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Pero, al kender no se le había ocurrido hasta ese momento que todo aquello pudiera ser inútil, que tal vez no existía ninguna diferencia, que podían seguir sufriendo y perdiendo a seres queridos —como Fizban—, y que no obstante al final los dragones vencerían.

—De todas formas, debemos intentarlo y no perder las esperanzas —se dijo a sí mismo el kender en voz baja.

—Eso es lo que importa... seguir adelante y no perder las esperanzas. Tal vez sea lo más importante de todo.

Algo cayó flotando suavemente desde el cielo, rozando la nariz del kender. Tas alargó la mano y lo agarró.

Era una pequeña pluma blanca.

Cántico de Huma

De uno de los pueblos de los numerosos condados, surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba. Donde esgrimió su espada por vez primera en las danzas crueles de la niñez; al descubrir la eterna retirada de su pueblo; su grandeza germinó en una ciénaga en llamas; con el vuelo raso del martín pescador acompañándolo en el cielo, Huma caminó sobre rosas, guiado por la fúlgida luz de la Rosa. Acosado por los dragones, se retiró al confín de la tierra, al límite de sus emociones, de su ser; hacia la espesura donde Paladine lo enviaba. Y allí, rodeado del fragor de los cuchillos, creció entre la violencia, anhelante; abatido por un ensordecedor coro de voces.
Allí fue donde el ciervo blanco lo encontró, al final de un viaje planeado en los albores de la Creación, trotando en el linde del bosque donde Huma, desfalleciente y hambriento, enhastilló su arco, agradeciendo a los dioses la presa y el alimento.
Entonces vio en el frondoso bosque, en el silencio primero, con el corazón palpitante, la resplandeciente cornamenta. Bajó el arco y la vida se reanudó. Huma siguió al ciervo, su maraña astada fundiéndose en la espesura, como el recuerdo de una luz joven, cual garras de aves remontando vuelo. La montaña se agazapaba ante ellos. En adelante nada cambiaría. Las tres lunas se detuvieron en el cielo, y la larga noche se precipitó entre las sombras.
Era de día cuando llegaron a la arboleda, a la ladera de la montaña, desde donde el ciervo partió. Huma no lo siguió, pues sabía que el final de este viaje era sólo verde y la promesa verde que perduraba en los ojos de la mujer ante él. Y benditos los días que se acercó a ella, bendito el aire que transportó sus amorosas palabras, sus canciones olvidadas, y las lunas absortas arrodilladas sobre la Gran Montaña. Aún así ella lo eludía, luminosa y escurridiza como una ciénaga, encantadora y sin nombre, más encantadora aún por no tener nombre. Aprendieron que el mundo, las deslumbrantes capas de aire, la propia espesura, eran evidentes y disminuían ante la densidad del corazón. Al final de los días, ella le reveló su secreto.
Pues no era una mujer, ni siquiera era mortal; sino hija y heredera de un linaje de dragones. A Huma el cielo se le hizo indiferente, alborotado por las lunas. La corta vida de la hierba se burló de él, se burló de sus padres. La hiriente luz se encrespó sobre la resbaladiza montaña. La mujer sin nombre ofrecía una esperanza que no estaba en sus manos, pues sólo Paladine podía saber que a través de su eterna sabiduría ella podría surgir de las eternidades, y allí, en sus plateados brazos, florecerla la promesa de la arboleda. Huma rezó por esa sabiduría, y el ciervo regresó. Y hacia el este, a través de los desolados campos, sobre brasas; cenizas y sangre, cosecha de los dragones. Viajó Huma, mecido por los sueños del Dragón Plateado con el ciervo perpetuo como guía.
Al final el último puerto, un templo que quedaba tan al este, que yacía donde el este acababa. Allí apareció Paladine, en un estanque de estrellas y gloria, anunciando que de todas las alternativas, la más terrible había caído sobre Huma. Pues Paladine sabía que el corazón es un nido de anhelos, que podemos viajar hacia la luz eternamente, convirtiéndonos en lo que nunca podremos ser. Pues la novia de Huma podía caminar bajo el sol devorador; y juntos regresar a los techados condados, dejando atrás el secreto de la lanza; el mundo deshabitado en la oscuridad, desposado con los dragones. O Huma podía tomar la Dragonlance; purificando todo Krynn de la muerte y la invasión de los verdes senderos de su amor.
La más ardua de las elecciones, y Huma recordaba cómo la espesura había protegido y bautizado sus primeros pensamientos bajo el cobijante sol; y ahora, mientras la luna negra giraba sobre sí misma absorbiendo el aire y la substancia de Krynn, de todas las cosas de Krynn, de la arboleda, de la montaña, de los abandonados condados... El dormiría, se olvidaría de todo. Pues lo que más dolía era la elección, y las alternativas queman la mano cuando el brazo ha sido cercenado. Pero ella fue hacia él, sollozante y luminosa, en un paisaje de sueños, donde él vio al mundo derrumbarse y renacer bajo el destello de la lanza. En su despedida había muerte y vida. A través de sus condenadas venas, el horizonte explotó.
Alzó la Dragonlance, retornó a la historia. El pálido ardor fluyó por su brazo elevado, y el sol y las tres lunas, aguardando prodigios, pendían unidos en el cielo. Huma se dirigió al oeste, a la torre de los Sumos Sacerdotes, sobre la espalda del Dragón Plateado. Y en el camino atravesó un país desolado donde sólo los muertos caminaban, murmurando los nombres de los dragones. Y los hombres de la torre, rodeados y cercados por dragones, por el lamento de los agonizantes, el rugido en el aire hambriento, aguardaban al silencio indecible. Esperaban, aún peor, temerosos de que el estallido de los sentidos deviniera en un momento de vacío en que la mente descansa con sus pérdidas y oscuridades.
Pero el serpenteante sonido del cuerno de Huma en la lejanía danzó en los campos de batalla. Toda Solamnia elevó su rostro hacia el cielo del este, y los dragones volaron hacia firmamentos más elevados, creyendo que había sobrevenido algún terrible cambio. Del tumulto de sus alas, del caos de los dragones, del corazón de la nada; la madre de la noche, arremolinada en lo incoloro de los colores, se precipitó hacia el este, dentro de la mirada del sol, y el cielo se deshizo en plata y blancos. Huma yacía en el suelo, a su lado una mujer, rota su plateada piel, la promesa de verde liberada del don de sus ojos. Ella susurró su nombre en el instante en que la Reina de la Oscuridad se inclinaba sobre Huma.
La madre de la noche descendió. Y desde la elevación de las murallas, los hombres vieron sombras bullir en el incoloro batir de sus alas: un cobertizo cubierto de junco, el corazón de una espesura, una olvidada luz plateada, explotaron en un terrorífico rojo. Y del centro de las sombras surgió una profundidad en la que la propia oscuridad resplandecía, negando todo aire, toda luz, toda sombra. Y arrojando su lanza al vacío, Huma cayó en la dulzura de la muerte, en la redentora luz del sol. Con la lanza, con su fuerte poder y la fraternidad de aquellos que deben caminar hacia el límite del aliento y de los sentidos, desterró a los dragones al corazón de la nada, y las extensas tierras florecieron en equilibrio y armonía.