Выбрать главу

De pronto, el caballero y el semielfo lo comprendieron todo.

—Claro... —dijo Tanis en voz baja—, todo concuerda

Cuando Eben corría hacia las minas, su único pensamiento era cumplir las órdenes de Pyros. En medio de aquel revuelo, debía hallar la manera de encontrar al Hombre la Joya Verde. Sabía lo que Verminaard y Pyros pensaba hacerles a esos pobres desventurados. Eben, por un instante, sintió compasión de ellos..., después de todo él no era ni cruel ni perverso. Sencillamente, hacía algún tiempo que había comprendido cuál de los dos bandos tenía más probabilidades de ganar, y por una vez en su vida había tomado la decisión de luchar del lado de los vencedores.

Cuando su familia se arruinó, a Eben le quedó una sola cosa que vender ...él mismo. Era inteligente, habilidoso con la espada, y todo lo leal que su afán por el dinero le permitía ser. Cuando viajaba hacia el norte en busca de posibles compradores, conoció a Verminaard. Eben quedó muy impresionado de su poder, y fue escalando posiciones hasta conseguir la protección del Señor del Dragón, y lo que era más importante, se las arregló para resultarle útil a Pyros. El dragón encontraba a Eben encantador, inteligente, lleno de recursos, y... tras unas cuantas pruebas, digno de su confianza.

Eben fue enviado a su hogar de Gateway justo antes que la ciudad fuese arrasada por los ejércitos de draconianos. «Consiguió escapar» y se dedicó a la tarea de formar un grupo de resistencia. Tropezarse con la patrulla de Gilthanas, cuando éstos por primera vez intentaban filtrarse en Pax Tharkas, había sido un golpe de suerte que mejoró ostensiblemente sus relaciones tanto con Pyros como con Verminaard. Cuando conoció a Goldmoon, costó creer en su buena fortuna. Supuso que aquello significaba que la Reina de la Oscuridad lo protegía especialmente.

Rezó para que la Reina Oscura siguiera protegiéndolo, que encontrar al Hombre de la Joya Verde en medio aquel caos iba a requerir intervención divina. Cientos de hombres pululaban desconcertados. Eben vio la oportunidad de hacerle a Verminaard otro favor. Se acercó ellos y les dijo:

—Tanis quiere que salgáis al patio a reuniros con vuestras familias.

—¡No! ¡Ese no era el plan que habíamos acordado— gritó Elistan intentando detener a los demás, pero era demasiado tarde. Al ver libres a sus familias, los hombres se embravecieron. Además, varios cientos de enanos gully se habían sumado a la confusión, precipitándose alegremente fuera de las minas para apuntarse a la diversión, creyendo que tal vez aquél fuese un día de fiesta.

Eben buscó ansiosamente con la mirada al Hombre de la Joya Verde y, al no verlo, decidió registrar las celdas de la prisión. Efectivamente, allí lo encontró; estaba sentado en una celda vacía, solo, con la mirada perdida. Eben se arrodilló rápidamente junto a él, devanándose los sesos para recordar su nombre. Era un nombre extraño, pasado de moda...

—Berem... —dijo Eben tras un instante de duda.

—¿Eres Berem, no?

El hombre alzó la mirada, iluminándosele el rostro por vez primera en muchas semanas. No era, como había dicho Toede, ni sordo ni mudo. En lugar de ello era un hombre obsesionado, absorto totalmente en una secreta búsqueda interior. No obstante era humano, y el sonido de una voz humana llamándolo por su nombre lo reconfortaba plenamente.

—Berem —repitió Eben, mordiéndose los labios de nervios. Ahora que había conseguido encontrarlo, no estaba seguro de qué hacer con él. Cuando el dragón los atacase, lo primero que harían esos pobres infelices del patio sería correr hacia las minas para ponerse a salvo. Debía sacar a Berem de allí antes de que Tanis los sorprendiera. Pero, ¿adónde llevarle? Podía conducirlo a Pax Tharkas, tal como Pyros había ordenado, pero a Eben aquella idea no le gustaba. Verminaard no tardaría en hallarlos y comenzaría a hacerle ciertas preguntas que Eben no podría responder.

No, sólo un lugar era seguro... fuera de los muros de Pax Tharkas. Podían refugiarse en la espesura hasta que cesase la confusión, y volver a deslizarse hacia el fuerte de noche. Decidido a ello, Eben tomó a Berem por el hombro y lo ayudó á levantarse.

—Va a haber una pelea —dijo.

—Voy a sacarte de aquí y a llevarte a un lugar seguro hasta que todo haya pasado. Soy tu amigo. ¿Me comprendes?

El hombre le dirigió una mirada de penetrante sabiduría e inteligencia. No era la mirada eternamente joven de los elfos, sino la de un humano que ha vivido atormentado durante largos años. Berem dio un ligero suspiro y asintió.

Verminaard salió de su habitación furioso, calzándose sus guantes de cuero. Tras él trotaba un draconiano, llevando la maza del Gran Señor, la maza Nightbringer. Algunos draconianos más rondaban a su alrededor, apresurándose a cumplir las órdenes que iba dando mientras caminaba por un corredor en dirección a las habitaciones de Pyros.

—¡No, insensatos, no voy a hacer regresar al ejército! Esta revuelta sólo me robará unos minutos de mi tiempo ¡Qualinesti estará en llamas antes de que caiga la noche! ¡Ember! —chilló al tiempo que abría las puertas del cubil del dragón. Se asomó al saliente y al alzar su mirada hacia el balcón del tercer nivel, vio humo, llamas, y oyó el rugido del dragón en la distancia.

—¡Ember! —No hubo contestación.

—¿Tanto te cuesta capturar a un puñado de espías? —le preguntó furioso. Al volverse, casi cayó sobre uno de los jefes draconianos.

—¡Querréis utilizar la silla para montar al dragón, Alteza?

—No, no tenemos tiempo. Además, sólo la utilizo en los combates, y ahí fuera no va a haber ningún combate. Simplemente vamos a incinerar unos cientos de esclavos.

—Pero los esclavos ya han derrotado a los soldados de las minas y se están reuniendo con sus familias en el patio.

—¿Cuán numerosas son nuestras fuerzas?

—No lo suficientemente numerosas, Alteza –respondió el jefe de los draconianos con ojos centelleantes. El draconiano no había considerado sensato enviar a la mayoría de los soldados a la conquista de Qualinesti.

—Debemos ser unos cuarenta o cincuenta, contra uno; trescientos hombres y otras tantas mujeres. Seguramente las mujeres lucharán junto a los hombres, su Alteza, y si llegan a organizarse y huyen a las montañas...

—¡Bah...! ¡Ember! —gritó Verminaard. De pronto se oyó en otra parte del fuerte, un estruendoso ruido metálico. Un instante después se oyó otro sonido más; la inmensa rueda —que hacía siglos que no se utilizaba—, crujía al ser forzada a funcionar de nuevo. Cuando Verminaard intentaba adivinar qué significaban aquellos extraños sonidos, Pyros entró volando en su cubil.

Al verlo entrar, el Señor del Dragón corrió hacia el saliente y montó rápida y ágilmente sobre el lomo del dragón. Pese a estar separados por la mutua desconfianza, se entendían bien en el combate, unidos por un odio a las razas menores que les creaba un lazo mucho mayor de lo que ambos eran capaces de admitir.

—¡En marcha! —rugió Verminaard, y Pyros comenzó a elevarse.

—Amigo mío, es inútil —le dijo Tanis sosegadamente a Sturm, posando una mano sobre el hombro del caballero mientras éste gritaba frenéticamente pidiendo orden.

—Lo único que vas a conseguir es perder el aliento y sería mejor que lo reservases para la batalla.

—No habrá batalla —Sturm tosió, ronco de tanto chillar.

—Moriremos atrapados, como ratas. ¿Por qué no me escucharán esos insensatos?

Él y Tanis se hallaban en el extremo norte del patio, a unos veinte pies de la entrada principal de Pax Tharkas. Si dirigían su mirada al sur, podían divisar las montañas, su única esperanza. La inmensa verja se abriría en cualquier momento para dar entrada al numeroso ejército de draconianos, y en algún lugar de la fortaleza, estarían Verminaard y el dragón rojo.

Elistan intentaba en vano tranquilizar a la gente, y les instigaba a huir hacia el sur, pero los hombres insistían en encontrar a sus mujeres, y las mujeres en encontrar a sus hijos. Pocas familias habían conseguido reunirse, y aunque comenzaban a marchar hacia el sur, era demasiado tarde y caminaban demasiado despacio.