Dos días más tarde, esta última estaba de vuelta con más noticias: la joven había partido para Venecia y tío Boleslas se había quedado acabando de recobrar la salud bajo la mirada vigilante de un Romuald firmemente decidido a no dejarlo ni a sol ni a sombra.
—¿Se ha ido sola? —preguntó Aldo.
—Sí. Bueno, acompañada de Wanda, claro.
—En tal caso, yo también voy a volver a casa. Ya va siendo hora de que vaya a ver cómo marchan las cosas por allí.
—¿Piensas poner en marcha la solicitud de anulación al tribunal de Roma? —preguntó la señora de Sommières.
—Es lo primero que voy a hacer. En cuanto llegue, pediré audiencia al patriarca de Venecia. [11]—Supongo que te ayudará que una vieja descreída como yo rece por ti —dijo la señora de Sommières dándole un beso, lo que en ella era muestra de una emoción extraordinaria.
Provisto de un montón de recomendaciones, Aldo se puso en camino hacia Venecia en el Simplon-Orient-Express. Le había hecho prometer a Adalbert que le daría noticias de Simón Aronov en cuanto las recibiera. El rastro del rubí todavía estaba caliente; no había que dejar que se enfriara.
5. Encuentros
La mujer a la que Aldo encontró frente a él, al otro lado de la mesa del desayuno, tenía muy poco que ver con la atractiva criatura con el vestido rosa brillante que había visto salir del salón Ferráis de la mano de John Sutton. De luto riguroso y sin el menor rastro de maquillaje, parecía la reclusa de Brixton Jail [12] y ofrecía la imagen —impresionante— de un dolor contenido con dignidad que habría engañado a cualquiera. Salvo, por supuesto, a Aldo. No obstante, éste siguió el juego con una cortesía intachable.
—Estoy seguro de que estos caballeros te han expresado sus condolencias —dijo señalando a Guy Buteau y a Angelo Pisani, que compartían con ellos la comida—. En estas circunstancias, las palabras no significan gran cosa y no intentaré decirte que siento algún pesar, pero te ruego que creas que deseo adherirme al tuyo.
—Gracias. Es muy amable por tu parte manifestármelo.
—Es lo mínimo. Pero… estoy un poco sorprendido de verte aquí. ¿No has acompañado a tu padre hasta Varsovia?
—No. Mi hermano ha insistido en que no lo hiciera, y en lo que a mí respecta, no tenía ningunas ganas de volver. Parece que no recuerdas que allí no estaría segura.
—En Inglaterra tampoco estás muy segura, y sin embargo has ido, ¿no?
—No. Me quedé en París, donde pensaba esperar… noticias del juicio. En Londres, el acoso de los periodistas habría sido insoportable.
—¿Y en París no? ¿Los caballeros de la prensa no te localizaron allí?
—De ninguna manera. Wanda y yo nos alojamos en casa de una norteamericana, una prima de mi cuñada. Aunque debería decir… nuestra cuñada —añadió la joven con una débil sonrisa.
—No te disculpes, no tengo espíritu de clan.
—¿Y a ti qué tal te ha ido el viaje a España?
—Muy bien. He visto cosas preciosas.
Aldo atrapó al vuelo la ocasión para introducir a Guy en la conversación evocando para él las «cosas preciosas» en cuestión, sin hacer, por descontado, la menor mención al retrato robado. Necesitaba oír otra voz si quería seguir conservando la sangre fría ante lo que sabía que era un cúmulo de mentiras. No era la primera vez que sospechaba que Anielka era una hábil actriz, pero esta vez estaba superándose a sí misma.
Seguramente fue eso lo que lo decidió a no seguir dejando para más adelante las primeras gestiones encaminadas a obtener la anulación de su matrimonio. Vestido con un traje oscuro, hizo que Zian lo llevara a San Marco con la góndola. Salvo cuando se trataba de algo urgente, no utilizaba el motoscaffo para ir al conjunto basílica-palacio de los Dux, que era como la corona puesta en la frente de la más sublime de las repúblicas. Según él, el olor de gasolina y los rugidos iconoclastas no debían romper el encanto de la Piazzetta, el lugar de desembarco sin duda más singular, más luminoso, más anunciador de maravillas.
Después de dejar atrás las dos columnas de granito oriental, una coronada por el león alado de Venecia, la otra por un san Teodoro vencedor de una especie de cocodrilo, entre las que antaño ejecutaban a los culpables, llegó andando a paso rápido al porche de San Marco, donde piafaban los cuatro sublimes caballos de cobre dorado, nacidos bajo los dedos de Lisipo, fundidos en el siglo III antes de Cristo y que tiempo atrás habían suscitado la codicia de Bonaparte. A Morosini le gustaban y siempre les dirigía un pequeño saludo antes de adentrarse en la oscuridad resplandeciente de la basílica bizantina, cuya luz procedía exclusivamente de la pala de oro y de esmalte ante la que ardía un bosque de cirios. Cuando entraba allí, siempre tenía la impresión de penetrar en el corazón de un bosque mágico.
Como de costumbre, había mucha gente. La proximidad del verano multiplicaba los turistas, que poco a poco invadirían Venecia y la harían menos soportable. Cristiano poco practicante pero profundamente creyente, Aldo presentó sus respetos al Señor de la casa rezando una breve oración antes de ponerse a buscar al padre Gherardi, que había bendecido su inverosímil matrimonio.
Lo encontró en la puerta de la sacristía vestido para salir.
—¿Tienes prisa? —preguntó Morosini, un tanto frustrado.
—No mucha. Debo estar a las cuatro en el Rio dei Santi Apostoli para visitar a una enferma.
—En ese caso, ven. Zian me espera en el muelle con la góndola; te llevaremos. lie de hablar contigo.
—Parece que se trata de algo serio —dijo el sacerdote mirando la cara de preocupación de su amigo. Se conocían desde la infancia.
—Más que serio, es grave. Pero esperemos a encontrarnos a bordo. Allí al menos estaremos tranquilos. Dime primero cómo estás tú.
Mientras los dos hombres se dirigían con paso decidido a la dársena de San Marco, entre los numerosos transeúntes apareció una mujer que caminaba hacia ellos. Era alta, un poco corpulenta pero elegante, aunque su ropa —un traje sastre de corte impecable— mostraba algunos signos de fatiga.
El padre Gherardi sonrió al reconocerla y quiso dirigirse hacia ella, pero Aldo, asiéndolo con firmeza del brazo, lo arrastró hacia la izquierda a fin de evitar a la dama. El rostro del sacerdote se convirtió en el símbolo mismo de la sorpresa:
—No me digas que no la has reconocido… ¡Es tu prima!
—Ya lo sé.
—¿Y no la saludas? ¿No te paras para hablar con ella?
—Nuestra relación se ha enfriado un poco —dijo Morosini.
Presintiendo que éste no quería dar más explicaciones, Gherardi no insistió y esperó hasta que estuvieron bien instalados entre los cojines de terciopelo de la góndola para reanudar la conversación; había advertido el ensombrecimiento súbito del rostro de su amigo.
—Bueno —dijo con un tono distendido un tanto forzado—, ¿de qué quieres hablar?
—Deseo que Roma anule mi matrimonio y, como .ves, sigo la vía jerárquica, puesto que fuiste tú quien lo celebró.
—¿Quieres separarte de tu mujer? ¿Ya? Pero si apenas llevas casado…
—Olvídate de eso. Sólo te digo que, si hubiera podido romper esa unión el mismo día, lo habría hecho.
—¡Pero eso es absurdo! Tu mujer es… encantadora y…
—Lo sé, pero no es ésa la cuestión. Para empezar, no la he tocado.
—¿Un matrimonio rato? ¿Entre dos seres como vosotros? Nadie querrá creerlo.
11
El arzobispo de Venecia ostenta este título, heredado de los antiguos vínculos con la Iglesia ortodoxa.