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Robert W. Chambers

El Rey de Amarillo

Traducción de Rubén Masera

“Los relatos de El Rey de Amarillo han sido muy importantes en el desarrollo de la literatura fantástica norteamericana. Todos los principales escritores del periodo de surgimiento del pulp parecen haberlo conocido. Su influencia se extiende casi mundialmente, aún cuando durante muchos años el libro estuviera agotado. De él se extraen nuevos temas, se imitan y reciclan relatos, y -lo más importante de todo- los nuevos conceptos de horror metafísico son retomados por una hueste de escritores cansados de los fantasmas y fenómenos ocultistas, y desconformes con el misticismo o la investigación psicológica. En verdad, se puede señalar a El Rey de Amarillo como uno de los más importantes libros de ficción sobrenatural norteamericana entre Poe y los modernos.

E. F. Bleiler

Robert William Chambers (1865-1933) nació en Brooklyn, Nueva York. Asistió al Polytechnic Institute y después de su graduación estudió pintura en la Academia Julien exhibiendo sus obras en el Salón de París de 1896. a su regreso a Nueva York se convirtió -junto con Charles Dana Gibson- en uno de los más conocidos ilustradores de las revistas de la época. Inició su carrera literaria en 1894, con la publicación de In the Quarter, donde utilizó -como en algunos relatos de este volumen- material de su vida de bohemio en París.

Sus obras más importantes en el campo de la fantasía son las siguientes: The King in Yellow (1895), The Maker of Moons (1896), The Mystery of Choice (1897), In Search of Unknown (1904) Police!!! (1915) y The Slayer of Souls (1920).

El fulminante éxito de su “Rey de Amarillo” le dio rápida fama y pudo dedicar todo su tiempo a escribir. Al morir había publicado más de setenta libros -la mayoría de ellos olvidados- de todo tipo: fantasía, biografías, temas históricos, deportivos, teatro y poesía.

El Rey de Amarillo, junto con el Necronomicón, de H. P. Lovecraft, es uno de los recursos literarios más felices de la literatura fantástica. Libro dentro de un libro, entra y sale de la narración provocando un efecto de distanciamiento que potencia su horror. Es notable la influencia que le produjo Ambrose Bierce, especialmente “Un habitante de Carcosa”. La suya propia se deja sentir dentro del círculo de autores de “Los Mitos de Cthulhu”. Incluimos aquí las cinco historias del “Rey de Amarillo” (los otros relatos del libro homónimo son escenas de la vida parisina, carentes por completo de interés): “El reparador de reputaciones” (un extraño relato de ciencia-ficción escrito en 1895 y ubicado en los años 20; una visión devastadora de un Estados Unidos que no existe), “La máscara”, “En la Corte del Dragón”, “El signo amarillo” y “La Demoiselle d’Ys”.

Completan el volumen “El hacedor de lunas”, con una oscura proyección de “amenaza oriental”, relato que anticipa las historias de aventuras de Sax Rohmer, tan populares en la década del ’20; “Una tarde placentera”, un tema inusual en Chambers por su toque naturalista; “El mensajero”, ubicado en esa campiña bretona que tan bien conocía y amaba; y “La Llave del Dolor”, otra muestra de la influencia de Bierce, con su notable parecido -si bien sentimentalizado- con “El puente sobre el río del Buho”.

Toda la obra de Chambers fue escrita para una generación que ya no existe y es probable que dentro de unas décadas sea completamente olvidado. Pero mientras exista un lector de ficción fantástica, el “Rey de Amarillo” vivirá para siempre.

…”Mirando hacia arriba, en un insólito abismo abierto en las nubes, ¡se me aparecieron Aldebarán y las Híadas! Y todo me sugería la noche -el lince, el hombre de la antorcha, la lechuza-. No había oscuridad y yo veía las estrellas. ¿De qué atroz sortilegio era víctima?

AMBROSE BIERCE

EL SIGNO AMARILLO

Rompen las olas neblinosas a lo largo de la costa,

Los soles gemelos se hunden tras el lago,

Se prolongan las sombras

En Carcosa.

Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,

Y extrañas lunas giran por los cielos,

Pero más extraña todavía es la

Perdida Carcosa.

Los cantos que cantarán las Híades

Donde flamean los andrajos del Rey,

Deben morir inaudibles en la

Penumbrosa Carcosa.

Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,

Muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas

Se secan y mueren en la

Perdida Carcosa.

El canto de Cassilda en El Rey de Amarillo

Acto 1º, escena 2ª

I. QUE COMPRENDE EL CONTENIDO DE UNA CARTA SIN FIRMA ENVIADA AL AUTOR

¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertas notas musicales me recuerdan los tintes dorados y herrumbrosos del follaje de otoño? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas en cuyas paredes resplandecen desiguales masas de plata virgen? ¿Qué había en el tumulto y el torbellino de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un apacible bosque bretón en el que la luz del sol se filtraba a través del follaje de la primavera y Sylvia se inclinaba a medias con curiosidad y a medias con ternura sobre una pequeña lagartija verde murmurando: "¡Pensar que esta es una criatura de Dios!"

La primera vez que vi al sereno, estaba de espaldas a mí. Lo miré con indiferencia hasta que entró a la Iglesia. No le presté más atención que la que hubiera prestado a cualquier otro que deambulara por el parque de Washington aquella mañana, y cuando cerré la ventana y volví a mi estudio, ya lo había olvidado. Avanzaba la tarde, como hacía calor, abrí la ventana nuevamente y me asomé para respirar un poco de aire. Había un hombre en el atrio de la iglesia y lo observé otra vez con tan poco interés como por la mañana. Miré la plaza en que jugueteaba el agua de la fuente y luego, llena la cabeza de vagas impresiones de árboles, de senderos de asfalto y de grupos de niñeras y ociosos paseantes, me dispuse a volver a mi caballete. Entonces, mi mirada distraída incluyó al hombre del atrio de la iglesia. Tenía ahora la cara vuelta hacia mí y, con un movimiento totalmente involuntario, me incliné para vérsela. En el mismo instante levanté la cabeza y me miró. Me recordó de inmediato a un gusano de ataúd. Qué era lo que me repugnaba en el hombre, no lo sé, pero la impresión de un grueso gusano blancuzco de tumba fue tan intensa y nauseabunda que debe de haberle mostrado en mi expresión, porque apartó su abultada cara con un movimiento que me recordó una larva perturbada en un nogal.

Volví a mi caballete y le hice señas a la modelo para que reanudara su pose. Después de trabajar un buen rato, advertí que estaba echando a perder tan de prisa como era posible lo que había hecho. Cogí una espátula y quité con ella el color. Las tonalidades de la carne eran amarillentas y enfermizas; no entendía cómo había podido dar unos colores tan malsanos a un trabajo que había resplandecido antes de salud.

Miré a Tessie. No había cambiado y el claro arrebol de la salud le teñía el cuello y las mejillas; fruncí el ceño.

– ¿He hecho algo malo? -preguntó.

– No… he estropeado este brazo y, no sé cómo pude haber ensuciado de este modo la tela -le contesté.

– ¿No estoy posando mal? -insistió.

– Pues, claro, perfectamente.

– ¿No es culpa mía entonces?