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– ¿Por qué? – preguntó el Jefe con la natural extrañeza.

– La mujer del Pianolo, que lleva muchos años enferma del corazón, se ha puesto muy grave a consecuencia del disgusto. Me lo ha certificado el médico… La mujer está sola en su casa. Los he dejado en libertad cuarenta y ocho horas con obligación de presentarse al Juzgado dos veces por día.

– Y… ¿no ve usted causa para procesarlos?

– Naturalmente que sí. Pero aunque muy bestias, son buena gente. Esa pobre mujer ha sufrido mucho con tal marido y tal hijo.

Cuando marchó el señor Juez, Plinio quedó solo en la puerta del Bar Alhambra dándole vueltas a la enfermedad de la mujer del Pianolo y libertad provisional de éste y su hijo. Y después de unos minutos de titubeo, se entró al teléfono y llamó al Faraón.

– ¿Qué pasa, Jefe? – se oyó la voz de Antonio.

– ¿Se te ha ido ya la peste a madres?

– Quiá… Cómo empapa eso, Manuel. Yo creo que hasta el canuto de los huesos lo tengo saturao.

– Oye… Que me acaba de decir el señor Juez que ha puesto en libertad provisional al Pianolo. Lo digo para que lo sepas y te andes con cuidado.

– Se lo agradezco, pero no creo que el pobre esté ahora para nada. Ya me he enterado de lo de su mujer.

– Te enteras de todo en seguida.

– Que este mundo es un pañuelo… y uno es así de bacín.

– Entonces ¿sabías también que estaban en libertad el Pianolo y su hijo?

– No… palabra que no.

– Bueno, bueno… hasta más oír.

– Esta noche nos veremos en el Casino.

– A lo mejor. Adiós.

Plinio salió a la puerta del bar y quedó mirando hacia la calle de Socuéllamos, por donde debía venir el coche de Madrid. Luego, medio distraído, dio dos paseítos cortos, alibajo, de hombre inseguro.

Don Lotario, que no lo perdía de vista, dejando con la palabra en la boca a sus compañeros Celedonio el Rico y Florentino el Desgraciao, fue hacia Plinio.

– ¿Qué haces con la cabeza baja y dando vueltecillas, como si buscaras una aguja?

Plinio le contó la conversación con el Juez.

– ¿Y es eso lo que te inquieta?

– No.

– ¿Entonces?

– No sé. Pálpitos… pálpitos… Me ha dado por pensar en el telefonazo que le dieron al Faraón cuando estábamos en el Cementerio. ¿Se acuerda usted…? Y en la voz que tenía – continuó Plinio – ahora cuando he hablado con él… No hablaba con su natural.

– Yo respeto mucho tus pálpitos, Manuel, pero si no te explicas…

Plinio quedó mirando a don Lotario con aire impertinente:

– Mire, don Lotario, me desilusiona usted mucho. Palabra.

– Pero, coño, Manuel.

– De verdad se lo digo – repitió con disimulado mal genio.

Hubo un silencio en que don Lotario quedó achicadísimo y con cara triste. El Jefe continuó con el mismo tono impertinente:

– ¿Usted cree, y ya se lo he dicho alguna vez, que yo podía ser tan buen policía como ustedes dicen que soy, si sólo me basara en lo que veo y oigo? Hay otra cosa, amigo. Otra cosa. Algo parecido a lo que dicen que hace temblar el corazón de los artistas.

– Pero, hombre, nunca te he visto así. ¿Qué te he dicho yo?

– ¿Usted sabe – continuó ensimismado – por qué pensé en que don Lupercio podía haber robado el cadáver deWitiza? ¿A que no?

– Francamente, no.

– Pues lo pensé al ver revolar unas mariposas junto a la ventana de la "Sala Depósito". Chúpese usted ésa.

– ¿Unas mariposas?

– Sí, señor. Unas mariposas.

El veterinario quedó muy sorprendido. En seguida dio muestras de recuperación.

– …Te advierto, Manuel, que la soberbia, que nunca fue tu vicio, entontece a los mortales.

– Pues ya he sido demasiados años listo, de modo que aunque me entontezca el resto de mis días, no hago nada de más.

– Me dejas perplejo… Bueno, bueno, llevas un día muy agitado y se te han desajustado los nervios. Anda, echa un pito, que no es cosa de que riñamos a la vejez.

Plinio, al ver la petaca en el aire, se pasó ambas manos por los ojos, tomó el cuero y esbozó una tierna sonrisa.

– ¡Ay, don Lotario de mi alma! Lleva usted razón. Cuando me da el telele, o sea un pálpito, me pongo inaguantable.

– Es natural. Pero me tienes que explicar bien eso de las mariposas.

– Hombre, es muy fácil,, ¿Usted no recuerda…?

Eso decía cuando se oyó el bocinazo del coche de Madrid que irrumpía triunfal en la Plaza.

– Por favor, llame usted a Celedonio para que nos cubra un poco el encuentro, que ahí está el coche.

Después de tocar unas cuantas veces más el claxon con júbilo de verbena, cruzó la Plaza y se detuvo en el lugar de su parada habitual. Allí lo esperaba Palacios, el administrador de la línea. Gentes de todos los puntos de la Plaza corrían hasta la parada para ver si venían sus viajeros. Familias enteras que esperaban a sus soldados, estudiantes o enfermos recién operados que llegaban de la capital. Curiosos y desocupados que inspeccionan todas las entradas y salidas del coche; maleteros, el de los periódicos y los que esperaban pequeños paquetes y encargos.

Plinio, don Lotario, el Rico y el Desgraciao echaron a andar hacia el gran corro de los que aguardaban.

Encendidas todas las luces del interior del coche, se veía a los viajeros de pie. Unos avanzando lentamente por el pasillo. Otros, inmovilizados en su asiento por falta de espacio.

– Allí están los papás – señaló Plinio a don Lotario.

Éste vio, en efecto, a don Sebastián, un caballero alto, muy bien vestido y con cara de pocos amigos. Junto a él su señora muy gruesa, que se abanicaba con una furia impropia de la moderada temperatura de aquella noche.

Los que esperaban, sobre todo los candorros, se agolpaban de tal forma ante las puertas del coche que apenas podían descender los viajeros.

– Ahí están mis sobrinos – señaló Celedonio.

Eran dos jóvenes como de dieciocho años, totalmente iguales de cara y tipo, con camisas de colorines vivos, pantalones vaqueros y abundantísimo cabello rubio.

– Coño, que ye-yés que vienen – exclamó el tío.

– En cuanto saluden a los padres y mientras les bajan las maletas, te acercas, y les dices que me urge hablar con ellos.

– De acuerdo, pero mejor que te vayas tú para la casa de mi hermano. Allí nos esperáis. Yo los preparo por el camino.

– No me parece mal plan. Vamos, don Lotario… Tú diles que es cosa de na.

– Descuida.

Plinio y don Lotario tomaron el coche, que quedó en la puerta del Ayuntamiento, y tiraron hacia la casa de los gemelos.

En la puerta de la calle estaba sentada la criada. Se asustó un poco al ver que el Jefe se dirigía a ella, pero en seguida arreglaron el asunto con muy buenas palabras y los pasó al patio. Azulejos, una bonita sillería de mimbre y escalera de mármol.

Ambos amigos se sentaron en el sofá, liaron sus cigarros y a esperar.

– Se está fresquito aquí, ¿eh? – preguntó Plinio.

– Es muy buen patio éste – contestó don Lotario que parecía preocupado después de la escena de la plaza.

Plinio no volvió a decir palabra. Chupaba del cigarro, echaba sus humos, se sacudía la ceniza que le caía en el pantalón y pensaba en no sé qué.

Por fin se oyó ruido en la puerta. La criada intentó decir algo, pero el señor la cortó:

– Ya lo sabemos, ya…-y entró el primero con aquella cara sin posible risa que Dios le dio.

"No parecen hermanos Celedonio y él – pensaba Plinio -. El uno tan festero. Y éste, con ese trancazo de tristeza que le debieron sacudir en el mismo umbral de la vida."

Plinio y don Lotario al verlo entrar se pusieron de pie.

– Buenas noches – dijo seco.

Y se quedó plantado ante ellos sin añadir palabra. En seguida entró la madre entre los dos hijos. Por último Celedonio, haciendo muecas para tranquilizar a Plinio.