Выбрать главу

El Faraón evaporaba su baño de mosto y su sueño de gordo dormitando dentro del "Seiscientos" de don Lotario. Y éste se paseaba nervioso por los alrededores del Cementerio esperando a Plinio.

Cuando vio aspearse al Jefe, Paseo arriba con las manos en la espalda y la cabeza cincunfleja sobre el pecho, le entró desazón y salió a su encuentro.

– Pero, hombre, Manuel, ¿cómo vienes andando con esta calina? Haberme llamado por teléfono y te habría recogido.

Plinio, sin decir oxte ni moxte, se sentó, como quedó dicho. Y antes de responder, luego de destaparse la sesera, se enjugó con el pañuelo, desabrochó el cuello de la guerrera, escupió, se pasó los dedos por las comisuras de los labios, y sacó el paquete de "Caldo". Cuando empezaron a lumbrear los cigarros, el Jefe se dignó hablar.

– ¿Pues qué va a pasar, don Lotario de mi alma? Que en este puñetero caso estamos bailando al son que nos tocan sin poner una libra de nuestra parte.

– Explícate.

– Hombre, que como diría la Rocío, estamos al olor de la pescadilla que nos han traído, sin saber buscarla en la despensa como está mandado a "la detectivesca de pro". Que nos lo han dao to en bandeja sin haber hecho estos días otra cosa que rondar al muerto. Porque, a ver si usted me entiende, así que los secretas de Barcelona nos localicen a Rufilanchas… que es cuestión de horas, sin que hayamos hecho otra cosa que mendruguear… se acabó la historia. Nos mandan el muerto. Nos lo descubren. Y nos van a decir quién es para mayor comodidad.

– Pero bueno, cuéntame lo que ha pasado ahora.

Plinio le comunicó las noticias que trajo Rovira y cómo estando así las cosas, sus diligencias – las de don Lotario y él – quedaban totalmente concluidas, porque escuchar el cante de Rufilanchas carecía de emoción y era ya más obra de Juez que de guardias.

Cuando Plinio acabó su explicación con moral tan caída, el veterinario le echó una media sonrisa y movió la cabeza como diciendo: "Y qué niño es este Plinio".

– Pero, hombre, Manuel, no me seas de tu pueblo, que tienes más amor propio que doña Lucía Romero, la que decía que no era suyo su hijo Toribio porque nació bizco. ¡Puñeto! Que Dios le da agua al que tiene viñas, que quien no las tiene ni se entera que llueve. Y da suerte al que sabe aprovecharla, porque el tonto o ciego de caletre no tiene suerte nunca, aunque le caigan los duros en los zapatos. ¿Quién ha puesto, hombre de Dios, en camino derecho a los secretas de fuera sino nosotros con nuestras indicaciones? ¿Quién lleva aquí la batuta y qué se hace sino lo que nosotros decimos? Si hubiésemos sido unos cimas, en vez de decirles que nos buscaran a Rufilanchas y al señor de la Cámara, que nos han traído al camino más corto y propincuo la solución, habríamos dicho, qué sé yo, que nos buscaran a Lorencete el de la Glorieta. ¿No me entiendes, Manuel? Dada la forastería del caso no teníamos otro remedio que decir a los sabuesos de la B. I. C. lo que tenían que hacer aquí y allá para certificar nuestras sospechas y vislumbres. Sí, Manuel, el que juega, unas veces recibe y otras echa las cartas. Y nosotros esta vez hemos tenido que echarlas, echar las cábalas, para que nos responda el contrario… El juego todavía sigue y lo fijo es que las diez de monte sean nuestras… Y aunque no lo fueran, al menos hemos sido nosotros, y a nuestro placer, los que hemos llevado la partida.

– Puestas las cosas así, no le falta a usted un poco de razón. Pero que a mí no me gustan ayudas, que a mí lo que me gusta es guisar en mi cocina, con mis especias y cacerolas, sin que me echen cables todo quisque y esperar a que suene el teléfono.

– ¡Ay, Manuel, Manuel, que cada trabajo tiene su aquél! Y éste lo hemos llevado como Dios en lo que daba de sí. Sabiendo en todo momento separar el grano de la paja de lo que aquí se ha dicho… Y eso sin contar el acierto de haber puesto el muerto en escaparate. Ésa ha sido la clave de todo el éxito.

– Pues ese acierto… fue del Juez… Y lo que también me chincha un rato es que en vez de tratarse de un crimen serio, con empaque, sea una broma entre estos gamberros de la m… Claro que si yo fuera Juez les iba a caer buena.

– Querrás decir si tú fueras Código.

– ¡Imbéciles!

– Y luego, Manuel, una cosa, que los crímenes y casos no son como uno los quisiera, sino como vienen… Yo muchas noches sueño si nos hubieran encargado a ti y a mí de investigar el asesinato de Kennedy… Pero como aquí en Tomelloso no matan Presidentes de la República, pues hay que chincharse y conformarse con gamberros y robaespigas.

– Yo me apañaba con que mataran a un alcalde disparándole, pongo por caso, desde la Posada de los Portales. ¡Qué días, qué días nos íbamos a pegar, don Lotario!

Y ambos empezaron a reírse como niños.

Y en la risa estaban cuando salieron del Depósito Celedonio Canales el Rico y Florentino García el Desgraciao.

Celedonio Canales al ver a Plinio dijo al Desgraciao:

– ¡Coño!, mira quién está aquí: el sheriff.

Celedonio Canales casi siempre reía entreenseñando las encías; y como besugo, con los ojos a medio párpado. Rechoncho él, solía hablar levantando mucho el bracete derecho como amenazando sentencia. Por el contrario, Florentino García el Desgraciao, alto y reseco, tenía el rostro inmóvil, sin otro dato retenible que la mirada, pues siempre ponía los ojos como si mirase por encima de unas gafas que no llevaba.

Y le llamaban el Desgraciao porque era hombre al que nada daba gusto, y sólo sabía noticias de muertos, pedriscos, sequías y filoxeras. En los entierros lo pasaba tan ricamente y en los bautizos y bodas – la verdad es que casi nadie lo invitaba – se pasaba la ceremonia y el banquete vaticinando desgracias y tiberios: "Pobre hijo, ¿pa que habrá venío a este mundo, que es una alberca de podre?" – decía al recién nacido.

Y a los contrayentes: "Hala, sinaco, ahora a darle de comer toa tu vida a la Martina, y a todo lo que te traiga el uso del matrimonio como manda la ética".

Celedonio y Florentino se acercaron a los de la Justicia con gana de plática. Se veía que habían venido a echar la tarde a la vera del tieso.

– Nos sentaremos un ratico, que llevamos más de una hora mirando a ese pobre hombre y se nos han quedao las piernas firmes… Cucha, cucha cómo no puedo doblarlas – y payaseaba el Celedonio andando sin doblar las rodillas.

– Sí, hombre, sentaos. ¿Y cómo va esa salud, Celedonio? – le espetó Plinio para evitar preguntas. Porque sabía que a Celedonio, echándole tema, el que fuere, a él se agarraba hasta el hastío.

– Hombre, Manuel, de salud muy bien, muy requetebién, pero de pita, nada. Definitivamente, nada.

– ¿Pero así estás, Celedonio? – le dijo Plinio sin poder contener la risa.

– Como te lo digo. Muerta total. ¡Qué desgracia, Manuel! ¡Eso sí que es una desgracia! ¡Mecagüendiez! Porque hasta el año pasado, sabes, me iba defendiendo. Pero desde el año pasado pacá, mismamente como una corbata.

– ¿Pero súbito?

– Hombre, súbito, súbito, no. Pero de muerte natural. A ver si me entiendes – decía el Rico con una mano en el aire y los ojos la mitad sopárpado y la otra mitad soluz -… Hasta los cuarenta años. ¿Pa qué voy a contarte? Bastaba la presencia de un brasero o mismamente que me diese el sol en semejante parte, sin presencia de gachises ni cosa con faldas, para que aquella fierabrasa compareciese con la energía de un quinto alemán. ¡Qué hermosura de tiempos…!

En este punto de la biografía de sus vergüenzas estaba Celedonio, cuando vieron que el Faraón salía del "Seat" a tirones y congestionado. Al columbrar la tertulia, se allegó a ellos, frotándose los ojos y bostezando a toda apertura.

– ¿Qué os contáis, muchachos?

– ¿Qué, has echao un sueñecillo? – le preguntó Plinio.

– Un poquito… Por más que me da el aire no se me va el olor a venencia – añadió oliéndose.