– Y por correo electrónico -agregó Alexander.
– He oído de eso, pero no lo he visto -comentó Wandgi.
El paisaje era de ensueño, intocado por la tecnología moderna. La tierra se cultivaba con la ayuda de búfalos, que tiraban de los arados con lentitud y paciencia. En las laderas de los cerros, cortadas en terrazas, había centenares de campos de arroz color verde esmeralda. Árboles y flores de especies desconocidas crecían a la berma del camino y al fondo se levantaban las cumbres nevadas del Himalaya.
Alexander hizo la observación de que la agricultura parecía muy atrasada, pero su abuela le hizo ver que no todo se mide en términos de productividad y aclaró que ése era el único país del mundo donde la ecología era mucho más importante que los negocios. Wandgi se sintió complacido ante esas palabras, pero nada agregó, para no humillarlos, puesto que los visitantes venían de un país donde, según él había oído, lo más importante eran los negocios.
Dos horas más tarde se había ocultado el sol tras las montañas y las sombras de la tarde caían sobre los verdes campos de arroz. Por aquí y por allá surgían las lucecitas vacilantes de lámparas de manteca en casas y templos. Se oía débilmente el sonido gutural de las grandes trompetas de los monjes llamando a la oración de la víspera.
Poco después vieron a lo lejos las primeras edificaciones de Tunkhala, la capital, que parecía poco más que una aldea. La calle principal contaba con algunos faroles y pudieron apreciar la limpieza y el orden que imperaba en todas partes, así como las contradicciones: yaks avanzaban por la calle lado a lado con motocicletas italianas, abuelas cargaban a sus nietos en la espalda y policías vestidos de príncipes antiguos dirigían el tránsito. Muchas casas tenían las puertas abiertas de par en par y Wandgi explicó que allí prácticamente no había delincuencia; además, todo el mundo se conocía. Cualquiera que entrara a la casa podía ser amigo o pariente. La policía tenía poco trabajo, sólo cuidar las fronteras, mantener el orden en las festividades y controlar a los estudiantes revoltosos.
El comercio estaba abierto todavía. Wandgi detuvo el jeep ante una tienda, poco más grande que un armario, donde vendían pasta dentífrica, dulces, rollos de film Kodak, tarjetas postales descoloridas por el sol y unas pocas revistas y periódicos de Nepal, India y China. Notaron que vendían envases de lata vacíos, botellas y bolsas de papel usadas. Cada cosa, hasta la más insignificante, tenía valor, porque no había mucho. Nada se perdía, todo se usaba o se reciclaba. Una bolsa plástica o un frasco de vidrio eran tesoros.
– Ésta es mi humilde tienda y al lado está mi pequeña casa, donde será un inmenso honor recibirlos -anunció Wandgi sonrojándose, porque no deseaba que los extranjeros lo creyeran presumido.
Salió a recibirlos una niña de unos quince años.
– Y ésta es mi hija Pema. Su nombre quiere decir «flor de loto» -agregó el guía.
– La flor de loto es símbolo de pureza y hermosura -dijo Alexander, sonrojándose como Wandgi, porque apenas lo dijo le pareció ridículo.
Kate le lanzó una mirada de soslayo, sorprendida. Él le guiñó un ojo y le susurró que lo había leído en la biblioteca antes de emprender el viaje.
– ¿Qué más averiguaste? -murmuró ella con disimulo.
– Pregúntame y verás, Kate, sé casi tanto como Judit Kinski -replicó Alexander en el mismo tono.
Pema sonrió con irresistible encanto, juntó las manos ante la cara y se inclinó, en el saludo tradicional. Era delgada y derecha como una caña de bambú; en la luz amarilla de los faroles su piel parecía marfil y sus grandes ojos brillaban con una expresión traviesa. Su cabello negro era como un suave manto, que caía suelto sobre los hombros y la espalda. También ella, como todas las demás personas que vieron, vestía el traje típico. Había poca diferencia entre la ropa de los hombres y la de las mujeres, todos llevaban una falda o sarong y chaqueta o blusa.
Nadia y Pema se miraron con mutuo asombro. Por un lado la niña llegada del corazón de Sudamérica, con plumas en el pelo y un mono negro aferrado a su cuello; por otro, esa muchacha con la gracia de una bailarina, nacida entre las cumbres de las montañas más altas de Asia. Ambas se sintieron conectadas por una instantánea corriente de simpatía.
– Si ustedes lo desean, tal vez mañana Perna podría enseñar a la niña y a la abuelita cómo usar un sarong -sugirió el guía, turbado.
Alexander dio un respingo al oír la palabra «abuelita», pero Kate Cold no reaccionó. La escritora acababa de darse cuenta de que los pantalones cortos que ella y Nadia usaban eran ofensivos en ese país.
– Se lo agradeceremos mucho… -replicó Kate inclinándose a su vez con las manos ante la cara.
Por fin los extenuados viajeros llegaron al hotel, el único de la capital y del país. Los pocos turistas que se aventuraban a ir a las aldeas del interior dormían en las casas de los campesinos, donde siempre eran muy bien recibidos. A nadie se le negaba hospitalidad. Arrastraron su equipaje a los dos cuartos que ocuparían: uno, Kate y Nadia; el otro, los hombres. Comparadas con el lujo increíble del palacio del maharajá en India, las habitaciones del hotel parecían celdas de monjes. Cayeron sobre las camas sin lavarse ni desvestirse, abrumados de cansancio, pero despertaron poco más tarde entumecidos de frío. La temperatura había descendido bruscamente.
Echaron mano de sus linternas y descubrieron unas pesadas frazadas de lana, apiladas ordenadamente en un rincón, con las cuales pudieron arroparse y seguir durmiendo hasta el amanecer, cuando los despertó el lúgubre lamento de las pesadas y largas trompetas con que los monjes llamaban a la oración.
Wandgi y Pema los aguardaban con la excelente noticia de que el rey estaba dispuesto a recibirlos al día siguiente. Mientras tomaban un suculento desayuno de té, verduras y bolas de arroz, que debían comer con tres dedos de la mano derecha, como exigían los buenos modales, el guía los puso al corriente del protocolo de la visita al palacio.
De partida, habría que comprar ropa adecuada para Nadia y Kate. Los hombres debían ir con chaqueta. El rey era una persona muy comprensiva y seguramente entendería que se trataba de expedicionarios en ropa de trabajo, pero de todos modos debían mostrar respeto. Les explicó cómo se intercambiaban las katas, o chalinas ceremoniales, cómo debían permanecer de rodillas en los sitios que les fueran asignados hasta que se les indicara que podían sentarse y cómo no debían dirigirse al rey antes que éste lo hiciera. Si les ofrecían comida o té debían rechazar tres veces, luego comer en silencio y lentamente, para indicar que apreciaban el alimento. Era una descortesía hablar mientras se comía. Borobá se quedaría con Perna. Wandgi no sabía cuál era el protocolo en lo referente a monos.
Kate Cold logró conectar su PC a una de las dos líneas telefónicas del hotel para enviar noticias a la revista International Geographic y comunicarse con el profesor Leblanc. El hombre era un neurótico, pero no se podía negar que también era una fuente inagotable de información. La vieja escritora le preguntó qué sabía del entrenamiento de los reyes y de la leyenda del Dragón de Oro. Pronto recibió una lección al respecto.
Pema condujo a Kate y a Nadia a una casa donde vendían sarongs y cada una adquirió tres, porque llovía varias veces al día y había que darles tiempo para secarse. Aprender a enrollar la tela en torno al cuerpo y asegurarla con la faja no fue fácil para ninguna de las dos. Primero les quedaba tan apretada que no podían dar ni un paso, después quedaba tan floja que al primer movimiento se les caía. Nadia logró dominar la técnica al cabo de varios ensayos, pero Kate parecía una momia envuelta en vendajes. No podía sentarse y caminaba como un preso con grillos en los pies. Al verla, Alexander y los dos fotógrafos estallaron en incontenibles carcajadas, mientras ella tropezaba, mascullando entre dientes y tosiendo.