su nombre ni quería saberlo, porque, aunque se supone que la verdad te hace libre, en este caso creía que ésta posiblemente podría resultar letal. Para ella, él era el asesino de Rafael, aunque en realidad no formaba parte del equipo habitual de Rafael; era independiente, cualquiera que pudiera permitírselo podía contratarlo. Por lo menos dos veces hasta el momento, que ella supiera, Rafael había asumido el precio.

Para evitar mirar hacia él y quizá encontrarse con esa mirada fija y turbadora de nuevo clavada en ella, se puso a examinar con desagrado el esmalte color magenta de las uñas de sus pies. Se las había pintado esa misma mañana, pensando que quedarían bien en contraste con el conjunto informal de seda color crema que llevaba puesto, pero los tonos púrpura resultaban demasiado chillones. Debería haber utilizado un tono porcelana, algo delicado y casi transparente acorde con el conjunto, en lugar de contrastar con él. En fin, de los errores se aprende.

Cuando el asesino no contestó, cuando no se apresuró a responder a Rafael que había sido un honor haber trabajado para él como solía hacer el resto, los dedos de Rafael tamborilearon con impaciencia en su muslo. Era un tic nervioso que tenía cuando no se sentía a gusto, un pequeño pero elocuente gesto, al menos para Drea. Ella había estudiado cuidadosamente cada uno de sus estados de ánimo, cada uno de sus hábitos. No estaba precisamente asustado, pero él tampoco se fiaba, lo que significaba que en la sala ya había dos hombres inteligentes.

– Me gustaría ofrecerte una prima -dijo Rafael-. Cien mil dólares más. ¿Qué te parece?

Drea no levantó la vista, aunque rápidamente procesó la oferta y lo que ésta significaba. Se tomaba muchas molestias para no demostrar nunca interés alguno en los negocios de Rafael y cuando ocasionalmente él le había consultado sobre asuntos muy puntuales pero importantes, ella había fingido que no entendía lo que él quería decir. Por eso Rafael no era tan cuidadoso delante de ella como lo hubiera sido de otro modo. Para él, ella no se interesaba por nada que no la afectase directamente, y en cierto modo era cierto, aunque no exactamente de la manera que Rafael creía. Él suponía que a ella le traía sin cuidado a quién había matado en su lugar el asesino, que sólo le interesaba lo que se ponía, cómo estaba su pelo y hacer que Rafael tuviera buen aspecto convirtiéndolo en alguien tan sexy y glamuroso como ella misma.

Se preocupaba principalmente por esto último; fomentar la buena opinión de los demás sobre Rafael haciendo que siempre mantuviera una forma de ser comunicativa y agradable. Drea examinó la tobillera de platino y diamantes que rodeaba su tobillo derecho, le gustaba la manera en que los diamantes colgantes brillaban a la luz del sol, la manera en que el platino resplandecía en contraste con su piel morena. La tobillera había sido uno de los regalos que Rafael le había hecho en uno de esos días en que estaba realmente contento por algo. Tenía la esperanza de que su satisfacción con el éxito del asesino lo pusiera de un humor igualmente propicio; no le importaría tener una pulsera a juego, aunque nunca lo había insinuado. Siempre tenía especial cuidado en no pedir nada a Rafael y en maravillarse ante todo lo que le regalaba, aunque fuera horrible, porque incluso las porquerías horribles se podían vender.

No se hacía ilusiones sobre la perpetuidad de su posición en la vida de Rafael. Ahora mismo se encontraba en la cresta de la ola, lo suficientemente madura para ser femenina, lo suficientemente joven para no tener que preocuparse por las canas o las arrugas. Pero dentro de un año o dos, ¿quién podía saberlo?

Rafael acabaría cansándose de ella y, para cuando lo hiciese, quería tener a su disposición un pequeño colchón económico propio, principalmente en forma de joyas. Drea Rousseau sabía lo que era ser pobre, y tenía la intención de no volver a serlo jamás. Había roto todos los lazos con la niña con la que había crecido, la basura blanca de Andie Butts [1], blanco de bromas maliciosas por su nombre, entre otras cosas, y se hizo de nuevo a sí misma transformándose en Andrea (pronunciado anDREIa, que le sonaba a francés) Rousseau (para que fuera acorde con la pronunciación más sofisticada).

– A ella -dijo el asesino-. La quiero a ella.

¿Quién era ella? Andrea alzó la vista con interés… y le dio un vuelco el corazón. El asesino la estaba mirando fijamente de aquella manera fría, sin pestañear, que ella recordaba. El miedo le sobrevino como un maremoto; ella era la ella a la que él se refería. No había más mujeres en la habitación, no se podía referir a nadie más. Gélidos pinchazos de puro pánico le atravesaban la columna vertebral, pero entonces recobró su sentido común y se relajó. Gracias a Dios, Rafael era un hombre posesivo; él nunca…

– Pídeme otra cosa -dijo Rafael cansinamente, rodeándola con su brazo y acercándola hacia él-. No puedo regalar mi amuleto de la suerte. -Le dio un beso en la frente y Drea le sonrió, casi sin fuerzas y con alivio, aunque había intentado disimular que por un momento se había sentido realmente asustada.

– No quiero quedármela -dijo el asesino con desdén, sin apartar la vista del rostro de Drea-. Sólo quiero tirármela. Una vez.

Tranquilizada por la inmediata negativa de Rafael a la respuesta, y nuevamente confiada, Drea se rió. Tenía una risa dulce, tan armoniosa como el repicar de las campanas. Rafael le había dicho una vez que le recordaba a un ángel, con su cabello rubio y rizado, sus grandes ojos azules y su risa como campanillas. Ella utilizaba su risa de forma tan deliberada como si fuera un arma, recordándole a Rafael sin palabras que de hecho ella era su ángel, su buena suerte.

Con el sonido, todo el cuerpo del asesino pareció ponerse en tensión. Su atención estaba tan centrada en ella que casi podía sentirla en su piel. Hasta entonces, si hubiera pensado en ello lo suficiente, Drea habría dicho que él ya estaba alerta, pero ahora de alguna manera lo estaba mucho más, como si todos sus sentidos se hubieran agudizado, su mirada se había intensificado de tal manera que sentía cómo le quemaba en la piel y su risa sonó tan brusca como si él le estuviera agarrando la garganta con la mano.