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—¡Eh, tú! ¡No le hagas daño a nuestro dragón! —chilló uno de los pequeños. Abandonando su lugar en la fila, el chiquillo corrió hacia Tanis con el puño levantado y una mueca de furia en el rostro.

—¡Dougl! —le chilló la mayor de las niñas, sorprendida.

—¡Vuelve a tu lugar inmediatamente! —Para entonces, algunos de los niños habían empezado a llorar.

Tanis, aún con la espada levantada —pues sabía que ésa era la única manera de mantener a raya al dragón—, gritó:

—¡Sacadlos de aquí!

—¡Niños, por favor! —la voz serena y autoritaria de Goldmoon, puso orden en aquel caos.

—Tanis no le hará daño si no es necesario. Es un hombre bueno. Ahora debemos irnos, vuestras madres os esperan.

Había una pincelada de temor en la voz de Goldmoon, un matiz de peligro que captaron incluso los más pequeños. Rápidamente volvieron a formar filas.

—Adiós, Flamestrike —le gritaron varios con tristeza, despidiéndola con la mano mientras seguían a Caramon. Una vez más, Dougl miró a Tanis con expresión amenazadora, y después volvió a la fila, restregándose los ojos con sus sucios puños.

—¡No! —chilló Matafleur con voz entrecortada. —¡No! ¡No les hagáis daño a mis niños! ¡Por favor! ¡Es a mí a quién buscáis! ¡Luchad contra mí! ¡No hiráis a mis niños!

Tanis comprendió que el dragón estaba reviviendo el pasado, recordando el terrible día en el que había perdido a sus hijos.

Sturm se mantuvo cerca de Tanis.

—Se lanzará contra ti en cuanto los niños estén fuera de peligro...

—Sí, lo sé. —Los ojos del dragón, incluso el ojo enfermo, relampagueaban rojizos. Mientras el monstruo rascaba el suelo con sus afiladas garras, por su inmensa boca goteaba saliva.

—¡A mis niños no! —chillaba furiosa.

—Me quedaré contigo... —comenzó a decirle Sturm a Tanis, desenvainando la espada.

—Déjanos, caballero —susurró Raistlin surgiendo de la penumbra.

—Tus armas no nos servirán de nada. Yo me quedaré con Tanis.

El semielfo observó al mago sorprendido. Los extraños y dorados ojos de Raistlin se encontraron con los suyos. Raistlin imaginaba lo que Tanis estaría pensando: «¿Puedo confiar en él?» Pero el hechicero no calmó sus dudas, casi instigándolo a rechazarlo.

—Vete —le ordenó Tanis a Sturm.

—¿Qué...? —gritó el caballero. —¿Estás loco? Confías en este...

—¡Vete ya! En ese momento oyeron a Flint gritando.

—Ven, Sturm, ¡te necesitan aquí!

Al principio el caballero no se movió, dudando, pero no podía dejar de obedecer una orden de la persona que él consideraba su jefe. Lanzándole una siniestra mirada a Raistlin, se volvió sobre sus talones y entró en el túnel.

—Mi magia poco puede contra un dragón rojo —susurró apesadumbrado Raistlin.

—¿Podrías usarla para ganar tiempo?

Raistlin esbozó la sonrisa de quien sabe que la muerte está tan cerca que es inútil temerla.

—Sí, podría. Sitúate cerca de la entrada del túnel, cuando oigas que empiezo a hablar, echa a correr.

Tanis comenzó a retroceder, todavía con la espada en alto. Pero ahora el dragón ya no temía a la espada mágica. Sólo sabía que se habían llevado a sus hijos y que debía matar a los culpables. Cuando el guerrero que llevaba la espada comenzaba a correr hacia el túnel, se abalanzó sobre él. Súbitamente, Matafleur se vio envuelta en una oscuridad tan intensa que, por un momento, pensó que había perdido la vista de su ojo sano. Oyó susurrar unas palabras mágicas y comprendió que el humano, vestido con túnica, acababa de formular un encantamiento.

—¡Los quemaré! —aulló, percibiendo en el túnel el olor a acero.

—¡No escaparán! —Pero justo cuando se preparaba para lanzarles su letal llamarada, oyó otro sonido... ¡eran las voces de sus niños!

—No. No puedo hacerlo —comprendió furiosa.

—¡Mis hijos! ¡Podría dañar a mis hijos...! —Sintiéndose vencida, dejó caer su cabeza sobre el frío suelo de roca.

Tanis y Raistlin huyeron por el túnel, el semielfo arrastrando al debilitado mago tras él. A sus espaldas oyeron un lastimero y acongojado lamento.

—¡Mis hijos no! ¡Por favor, luchad contra mí! ¡No les hagáis daño a mis niños!

Cuando Tanis llegó al cuarto de juegos, parpadeó, cegado por la intensa luz, ya que Caramon había abierto de par en par las inmensas puertas que daban al patio iluminado por el sol. Los niños salieron al exterior. Tanis vio a Tika y Laurana con las espadas desenvainadas, mirando nerviosa en dirección a ellos. Sobre el suelo de la sala de juegos había un draconiano con el hacha de batalla de Flint incrustada en la espalda.

—¡Salid fuera todos! —gritó Tanis. El enano recuperó su arma y, junto con el semielfo, fueron los últimos en abandonar la sala de juegos.

Justo cuando salían, oyeron un terrorífico rugido, un rugido de dragón, pero muy diferente al del lastimoso gemido de Matafleur. Pyros había descubierto a los espías. Las paredes de piedra comenzaron a temblar... el dragón salía de su cubil.

—¡Es Ember! —maldijo Tanis con amargura.

—¡No se ha ido!

El enano sacudió la cabeza.

—Apostaría mi barba a que Tasslehoff tiene algo que ver con esto...

En la Sala de la Cadena, en el Sla-Mori, la cadena caía en picado al suelo de piedra, y con ella tres pequeños personajes.

Tasslehoff intentó sujetarse inútilmente a un eslabón pero cayó en la oscuridad, pensando: «esto es lo que se siente al morir». Desde más arriba se oía a Sestun chillando aterrorizado y abajo, el viejo mago murmuraba probablemente intentando formular un último encantamiento. Fizban subió el tono de su voz: Pveathert:.. La palabra fue interrumpida por un grito. Instantes más tarde, se oyó un sonido de huesos rotos cuando el anciano mago se estrelló contra el suelo. Tas no pudo evitar sentir pena, pese a saber que muy pronto llegaría su hora. El suelo de piedra estaba cada vez más cerca... En pocos segundos también él estaría muerto...

Pero de repente comenzó a nevar.

Al menos eso fue lo que pensó el kender. Para su sorpresa se dio cuenta de que a su alrededor flotaban millones de plumas, ¡como si hubiese explotado un gallinero! Se zambulló en un inmenso montón de plumas blancas y Sestun se sumergió tras él.

—Pobre Fizban —dijo Tas, llorando, mientras se debatía entre un océano de plumas.

—Su último encantamiento debe haber sido el llamado «caída de plumas», el mismo que utiliza Raistlin. Y aunque parezca mentira... ¡esta vez lo ha conseguido!

La rueda giraba cada vez más rápido, la liberada cadena se deslizaba velozmente, como si celebrase su recién estrenada libertad.

En el patio de la fortaleza reinaba el caos.

—¡Por aquí! ——chilló Tanis atravesando las puertas, convencido de que todo estaba perdido pero resistiéndose a rendirse. Nerviosos, los compañeros se reunieron en torno suyo, con las armas desenvainadas.

—¡Corred , hacia las minas! ¡Poneos a cubierto! Verminaard y el dragón rojo aún están aquí. ¡Es una trampa! ¡Nos atacarán de un momento a otro!

Los otros, con expresión ceñuda, asintieron. Todos sabían que era inútil, ya que para ponerse a salvo debían recorrer una distancia de unas doscientas yardas de terreno descubierto.

Intentaron reunir a las mujeres y a los niños tan rápido como les fue posible, pero sin mucho éxito. Tras echar una mirada hacia las minas, Tanis maldijo en voz alta, sintiéndose aún más furioso.

Los hombres, al ver a sus familias libres, redujeron a los guardias y comenzaron a correr hacia el patio. ¡Aquello no formaba parte del plan! ¿Qué se proponía Elistan? En breves instantes habría más de ochocientas personas, desesperadas, luchando a golpes en un espacio descubierto, sin ninguna posibilidad de resguardarse. Tenía que lograr que se dirigieran hacia las montañas.

—¿Dónde está Eben? —le preguntó a Sturm.

—La última vez que le vi, corría dirección a las minas. No pude imaginar para qué...