—Me gustaría hablar un poco con tía Amélie. ¿Habéis organizado una cita secreta a medianoche detrás de una arboleda del parque Monceau?
—Vendrá a cenar esta noche —masculló Adalbert, con la mente y los ojos ocupados.
La aparición de dos agentes en bicicleta saliendo de la calle Royale aportó un súbito apaciguamiento a los rugidos rabiosos del motor. Adalbert les ofreció una sonrisa seráfica cuyo final dirigió a su compañero.
—¿Qué tal en España? ¿Bien? ¿Qué asunto te ha llevado allí? ¡Debe de hacer ya un calor de mil demonios!
—La restitución al Tesoro español de una pieza desaparecida desde el siglo pasado. Eso me ha valido escoltar a la reina hasta Sevilla para asistir a una fiesta en casa de los Medinaceli mientras su real esposo se iba a hacer alguna calaverada a Biarritz…, y de paso he encontrado el rastro del rubí, la última piedra del pectoral.
El coche dio un bandazo que traducía la emoción de su conductor, pero éste recuperó el control de inmediato.
—¿Y por qué no lo has dicho antes?
—¿Para que nos peguemos un tortazo? ¿Tú has visto a qué velocidad conducías?
—Reconozco que cuando hace buen tiempo me dejo llevar un poco.
—Y cuando llueve también. Por cierto, en lo referente al rubí, no lances las campanas al vuelo todavía: sólo estoy seguro de su recorrido hasta finales del siglo XVI, cuando lo compró el emperador Rodolfo II.
—No me digas que vamos a tener que vérnoslas otra vez con el tesoro de los Habsburgo…
—No lo creo. El personaje con el que hablé en España jura que, a la muerte del emperador, éste ya no lo poseía y que nadie sabe adónde ha ido a parar. Lo primero que hay que hacer, creo yo, es poner a Simón al corriente. Nadie conoce mejor que él las joyas de los Habsburgo y, con lo que ya he podido averiguar, quizás encuentre alguna pista. Sobre todo teniendo en cuenta que esa condenada piedra parece todavía más maligna que las otras.
—¡Cuenta!
—Ahora no. Vale más que mires por dónde vas.
Aldo guardó un silencio prudente hasta que su amigo pisó el freno delante de la puerta de su casa, una vivienda de finales de siglo muy señorial, donde ocupaba un vasto primer piso sobre entresuelo, maravillosamente cuidado por Théobald, su fiel sirviente. En caso de necesidad, éste llamaba a su hermano gemelo Romuald, [4] con el que formaba una pareja tanto más valiosa cuanto que ninguno de los dos tenía miedo de nada y sabía hacer prácticamente de todo, desde cultivar rábanos hasta practicar la guerra de guerrillas en pleno desierto.
Théobald esperaba al príncipe con una satisfacción sobradamente puesta de manifiesto por el suntuoso desayuno dispuesto para él en la biblioteca… y el ramo de olorosas peonías colocado sobre un velador en el dormitorio del invitado.
Mientras hacía desaparecer una buena cantidad de brioches calientes, de cruasanes deliciosamente hojaldrados y de tostadas untadas con mantequilla con sabor de avellana y mermelada de albaricoque, acompañados de un café digno de Celina, Aldo contó sus aventuras españolas y cómo había dejado, a cambio de información, que un ladrón disfrutara en paz del producto de su robo.
—El amor lo justifica todo —dijo, suspirando, Vidal —Pellicorne—. No podías romperle el corazón a ese pobre hombre.
—El amor verdadero, quizá, pero ¿lo es siempre tanto como algunos afirman? —murmuró Morosini, pensando en la que llevaba su apellido gracias a un chantaje hecho en nombre de ese mismo amor—. Por cierto, ¿tienes noticias de Lisa Kledermann?
Adalbert se atragantó con el cruasán y consiguió hacerlo pasar bebiendo media taza de café, lo que sirvió de disculpa para el bonito color púrpura que había teñido su rostro.
—¿Por qué relacionas a Lisa con el amor? —preguntó por fin.
—Porque sé que sientes debilidad por ella, y como sois excelentes amigos y Lisa no tiene ninguna razón para darte la espalda, he pensado que a lo mejor sabías algo.
—El último en verla fuiste tú, cuando te llevó el ópalo.
—¿Ni una carta, ni una llamada telefónica?
—Nada. Debe de tener demasiado miedo de que le hable de ti, y yo no sé dónde está. En Viena no, desde luego, porque he recibido noticias de la señora Von Adlerstein; parece ser que su nieta ha decidido desaparecer de nuevo.
—Entonces no hablemos más del asunto… y volvamos a la causa de todo el maclass="underline" Anielka. ¿Qué hace en París?
—Aparentemente, no gran cosa. Vive más o menos enclaustrada en la mansión Ferráis…, pero prefiero dejar que te hablen de ella las damas de la calle Alfred-de-Vigny.
La señora de Sommières no compartía el buen humor de Adalbert. Quería mucho a Aldo, cuya difunta madre era sobrina y ahijada suya. La noticia de su matrimonio con la viuda de su ex vecino y enemigo, sir Eric Ferráis, la había consternado. Reconocía que Aldo, ante el abominable trato que le habían impuesto, [5] no había tenido elección, pero, pese a la bendición nupcial dada a la pareja, se negaba a considerar a la joven su sobrina.
«Los tribunales eclesiásticos no se han inventado para los perros —escribió a su sobrino cuando se enteró de la noticia— y espero que no tardes en recurrir a ellos…»
Y eso fue lo primero que le preguntó a Morosini tras darle un beso, cuando llegó a la calle Jouffroy:
—¿Has presentado la solicitud de anulación ante el tribunal de Roma?
—Todavía no.
—¿Y por qué, si puede saberse? ¿Has cambiado de opinión?
—En absoluto, pero no he querido abrumar a esa desdichada en el momento en que su padre tiene que responder de sus crímenes ante la justicia inglesa. Confieso que me da un poco de pena.
—Con esas ideas nunca te librarás de ella. Y si lo ahorcan, ¿tendrás que consolarla?
—Espero que encuentre todo el consuelo necesario en su hermano. Dejaré que se celebre el juicio y después enviaré la solicitud. A partir de ese momento podremos vivir cada uno por nuestro lado.
—Entonces ya puedes ir a redactarla y mandarla. No habrá juicio.
El tono de la marquesa se tornaba dramático y Aldo, divertido, pensó que en algunos momentos su querida y anciana tía parecía más que nunca una Sarah Bernhardt entrada en años. No faltaba ningún detalle: voz profunda y vibrante, abundantes cabellos cuya blancura todavía mostraba algunos mechones rojos, sobre una mirada que conservaba toda su juventud. Hasta el vestido de corte «princesa», de moaré violeta con una pequeña cola, completaba la ilusión. La marquesa de Sommières permanecía fiel a esa moda introducida hacía muchos años por la reina Alejandra de Inglaterra y que la favorecía. Siempre llevaba una colección de collares de oro combinado con perlas, esmaltes o pequeñas piedras preciosas, uno de los cuales sujetaba sus impertinentes y cuyos colores variaban según el de la ropa. En aquellos momentos, sentada muy erguida en un sillón tapizado de terciopelo verde oscuro, recordaba a la vez un cuadro de La Gándara y el retrato de una emperatriz china que Aldo había admirado un día en la tienda de Gilíes Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme y un querido amigo.