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Fueron saludando todos de forma no muy expresiva y permanecieron de pie. Por fin el padre dijo a la concurrencia:

– Sentémonos.

Cada cual se acomodó en la silla que tenía más a mano y don Lotario y Plinio volvieron a sus asientos.

– Perdonen ustedes este recibimiento, pero el señor Juez, por no alarmarles, ha preferido que yo haga a sus hijos unas preguntas sin importancia.

– Muy bien. Empiece… Y acabe pronto porque no me gustan estas cosas.

Plinio prefirió no contestar y se dirigió a los chicos que estaban sentados muy juntos y con cierto desasosiego.

– Vamos a ver, muchachos. ¿Vosotros estáis hospedados en la Pensión Larache?

Los dos chicos se miraron y el de la derecha hizo un movimiento al de la izquierda que podía interpretarse como "contesta tú".

– Sí-contestó éste.

– Muy bien. ¿Vosotros recordáis si alguna vez ha parado en esa pensión uno de aquí del pueblo, que ahora viven en Barcelona, llamado Rufilanchas.

Volvió a repetirse la consulta muda y respondió el mismo:

– Sí. Va por allí bastante.

– ¿Cuánto hace que estuvo la última vez? – preguntó Plinio ya resueltamente al portavoz de la pareja.

– Poco tiempo.

– ¿Como cuánto?

– No… sé.

– ¡Haz memoria! – le ordenó el padre.

– Sebastián, déjalos – le rogó la esposa, que desde que vio al policía en su casa parecía arrugada y con ganas de llorar.

– Menos de un mes…, creo.

El gemelo de la derecha movió la cabeza afirmativamente.

– ¿Y qué vida hacía en la pensión Rufilanchas?

– Bueno, él siempre paraba pocos días – contestó muy de seguido el de la izquierda – como es transportista y eso.

– Ya, pero ¿comía y cenaba allí? ¿Os contaba cosas? ¿Hacía tertulia con los demás huéspedes?

– Sí, señor. Es muy gracioso y nos hacía mucho de reír.

– Bien. Vamos a ver si me podéis ayudar un poco más. Este Rufilanchas (y esto que, de momento, por favor, no salga de aquí) ha confesado por escrito ser quien ha enviado el muerto famoso que ya tenemos tres días expuesto en el Depósito Judicial.

Don Sebastián y doña Lucía se miraron asombrados. Los gemelos también.

– Coño, qué me dices – exclamó Celedonio.

– Por favor, Celedonio, no seas grosero-le reprendió su hermano con la mayor severidad e interrumpiendo por un momento su estupor.

– Ya estamos con las groserías – rezongó el otro.

– Ese muerto lo ha enviado desde Madrid, según todas las probabilidades – continuó Plinio -. ¿Vosotros sabéis quién es?

– ¿Y por qué ha cometido ese hecho repugnante? – se interpuso el padre.

– Una broma… Ya sabe usted que es muy bromista… ¿Vosotros sabéis quién es?

Los gemelos se miraban con toda intensidad sin decidirse a hablar ninguno.

– ¿Cómo van a saber, los pobres? – dijo la madre indignada.

– Señora, por saber no se ofende a nadie – la tranquilizó Plinio.

– No, señor. No tenemos idea – contestaron los dos gemelos casi a la vez.

– ¿El no ha contado allí nada de eso?

– No, señor. Por cierto – dijo el gemelo que servía de portavoz-, creo que ese señor Rufilachas ha estado por allí hace dos o tres días. Recuerdo ahora que la criada de la pensión voceaba la otra mañana por el pasillo diciendo: "Señor Rufilanchas, señor Rufilanchas, que lo llaman por el teléfono".

– Ya. ¿Entonces vosotros no habéis oído allí hablar de la broma de enviar aquí un muerto?

Los dos gemelos movieron la cabeza. Y en seguida volvió a hablar el portavoz:

– Nosotros no éramos muy amigos de él. Con quien sí salía muchas veces era con Alejandro Lucas.

– ¿Me dijiste que había venido y que estaba en el monte? – preguntó Plinio a Celedonio.

– Eso es.

Plinio se levantó.

– Bueno, señores. Pues nada más. Y ustedes perdonen la molestia.

Salieron él y don Lotario, Celedonio y su amigo Florentino se hicieron los remolones.

– ¿Sabe usted lo que le digo? – preguntó Plinio a don Lotario cuando estuvieron en la calle.

– ¿Qué?

– Que esos chicos saben algo más.

– ¿Tú crees?

– Sí. La manera que han tenido de desviarnos hacia el de Lucas es muy típica en estos casos.

Fueron hasta la Plaza andando. Allí se despidieron para cenar.

– ¿Venimos esta noche al Casino, Manuel?

– Sí.

– ¿Y me contarás lo de las mariposas?

Plinio se rió:

– Sí, señor. Le cuento lo de las mariposas.

Cuando Plinio terminó de cenar quedó un rato en el patio, sentado, con su mujer y su hija. Ellas le contaban pequeñas cosas de la familia y amigos. Manuel, de vez en cuando, bostezaba.

– Manuel, hijo mío, ¿por qué no te acuestas?

– Luego. Tengo que dar antes una vuelta por la Plaza.

Sentía el pobre que la fatiga le agarraba todos los músculos de su cuerpo, pero no podía acostarse. ¿Por qué? Plinio no tenía que hacer nada concretamente, aparte, claro está, de ir al Casino. Pero sentía como si lo esperase algo muy importante que no recordaba bien.

Arrastrando los pies marchó de su casa casi a la medianoche. En la puerta del Casino se sentó con don Lotario y otros amigos habituales. El Faraón no tardó en llegar. Por tácito acuerdo nadie hablaba aquella noche de Witiza. La tertulia discurría entre monosílabos o vagas referencias. Plinio observaba al Faraón, constante animador, que aquella noche se limitaba a seguir las conversaciones que otros iniciaban, sin poner especial acento en cosa alguna.

Don Lotario a su vez observaba a Plinio, queriendo adivinar qué clase de preocupación lo mantenía allí, cayéndose de sueño.

Hacia la una y media varias personas señalaron hacia la calle Nueva. Un grupo que de ella salía, camino de la de Socuéllamos, llevaba un ataúd, coronas, candelabros, etcétera.

Las gentes que permanecían en la terraza del Casino suspendieron sus conversaciones, y mirando a los portadores de aquellos trebejos funerarios, hacían conjeturas sobre quién podría ser el muerto.

Fue el Faraón el que lo aclaró en seguida:

– Seguro que es la mujer del Pianolo.

Muchos asintieron al reconocer entre aquellos a algunos sobrinos y parientes del Pianolo o de su mujer.

– La pobre no ha podido aguantar – dijo con cierta amargura el Faraón.

Y levantándose añadió:

– Voy a ver qué ha pasao.

Y marchó arrastrando su enorme cuerpo, sin añadir comentario.

Plinio, desde el teléfono del Casino, dio orden a uno de los guardias para que con la mayor discreción se cercionarse si el destinatario de aquel ataúd era la mujer del Pianolo.

Pidió otro café y aguardó entre sus contertulios, que ahora, como es costumbre en estos casos, contaban la vida y milagros del Pianolo y familia durante varias generaciones.

Antes de media hora Manolo Perona, el camarero, avisó a Plinio. Marchó éste al teléfono y el guardia le confirmó la sospecha de todos. La mujer del Pianolo había muerto de un ataque de corazón hacia las doce de la noche.

Plinio le dijo a don Lotario al oído:

– Creo que debemos darnos una vuelta por allí.

– ¿Tú crees?

– Ya sé en lo que piensa usted. Pero nuestro deber es echar un vistazo.

Se despidieron del corro y marcharon hacia la calle de Socuéllamos

La puerta de la casa del Pianolo estaba abierta. En el portal, de pie y apoyada en la pared, se veía la tapa del ataúd. Entraban y salían mujeres de la vecindad llevando sillas que colocaban en el patio y habitaciones contiguas. El guardia entró con el veterinario. En el patio ya había varias personas sentadas. En una habitación que daba al mismo patio estaba la capilla ardiente. Varias mujeres enlutadas, sentadas en torno al ataúd, rezaban y suspiraban. El Pianolo, su hijo, el Faraón y otros parientes estaban sentados en un rincón penumbroso del patio. Plinio y don Lotario se aproximaron a ellos, dieron el pésame a Pianolo padre y a Pianolo hijo, y un poco apartados se sentaron en el patio para hacer un rato de vela.