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– Ya salió otra vez. ¿No te digo? – comentó el Faraón.

– ¡Sólo para morir nacemos! – suspiró el Desgraciao.

– ¡Pues no se nace! A quedarse en leche pa toda la vida. Eso sería lo justo – dijo casi llorando de indignación.

Y la verdad es que todos quisieron reír ante la última ocurrencia de Celedonio, pero no sé qué calor le echó a su imprecación, que la risa se quedó en el forro de los labios sin florecer.

Un rayo de sol rojizo le daba en la frente. Los pájaros altos echaban piares seguidos, como hilos. Y las puntas de los cipreses que asomaban sobre los bardales del Cementerio, en su tenso apuntar hacia el azul, parecían en extraño acuerdo con el verbo desesperado de Celedonio el Rico.

– Yo no quiero morirme, coño, no quiero morirme. Que aun así como estoy me conformo. Y quiero seguir fumándome pitos por la mañana temprano, viendo a las mujeres venir del mercado y a los muchachos ir a la escuela. Viendo al cura pasar a su misa y a las viejas seguirle con el reclinatorio a rastras. Quiero leer el "ABC" en el San Fernando, tomarme una caña con mis hermanos y amigos a eso de la una; comer luego a la paz de mi balcón con mi pobre mujer enfrente; dormir la siesta en el sillón de orejas y volver a la terraza del Casino a la caída de la tarde, para hablar como siempre de arrobas de vino, de avenas maduras, de trojes, de azufre, de olor a vinazas; de las mozas que fueron y uno se pasó por la colcha; de los viejos amigos que nos hicieron reír y llorar y ya tomaron billete en el taxi negro… De las comilonas de antaño, de las tardes en las viñas palpando pámpanos y sopesando racimos; de los otoños vendimiadores… Y luego el invierno, cuando los vinos ya están posados y les salen novios…

En este trance estaba el emocionado y desesperado discurso de Celedonio el Rico, cuando salió Matías y dijo a Plinio que desde Alcázar lo llamaban por teléfono. Al oír el recado se le avivaron los ojillos y entró rápido. Don Lotario fue tras él… Mientras el Jefe escuchaba más que hablaba por teléfono, don Lotario se roía las uñas.

– Muy bien – concluyó Plinio-, esta noticia es buena. Mil gracias.

Colgó y volvió junto a don Lotario frotándose las manos.

– Ya saben la pensión de Madrid donde suele parar Rufilanchas.

– ¿Cómo se llama?

– Larache. Pensión Larache.

Me suena a mí mucho esa pensión.

– Han dado orden a Madrid para que hagan una información de quién vive en ella.

– Del pueblo hay, o al menos ha habido, gente allí. Estudiantes y eso. Mil veces lo he oído.

– Dicen también que la familia de Rufilanchas ha dado su palabra a la policía de que en seguida que tengan noticias de él le dirán que se presente aquí.

– Bueno… Eso ya es otro cantar.

– Éstos son bromistas. Bromistas con muy mala sombra, pero no delincuentes. Saben hasta dónde pueden llegar.

– Veremos a ver.

Salieron al porche. Allí seguían con su plática los que con su plática dejaron. Se veía que Celedonio quería agotar la jornada.

Guardia y albéitar quedaron un poco separados, encendiendo un cigarro. Las sombras emborronaban ya los paseos y en el pueblo habían encendido las luces. Plinio se acercó hacia el corro.

– Oye, Celedonio.

– ¿Qué se ofrece, Jefe?

– ¿Tú sabes dónde está en Madrid la Pensión Larache?

– ¡Hombre! ¿Cómo no voy a saberlo? Si allí van muchos estudiantes de Tomelloso. Mis dos sobrinos, los gemelos, viven allí.

– ¿Han venido ya de vacaciones?

– Pues no sé qué diga. Pero si no han llegado deben estar al caer, porque las fechas en que estamos…

– Llama a tu hermano, anda, y pregúntale. Pero por favor, no digas que es cosa mía.

– ¿Es algo malo?

– Qué ha de serlo. Es que quiero informarme si ha pasado por allí cierta persona.

– Vale. Voy como una bicicleta – y se encaminó para donde estaba el teléfono.

Salió Matías.

– Jefe, si le parece ya podíamos cerrar el Depósito.

– Pues sí, cierra.

El campo estaba quedo y silencioso. El pueblo parecía flotar en la lejanía. Sólo interrumpía aquella placidez el paso de algún coche por la carretera próxima. Los que aguardaban fumaban en silencio.

Salió Celedonio frotándose las manos.

– Manuel, dice mi cuñada que los gemelos vienen esta noche en el coche de Madrid. Dentro de una hora. Le he preguntado por el de Alejandro Lucas, que también vive allí. Ése, por lo visto vino anoche, pero en seguida se fue a la casa que tienen en el monte.

– ¿Es que su familia está en el monte? – preguntó Plinio.

– No sé… Te cuento lo que me ha dicho.

– Gracias, Celedonio… Yo creo que nos podíamos ir yendo al pueblo, que aquí ya hemos esquilado todas las ovejas. Y ánimo, Celedonio, que las cosas y la vida misma hay que tomarlas como vienen.

– Ea, a ver qué coña. ¿A quién reclamas? ¡Te digo…!

Matías volvió a salir:

– Otra vez el teléfono. Esta vez es para usted, Antonio- dijo al Faraón.

– ¿Para mí? ¿De parte de quién?

– No me lo ha dicho. Es voz de hombre.

– Ves tú, eso de que sea hombre le quita ilusión a la cosa – dijo mientras marchaba.

– …Por muy embalsamado que esté ese pobre empieza a oler un poquillo – comentó Matías.

– ¿Sí?

– Hombre, de eso entiendo yo un rato. Los olores a muerto los percibo a la legua. Me he criado entre ellos.

– ¡Ay, Dios mío! – suspiró casi con gusto el Desgraciao al oír aquella ricura.

– Si es que son muchos días al aire – siguió Matías- y muy trajinao. Y un muerto, digan lo que digan, resiste menos que un vivo.

– A ver si de una vez podemos darle reposo a este pobre – dijo Plinio.

– ¿Qué, nos vamos, Manuel? – preguntó impaciente el veterinario.

– Espere usted a ver si sale el Faraón… Y tú, Celedonio, nos acompañas a recibir a tus sobrinos al coche de Madrid.

– No faltaba más.

Salió el Faraón secándose el sudor de la calva y un poco serio, pero explicó en seguida:

– Na, eran cosas de mi negociejo.

– Entonces, ¿te vienes para el pueblo?

– Claro, ¿qué voy a hacer aquí? Pero me voy en el coche de Celedonio, que es más cómodo. No se me enfade, don Lotario…

– Quita, hombre. Menudo peso me quito de encima.

Decidieron esperar la llegada del coche de línea que venía de Madrid sentados en la terraza del Bar Alhambra. Pidieron una sangría. Estaban todos los que del Cementerio salieron, menos el Faraón, que marchó a su casa.

Plinio oía hablar a sus contertulios un poco distante y modorro.

El cansancio y sus meditaciones lo tenían fuera del corro. No llevarían media hora cuando notó que alguien le tocaba en el hombro.

Era Juanito el camarero.

– ¿Qué hay?

– Señor Manuel. El señor Juez le llama. Está allí, en la puerta del bar.

Se levantó y sorteando mesas y sillas que ocupaban casi hasta la mitad de la plaza y entre la curiosidad de todos llegó a donde el Juez le esperaba. Éste, para disimular, lo tomó del brazo y empezaron a dar paseos por la acera, desde la carnicería de los Paulones hasta la calle de Galileo.

Plinio, a requerimiento, resumió los últimos episodios de la jornada y dijo lo que allí esperaban. El señor Juez le escuchó con mucha atención y añadió cuando concluyó:

– He tomado declaración a los detenidos y han confirmado las previas que le hicieron a usted. A don Lupercio y a su novio los he enviado a Alcázar. El Pianolo y su hijo están, de momento, en libertad provisional.