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—He preguntado, claro está, si habían llamado a un médico —añadió Marie-Angéline—, pero por lo visto consideran que no merece la pena porque dentro de unos días estará repuesto.

—¿Y qué va a hacer la bella Anielka con su tío cuando se haya recuperado? —preguntó la señora de Sommières—. ¿Llevarlo a Polonia?

—Eso lo sabremos, supongo, los próximos días. ¡Habrá que tener paciencia!

—Yo no tengo mucha —gruñó Morosini—, y tampoco tengo tiempo. Sólo espero que no esté pensando en llevarlo a Venecia. Sabe desde el día de la boda lo que pienso de su familia.

—No se atreverá a hacer una cosa así. Tranquilízate.

—Me resulta bastante difícil. Ese tal tío Boleslas no me dice nada bueno.

La cosa empeoró cuando unos días más tarde Adalbert regresó de Londres.

El egiptólogo, sin llegar a estar preocupado, se mostraba sorprendido.

—Jamás habría pensado que un cruel asesino como Solmanski, prácticamente condenado a la horca, estuviese tan bien relacionado. Y Warren tampoco, claro. Se habría dicho que, tras la muerte de Solmanski, la única preocupación de la justicia británica era aliviar la pena de la familia. Las puertas de la prisión se abrieron ante Sigismond y su mujer, a quienes fue entregado el cuerpo del suicida. Habían suplicado que les evitaran el horror de una autopsia totalmente innecesaria, puesto que se conocía la causa de la muerte: envenenamiento por veronal. Pero Warren, muy apegado a las tradiciones y los usos, está muy molesto. Le horroriza recibir órdenes.

—Al valorar el dolor de la familia, ¿se tuvo en cuenta también el del tío Boleslas? —preguntó Aldo.

—¿Quién es ése?

—¿Cómo? ¿No estaba en Londres el tío Boleslas? ¿Cómo es posible, entonces, que llegara aquí el otro día con Sigismond y su mujer, que lo llevaban entre algodones de lo achacoso que estaba?

—Es la primera vez que oigo hablar de él. ¿Y dónde está ahora?

—Aquí al lado —respondió Morosini en tono sarcástico—. La joven pareja sólo se quedó veinticuatro horas, hasta la siguiente salida del Nord-Express, tras dejar el ataúd en la consigna de la estación. Pero, si bien llegó con el tío Boleslas, se marchó sin él. El pobre hombre está agotado; necesita descansar y reponer fuerzas. Y de eso está ocupándose en este momento mi querida mujer, antes de llevarlo a… no sabemos qué destino, aunque espero que no sea mi casa.

—¡Vaya, vaya!

Adalbert había entornado los ojos hasta convertirlos en dos líneas delgadas y brillantes. Al mismo tiempo, el arqueólogo fruncía la nariz como un perro olfateando una pista. Era evidente que el tono sarcástico de su amigo le daba que pensar.

—Se me ocurre una cosa —dijo—, y me pregunto si por casualidad no se te habrá ocurrido a ti también. Es disparatado, pero de esa gente me creo cualquier cosa.

—Explícame de qué se trata y te diré si estamos de acuerdo.

—Muy sencillo: Solmanski no tomó veronal sino una droga que simula la muerte o que lo sumió en un estado de catalepsia. Las autoridades tuvieron la gentileza de entregarlo a su desconsolada familia y, una vez en Francia, ésta lo sacó de la caja para introducirlo en el personaje del tío Boleslas.

—¡Justo! Aunque no paro de repetirme que es un plan muy difícil de llevar a cabo.

—Olvidas el dinero. Esa gente es muy rica: además de la fortuna de Ferráis, de la que tu querida mujer, como dices, ha recibido una buena parte, está la esposa norteamericana de Sigismond, que, conociendo al granuja, no debe de encontrarse en una mala situación económica. En tu opinión, ¿cuánto tiempo se quedarán aquí Anielka y su tío?

Durante tres días más, Aldo, encerrado en casa de tía Amélie, reprimió su impaciencia dedicándose a devorar todo lo interesante que encontraba en la biblioteca o a hablar durante horas con Adalbert sobre el posible camino seguido por el rubí después de su llegada a Praga. Lo primero que habían hecho había sido escribir a Simón Aronov para ponerlo al corriente y pedirle alguna orientación, pero, en espera de la respuesta, Morosini se aburría solemnemente y sólo encontraba cierto alivio cuando, ya entrada la noche, podía bajar al jardín para observar los escasos movimientos que se producían en la casa vecina. En cuanto a Marie-Angéline, no dejaba de hacer, noche tras noche, una excursión al tejado con la esperanza, siempre frustrada, de ver algo. Los habitantes de la mansión Ferráis continuaban viviendo con las ventanas cerradas y las cortinas corridas pese a que hacía un tiempo deliciosamente suave, lo que demostraba fehacientemente que tenían algo que ocultar.

Alrededor de ese islote silencioso, París se agitaba en medio de los grandes festejos permanentes de los VII Juegos Olímpicos y de los sobresaltos de un gobierno en ebullición que arrastraría en su caída al presidente de la República, Alexandre Millerand. Y esta situación se prolongó hasta la mañana del cuarto día, en que Marie-Angéline volvió de misa corriendo: lady Ferráis y tío Boleslas saldrían de París al día siguiente por la noche a bordo del Arlberg-Express. Inmediatamente, una llamada telefónica informó a Vidal-Pellicorne, que se apresuró a ir a Cook para reservar el sleeping de Plan-Crépin. Como no se sabía dónde pensaba bajar la pareja, le pareció prudente sacar el billete hasta Viena.

Aunque Adalbert dudaba de que, si tío Boleslas era el difunto Solmanski, se atreviera a cruzar la frontera austríaca.

—¿Disfrazado y con documentación falsa? ¿Por qué no? —repuso Aldo—. Nuestro amigo Schindler [9] ha debido de enterarse del suicidio y no malgastará el tiempo sentado junto al puesto fronterizo. Una cosa es segura: Anielka no lo lleva a mi casa. Como no tienen ningún motivo para pensar que los espían, habrán tomado el Simplón.

Al día siguiente por la noche, Marie-Angéline, contentísima de la escapada y del papel que le hacían desempeñar, montaba en el mismo coche-cama. Y la espera empezó de nuevo.

Una espera un poco angustiosa para Morosini, preocupado ante la idea de que su emisaria se hallara expuesta a no pegar ojo otra vez en toda la noche. Pero tía Amélie lo tranquilizó:

—Ya sabes que Marie-Angéline se entera siempre de lo que quiere saber. Me apuesto lo que sea a que media hora después de salir el tren descubrirá el destino de la pareja.

A la mañana siguiente, en efecto, una llamada telefónica desde Zúrich aclaraba la situación: los viajeros se habían instalado en el mejor hotel de la ciudad, el Baurau-Lac, y naturalmente Plan-Crépin había hecho lo mismo. Ésta pudo precisar a sus interlocutores que Anielka se había registrado con el nombre de princesa Morosini y el tío con el de barón Solmanski.

—¿Qué hago ahora? —preguntó.

—Esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—Hasta que ocurra algo. Si esto se prolongara mucho, enviaríamos a alguien para relevarla. Ahora que lo pienso, vamos a hacerlo ya. Debemos evitar que se fijen en usted —decidió Morosini.

Esa misma noche, Romuald, hermano gemelo de Théobald, el criado para todo de Vidal-Pellicorne, emprendía el viaje con destino a Suiza. Conocía perfectamente a los Solmanski, padre, hijo e hija, por haber intervenido en la tragicomedia en que se había convertido la boda de Anielka y Eric Ferráis, [10] y Marie-Angéline lo apreciaba.

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9

Véase El Ópalo de Sissi.

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10

Véase La Estrella Azul.