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Y me dije ya en la cama: "Pues mañana tengo que preguntar qué pasó". Pero por cosas del oficio de la Ingri, cuando yo salía de la "Larache" por la mañana a las ocho, que me encuentro con la Ingri que venía a acostarse. Entonces le pregunté. "El pobrecito murió anoche y esta mañana lo van a embalsamar los muchachos. Por cierto, que llevan varios días estudiando cosas de embalsamar". "Ea, pues ya ha descansao". "Y nos hemos acordao mucho de ti, Rufilanchas, estos días", me dijo la Ingri. "¿Sí? ¿Por qué?" "Porque dijiste que tenías un amigo que trabajaba en una empresa de coches de esos que llevan muertos a los pueblos". Yo ni me acordaba que lo había dicho. Como aquella noche estaba así. "Pues sí que tengo un amigo, pero ya lo habrán arreglao por otro lao". "Sí, han hablao con uno, pero es que es muy caro. Y decían, pues claro, el amigo de Rufi (a mí me llaman Rufi) pues lo haría por menos precio". Claro, ellos, ya sabe usted, son jóvenes. Y querían ahorrar para que la juerga diese pa más.

Y para más misas, claro está. Nos despedimos. Yo me fui a mi negociejo. Pero la Ingri se conoce que en seguida les avisó al hospital de que yo había vuelto. Y a la hora de comer, catapum, que me cogen los médicos y me llevan al cuarto de la Ingri y de la Rosario. "Tienes que avisar ahora mismo a tu amigo el de los coches celulares a ver lo que cobra. Que el que sirve al hospital es un ladrón. Esta tarde vamos a tener toda la documentación, y por la noche podrían salir porque ya está embalsamao". Cogí el teléfono, llamé a mi amigo Paco Tarrasa y después de regatear un poco me dejó un precio muy aparente. Claro que lo que buscaban los médicos era que mediante el cobro de cinco mil pesetas, que era la diferencia con el celular del hospital, me encargase yo de gestionar lo del nicho y lo del entierro y lo del cura y demás, y ellos no molestarse porque la verdad es que estaban de exámenes los pobrecicos. Yo, al principio dije que no, que me hacía mucho extravío, que yo no tenía que pasar por Tomelloso en este viaje, que yo iba a Valencia. Y ellos venga rogarme. Que me ganaba mil duros y me esperaban luego para la juerga. Volví a decir que no, pero como me cansinearon tanto, pues que dio tiempo a que se me ocurriera la faena. Me acordé de la maldita Feria de Sevilla, del Pianolo, de la mama del Pianolo, del Faraón y de la mama del Faraón. Y dije que sí. Me puse de acuerdo con Tarrasa para que, pagándole como si hiciera el viaje, me lo entregara junto a Valdemoro donde él tiene su garajillo. Me gasté tres mil pesetas en un ataúd que luego quemamos en Valdemoro y allí metí al muerto en un cajón que había preparado. Y lo subí en uno de mis dos camiones. A mis operarios no les dije ni palabra. Les entregué el cajón y la carta para el Pianolo, y le dije al otro del camión (yo siempre voy en el "Pegaso") que se fuera a Tomelloso e hiciera la entrega. Y así se hizo… Yo pensé, "así que pase un par de días, después que se lleve el disgusto el Pianolo, paso por Tomelloso a la vuelta de Valencia y ya veremos cómo salgo del lío y a la vez, eso sí, cumplo con la última voluntad del pobre muerto". Salir del lío no sabía cómo iba a salir. Pero por darle el susto al Pianolo no lo pensé más… Pero jolín, el follón que se ha armao, el Pianolo lo endilgó al Faraón, éste a la Justicia.

Y aquí se acaba la historia. Yo tengo en la pensión los documentos del muerto, los cuartos y todo en regla para cumplir como él quería…

– Rufilanchas, por favor – dijo el Juez-, todavía no nos ha dicho lo más importante.

– ¿El qué, señor Juez?

– So imbécil, quién es el muerto.

– Pues es verdad… Bueno, es uno de Tomelloso. Uno que vivió aquí de chico.

– ¿Pero cómo se llama?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabe?

– Que no me acuerdo. Que lo tengo allí en la pensión escrito en los papeles con los certificados y eso, pero que ni lo he leído. Yo sólo pensaba en el Pianolo.

– ¿Qué oficio tenía ese señor de Tomelloso? – preguntó Plinio.

– Había estao toda su vida… Vamos, desde chico, en Valladolid.

– Acabáramos…-dijo el Juez, dando una palmada.

– Don Fernando López de la Huerta – casi gritó Plinio.

– Desde luego, Rufilanchas, no puede decirse que e usté un Descarte – dijo el "secre"-. ¡Qué barbaridad!

Rufilanchas miraba a unos y a otros sonriendo.

– Yo creo que ya está to dicho.

– Manuel – dijo el Juez -, por favor, recupere esa documentación que estará en el equipaje de Rufilanchas y disponga lo conveniente para que esta tarde, si todo está en regla, entierren a ese pobre hombre.

– Los cuartos también están con los certificados y guías – dijo Rufilanchas.

– Está bien, señor Juez.

– En seguida que acabe el entierro de esa pobre mujer me recupera al Pianolo y a su hijo.

– ¿Y al Faraón?

– También.

Por fin, Plinio pudo dormir aquella tarde su siesta deseada. Su primera siesta tranquila del verano. Del tórrido verano manchego. Después de las declaraciones de Rufilanchas, don Lotario, Maleza, el forense, el secretario don Tomaíto, el agente Rovira y él comieron con los periodistas de "El Caso". El ágape tuvo lugar en la fonda de Marcelino y pagó don Lotario. A los postres hubo mucho copeo – que pagó Dominguín -, puros habanos que costearon los periodistas, y vibrantes discursos en loa de Plinio y don Lotario, que con más o menos prosa – don Saturnino con menos – pronunciaron los demás comensales. Se echó de menos al Faraón, ausente por comprensibles razones judiciales, y quedó como imborrable recuerdo de aquel acto jubiloso, esta frase final del discurso del "secre" don Tomaíto: "Manué es usté el auténtico fenómeno. He dicho"

Hubo aplausos, abrazos y ese reventoneo de corazones que tiene lugar a los postres de los banquetes de pueblo.

Acabada la comida, llenos de cenizas de puro y de vapores licoreros, cada cual marchó para su casa hasta la hora del entierro del pobre Witiza.