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Plinio y don Lotario se rieron.

– Me siento, con la venia de ustedes – dijo el Faraón bostezando otra vez

– Pues como os iba diciendo – continuó Celedonio que en cuanto empezaba discurso era cotral y particularmente si era relativo a la parte de la ingle, que era su tema preferido – desde los Reyes pacá que ya no soy hombre a ninguna hora.

– Anda, puñeto – dijo el Faraón mesándose el cogote-; algo menos será.

– Nada de menos. Y sigo. Decía que hasta los cuarenta todo fenómeno. Casi en demasía, las cosas como son. Porque a veces tenía uno que buscar sombras y posturas para presencia decorosa. Entre los cuarenta y los cincuenta… lo que se dice un buen pasar. Nada de comparecencias injustificadas. Las cosas a su tiempo. Así que había guateque, había respuesta puntual. "En el momento deseado – como dicen las cajas de Laxembusto – el efecto apetecido". Que es como debe ser. ¿Para qué tanta pólvora en salvas? Entre los cincuenta y los sesenta, francamente, no me pude quejar. La pobre mía, bien es verdad que de vez en vez se tomaba unas vacaciones largas, pero cuando la llamaban bien llamada, acudía donde fuera con muchísima dignidad. Nunca me dejó mal. Y siempre le estaré muy agradecido.

– Y ya se jodió… – dijo el Faraón riéndose.

– En estos últimos años, la pobrecica hizo lo que pudo. Era poco ¿tú me entiendes?, pero en los ratos que podía me daba mucho consuelo… El priapismo matinal que dicen los médicos o "la fuerza del orín" como lo llamaba el pobre Manolo Noblejas, le bastaban a uno para sentir su compañía… Porque aprovechando esa gloria mañanera, si uno era raudo, todavía se podía hacer algo.

– Tenías que ser muy raudo.

– Coño, Faraón, ya procuraba yo despertar al lado de quien debía. ¿Tú me entiendes…? Pero ahora ya, la pobre, ni por la mañana ni por la noche, ni los días de fiesta ni de diario… Siempre está como una liebre dormida. Sin conocimiento ni casi respiración.

– Pues chico, así estás más tranquilo – le dijo el Faraón.

– No, señor, Antonio Faraón – dijo Celedonio en tono muy enérgico y moviendo el índice a la altura de las narices redondetas del corredor de vinos -. No, señor, porque yo no he tenido hijos, ni perros, ni gatos, ni codornices, ni tórtolas. Ni me ha gustao el fútbol ni casi los toros, y dentro de mi modestia, mi único consuelo, mi única ilusión, sabes, voceras, ha sido mi pita… Con ella iba yo donde fuera tan ufano. Aunque no la usara, tú me entiendes. Pero allí estaba, segura, dispuesta a tronar en cuanto pintara pájaro. Era mi mejor amiga, tan leal, tan compañera, tan cariñosa, siempre conmigo, segura de que no le iba a faltar alpiste ni bebedero, porque yo me cuidé de eso muy requetebién durante toda mi vida… Tú sabes la tranquilidad que da a un hombre el saber que lo es. Que va por el mundo tan entero, pudiendo hacer cara a cualquier sujeto que le salga al camino… Eso no tiene precio. No hay amigo, novia, mastín, viña ni casa que lo compense… Y no ahora. Desde hace seis meses, qué complejo el mío, qué caída de ánimo. Porque veo por ahí a las mujeres, tan buenismas como están… y cuando las estoy mirando, encanao, con la cabeza llena de luces, de pronto me pongo a pensar y me digo: "Pero Celedonio de mi alma, ¿adónde vas? Si tú ya no tienes madre. Y si ésa se vuelve y te da cara, qué vas a hacer tú, pobre mío, sino bajar los ojos y decirle: perdóname, paloma, que ya se acabó lo que se daba y de hombre sólo me queda el semeje. Perdóname y sigue tu camino, que yo no valgo más que un retrato para lo que tú piensas…"

Cuando acabó el hombre su sentida oración por aquello que decía faltarle, que por cierto la acabó con la mano derecha sobre el pecho y la izquierda al aire como si cantara una romanza, todos los presentes empezaron a reírse.

– ¡Ay, que puñeta de Celedonio éste!

– … Si es que todavía me gustan, maldito sea el cuero…-Y en broma o en serio sacó el pañuelo, y secó una lágrima que le bailaba en el medio ojo visible, que le caía a la derecha parte de la nariz.

– Es que no somos nadie, nadie en este valle de lágrimas. Esto es un engaño – colofoneó el Desgraciao.

– Ya está aquí Jeremías – rezongó el Faraón.

Celedonio había quedado mirando con sus ojos acuosos el suelo, después del planto, sin dejar de mover la cabeza en señal de incógnita lamentación, hasta que al fin reanudó el discurso:

– … Cuánta pena me da venir al Cementerio. Pena y gusto. Pena porque uno tiene aquí ya más amigos y parientes que en la plaza. Y gusto por saber lo bien acompañado que me voy a hallar aquí el día que el campanero me repique por triste.

– Te advierto – le cortó el Faraón – que los que viven aquí están peor que tú de eso que le llaman el caño de la orina.

– ¡Huy qué lástima! Ya lo sé. Eso es lo primero que se come el fisco gusanero… Te advierto que a veces pienso si en el cielo habrá un cercao especial para las prendas masculinas.

Todos rompieron a reír.

– Que siendo piezas tan maestras como lo fueron en la vida, no las va a dejar Dios hechas átomos, sin el menor consuelo.

– Siempre está pensando en lo mismo – dijo Plinio, que era muy púdico.

– Pues si te parece voy a pensar en el concurso de castillos de arena. Cada uno a lo suyo, a lo que le da presencia y orgullo en la vida. Para mí no ha habido otra cosa. Comer, siempre comí porque no había más remedio. Beber, por matar el gusanillo. Dormir, lo preciso. La fornicativa en lo propio y en lo ajeno fue mi única empresa. Para mí, pero desde muchacho ¿eh?, el sexto mandamiento, letra muerta. No robar, no matar, creer en Dios, amar al prójimo en lo posible… Y digo en lo posible porque hay muchos… y a todos los demás mandamientos, corriente. Pero el sexto, a hacer puñetas. Cada vez que me confieso se lo digo al cura, no creáis. Y el pobre se ríe. ¿Qué va a hacer? Como yo le digo, luego de arreglar a una prójima, de cargo de conciencia, nada, pero nada. Más contento que unas pascuas. Y deseando repetir la fiesta… Coño, que se me pasa saludar a un amigo como Dios manda, falto a un entierro o no doy limosna al pobre que me pide, y lo paso fatal… Pero ya digo, cuando hago la picardía con alguna… mejor dicho, cuando la hacía, se me salía la satisfacción por la corcheta.

– ¡Qué hombre éste más verde! – repitió Plinio-. Bueno, y del muerto, que supongo que es para lo que has venido aquí, ¿no me dices nada?

– ¡Pobre hombre! ¿Qué quieres que te diga? Que a ver si le dais sepultura última para que descanse de tanto miramiento y alteración.

– ¿Pero no te recuerda a alguien?

– Así como recordar… Me recuerda a la muerte. No más que eso. ¿Te parece poco? Que yo no sé cómo andáis con tanta búsqueda y trabajos. Cuando un ser está ya muerto, todo lo demás son músicas y trabajos. ¡Muera la muerte, coño! Muera la muerte, puta, fría, ráfita y destructora de todo buen vivir.

– Pero, hombre, no te pongas así. ¿Y si lo ha matado alguien? – adujo el Faraón.

– ¡Qué va! A un hombre de esa edad no lo mata más que el corazón o la cal de las venas… Te advierto que yo he venido porque me dijeron que podía ser de Tomelloso, y como me conozco a los treinta mil habitantes del pueblo uno por uno, me dije: "Pues a ver si les puedo echar una mano". Pero éste no es de aquí. Éste es un pobre muerto que han engañao.

– Sí, sí…-rezongó el Faraón-a él no sé quién lo habrá engañao, pero a mí…

– ¡Cállate! – ordenó Plinio.

– Coño, callo.

– Hombre, que uno es de confianza, decid lo que pasa – se quejó Celedonio.

– Ya está todo dicho y si no lo conoces, se acabó el hilo.

– Bueno, Jefe, qué barbaridad, no se ponga así, pues anda – se excusó enseñando las encías.

Se hizo un silencio embarazoso, que Celedonio lo rompió continuando el monólogo sordo contra la muerte que había empezado:

– ¿Por qué nos tenemos que morir? ¿Qué hemos hecho? ¿Quién nos pidió permiso para este viaje al túnel sin final? Muerte maldita que arruga las carnes, se lleva la pelambre, despide los dientes, apaga los ojos, agarrota los remos, mancha la piel de escamas y pecas, quita el color a las cosas, deja la tetas colgonas, los culos sin curva, las piernas resecas, los caletres sin memoria, el paso vacilante…, y el ángulo final del vientre como un pámpano seco.