– No te lo puedo explicar, pero no puedo volver a posar para ti. Hay algo fatal en un retrato. Tiene vida propia. Iré a tomar el té contigo. Será igual de placentero.
– Placentero para ti, mucho me temo -murmuró Hallward, pesaroso-. Y ahora, adiós. Siento que no me dejes ver el cuadro una vez más. Pero qué se le va a hacer. Entiendo perfectamente tus sentimientos.
Mientras lo veía salir de la habitación, Dorian Gray no pudo evitar una sonrisa. ¡Pobre Basil! ¡Qué lejos estaba de saber la verdadera razón! ¡Y qué extraño era que, en lugar de verse forzado a revelar su propio secreto, hubiera logrado, casi por casualidad, arrancar a su amigo el suyo! ¡Cuántas cosas le había explicado aquella extraña confesión! Los absurdos ataques de celos del pintor, su desmedida devoción, sus extravagantes alabanzas, sus curiosas reticencias…, ahora lo entendía todo, y sintió pena. Le pareció que había algo trágico en una amistad tan cercana al amor.
Suspiró y tocó la campanilla. Tenía que ocultar el retrato a toda costa. No podía correr de nuevo el riesgo de verse descubierto. Había sido una locura permitir que continuara, ni siquiera por una hora, en una habitación donde entraban sus amigos.
Capítulo 10
Cuando entró el criado, lo miró fijamente, preguntándose si se le habría ocurrido curiosear detrás del biombo. Absolutamente impasible, Víctor esperaba sus órdenes. Dorian encendió un cigarrillo y se acercó al espejo. En él vio reflejado con toda claridad el rostro del ayuda de cámara, máscara perfecta de servilismo. No había nada que temer por aquel lado. Pero enseguida pensó que más le valía estar en guardia.
Con voz reposada, le encargó decirle al ama de llaves que quería verla, y que después fuese a la tienda del marquista y le pidiese que enviara a dos de sus hombres al instante. Le pareció que mientras salía de la habitación, la mirada de Víctor se desviaba hacia el biombo. ¿O era imaginación suya?
Al cabo de un momento, con su vestido negro de seda, y mitones de hilo a la vieja usanza cubriéndole las manos, la señora Leaf entró, apresurada, en la biblioteca. Dorian le pidió la llave del aula.
– ¿La antigua aula, señor Dorian? -exclamó el ama de llaves-. ¡Pero si está llena de polvo! Tengo que limpiar y poner orden antes de dejarle entrar. No se la puede ver tal como está, no señor.
– No quiero que ponga usted orden, Leaf. Sólo quiero la llave.
– Lo que usted diga, señor, pero se llenará de telarañas. Hace casi cinco años que no se abre, desde que murió su señoría.
Dorian puso mala cara al oír hablar de su abuelo. Tenía muy malos recuerdos suyos.
– No importa -dijo-. Sólo quiero verla, eso es todo. Déme la llave.
– Y aquí la tiene -dijo la anciana, repasando el contenido de su manojo de llaves con manos trémulamente inseguras-. Ésta es. La sacaré enseguida. ¿No pensará usted vivir allí, tan cómodo como está aquí?
– No, no -exclamó Dorian, algo irritado-. Muchas gracias, Leaf. Eso es todo.
El ama de llaves tardó aún unos momentos en retirarse, extendiéndose sobre algún detalle del gobierno de la casa. Dorian suspiró, y le dijo que lo administrara todo como mejor le pareciera. Finalmente se marchó, deshaciéndose en sonrisas.
Al cerrarse la puerta, Dorian se guardó la llave en el bolsillo y recorrió la biblioteca con la mirada. Sus ojos se detuvieron en un amplio cubrecama de satén morado con bordados en oro que su abuelo había encontrado en un convento próximo a Bolonia. Sí; serviría para envolver el horrible lienzo. Quizás se había utilizado más de una vez como mortaja. Ahora tendría que ocultar algo con una corrupción peculiar, peor que la de los muertos: algo que engendraría horrores sin por ello morir nunca. Lo que los gusanos eran para el cadáver, serían sus pecados para la imagen pintada en el lienzo, destruyendo su apostura y devorando su gracia. Lo mancharían, convirtiéndolo en algo vergonzoso. Y sin embargo aquella cosa seguiría viva, viviría siempre.
Dorian se estremeció y durante unos instantes lamentó no haberle contado a Basil la verdadera razón para esconder el retrato. El pintor le hubiera ayudado a resistir la influencia de lord Henry, y otra, todavía más venenosa, que procedía de su propio temperamento. En el amor que Basil le profesaba -porque se trataba de verdadero amor- no había nada que no fuera noble e intelectual. No era la simple admiración de la belleza que nace de los sentidos y que muere cuando los sentidos se cansan. Era un amor como el que habían conocido Miguel Ángel, y Montaigne, y Winckelmann, y el mismo Shakespeare. Sí, Basil podría haberlo salvado. Pero ya era demasiado tarde. El pasado siempre se podía aniquilar. Arrepentimiento, rechazo u olvido podían hacerlo. Pero el futuro era inevitable. Había en él pasiones que encontrarían su terrible encarnación, sueños que harían real la sombra de su perversidad.
Dorian retiró del sofá la gran tela morada y oro que lo cubría y, con ella en las manos, pasó detrás del biombo. ¿Se había degradado aún más el rostro del lienzo? Le pareció que no había cambiado; la repugnancia que le inspiraba, sin embargo, iba en aumento. Cabellos de oro, ojos azules, labios encendidos: todo estaba allí. Tan sólo la expresión era distinta. Le asustó su crueldad. Comparado con lo que él descubría allí de censura y de condena, ¡cuán superficiales los reproches de Basil acerca de Sibyl Vane! Superficiales y anodinos. Su alma misma lo miraba desde el lienzo llamándolo a juicio. Dolorosamente afectado, Dorian arrojó la lujosa mortaja sobre el cuadro. Mientras lo hacía, llamaron a la puerta. Salió de detrás del biombo cuando entraba el criado.
– Señor, han llegado esas personas.
Dorian sintió que tenía que deshacerse de Víctor lo antes posible. No debía saber adónde se llevaba el cuadro. Había algo malicioso en él, y en sus ojos brillaba el cálculo y la traición. Sentándose en el escritorio, redactó velozmente una nota para lord Henry, pidiéndole que le mandara alguna lectura y recordándole que habían quedado en verse a las ocho y cuarto.
– Espere la respuesta -le dijo al ayuda de cámara al tenderle la misiva-, y haga pasar aquí a esos hombres.
Dos o tres minutos después se oyó de nuevo llamar a la puerta, y el señor Hubbard en persona, el famoso marquista de South Audley Street, entró con un joven ayudante de aspecto más bien tosco. El señor Hubbard era un hombrecillo de tez colorada y patillas rojas, cuyo entusiasmo por el arte quedaba atemperado por la persistente falta de recursos de la mayoría de los artistas que con él se relacionaban. En principio nunca abandonaba su tienda. Esperaba a que los clientes fuesen a verlo. Pero siempre hacía una excepción en favor del señor Gray. Había algo en Dorian que seducía a todo el mundo. Verlo ya era un placer.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Gray? -dijo, frotándose las manos, rollizas y pecosas-. He pensado que sería para mí un honor venir en persona. Acabo de adquirir un marco que es una joya. En una subasta. Florentino antiguo. Creo que viene de Fonthill. Maravillosamente adecuado para un tema religioso, señor Gray.
– Siento mucho que se haya tomado tantas molestias, señor Hubbard. Iré desde luego a su establecimiento para ver el marco, aunque últimamente no me interesa demasiado la pintura religiosa, pero en el día de hoy sólo se trata de subir un cuadro a lo más alto de la casa. Pesa bastante, y por eso he pensado en pedirle que me prestara a un par de hombres.
– No es ninguna molestia, señor Gray. Es una alegría para mí serle de utilidad. ¿Cuál es la obra de arte?
– Ésta -replicó Dorian Gray, apartando el biombo-. ¿Podrá usted moverlo, con la tela que lo cubre, tal como está? No quiero que se roce por las escaleras.
– No hay ninguna dificultad -dijo el afable marquista, empezando, con la ayuda de su subordinado, a descolgar el cuadro de las largas cadenas de bronce de las que estaba suspendido-. Y ahora, señor Gray, ¿dónde tenemos que llevarlo?