El rabino había dejado de moverse. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, se hallaba inmerso en una profunda meditación que se prolongó varios minutos. Por fin, tras erguir el cuerpo por completo, echó la cabeza hacia atrás, levantó los dos brazos en vertical y pronunció con voz potente lo que al observador mudo le pareció una súplica en hebreo. Luego bajó los brazos, irguió la cabeza e inmediatamente tendió hacia la pared la mano derecha con los dedos separados, en un gesto imperioso, y pronunció lo que tanto podía ser un llamamiento como una orden. Entonces sucedió algo increíble. Sobre esa pared desnuda se dibujó una forma, borrosa e imprecisa al principio, como si las piedras emitieran una luz oscura. Un cuerpo inmaterial dentro de unos ropajes rojos y, sobre él, un rostro doliente: el de un hombre de facciones grandes, medio ocultas por una barba y un largo bigote de un rubio rojizo que enmarcaban unos labios duros. Los rasgos llenos de nobleza expresaban sufrimiento y la mirada sombría parecía anegada de lágrimas, pero sobre la frente de la aparición se distinguía la forma vaga de una corona.
Entre el gran rabino y el espectro se entabló un extraño diálogo casi litúrgico en una lengua eslava de la que Morosini, fascinado y aterrado a la vez, no entendió una sola palabra. Los responsorios se sucedían, algunos largos pero la mayoría cortos. La voz de ultratumba era débil, la de un hombre en el límite de sus fuerzas. El brazo tendido del rabino parecía arrancarle las palabras. Las últimas fueron pronunciadas por éste y, por su dulzura, por la compasión que expresaban, Aldo comprendió que, además de ser una oración, estaban destinadas a proporcionar sosiego. Por fin, lentamente, muy lentamente, Jehuda Liwa bajó el brazo. Al mismo tiempo, el fantasma pareció disolverse en la pared.
Sólo se oía el rugido de los truenos alejándose. El gran rabino estaba inmóvil. Con las manos cruzadas sobre el pecho, seguía rezando, y Morosini, en su rincón, susurró mentalmente las palabras del De profundis. Finalmente, sin moverse aún, con un leve gesto, el mago pareció ordenar alas velas que se apagaran. Se agachó para recogerlas y se acercó al hombre transformado en estatua que lo esperaba. Tenía el semblante lívido y sus facciones acusaban un profundo cansancio, pero todo su ser reflejaba el triunfo.
—Ven —se limitó a decir—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.
7. Un castillo en Bohemia
En silencio, se marcharon de la vieja morada, pero, en lugar de volver hacia los jardines, salieron del ala medieval a la plaza que separaba el ábside de la catedral y el convento de San Jorge, recorrieron la calle del mismo nombre, apenas iluminada, y se adentraron en angostas y oscuras arterias que parecían fallas entre los muros severos de algunas casas nobles o religiosas sin que Morosini hiciera ninguna pregunta. Todavía conmocionado por lo que acababa de presenciar, no estaba muy lejos de creer que el hombre al que seguía lo había trasladado, empleando la magia, a los tiempos de Rodolfo, y esperaba ver surgir en cualquier momento de las tinieblas circundantes alabarderos empuñando sus armas, lansquenetes monstruosos, sirvientes transportando presentes o incluso la escolta de algún embajador.
No despertó de esa especie de sueño hasta el momento en que el gran rabino abrió ante él la puerta de una casita baja pintada de verde manzana, una diminuta casa similar a las vecinas, de colores variados. Recordó entonces haberlas visto durante el día y supo que lo habían llevado a lo que llamaban el callejón del Oro, o de los Orífices. Adosado a la muralla, desde lo alto de la cual se dominaban sus tejados, todos iguales, había sido construido por Rodolfo II para que albergara, según la leyenda, a los alquimistas que el emperador mantenía. [17]
—Pasa —dijo Liwa—. Esta casa es de mi propiedad. Aquí podremos hablar tranquilamente.
Los dos hombres tuvieron que inclinarse para entrar. Junto al hogar apagado se apiñaban una mesa, un aparador sobre el que había un candelero que el rabino encendió, dos sillas, un reloj de pared y una estrecha escalera que subía a un piso con el techo todavía más bajo. Morosini se sentó en la silla que le indicaban mientras que su anfitrión se acercó al aparador para coger un vaso y una frasca de vino, llenó el primero con el contenido de la segunda y se lo ofreció:
—Bebe. Debes de necesitarlo. Estás muy pálido.
—No me extraña. Siempre impresiona ver que se abre ante ti una ventana a lo desconocido…, al más allá.
—No creas que me someto a menudo a esta clase de experiencias, pero para los hijos de Israel es preciso que el rubí aparezca y no había otro medio. Sabes con quién acabo de hablar, ¿verdad?
—He visto retratos suyos. Era… Rodolfo II, ¿no?
—En efecto, era él. Y tenías razón al pensar que esa piedra, la más maléfica de todas, no ha salido de Bohemia.
—¿Está aquí?
—¿En Praga? No. Enseguida te diré dónde, pero antes tengo que contarte una historia horrible. Es preciso que la conozcas para saber hasta dónde deberás llegar y para que no cometas la locura, una vez encontrada la gema, de llevártela tranquilamente a fin de entregársela a Simón. Tienes que traérmela primero a mí, y lo más rápido que puedas, para que yo la vacíe de su carga asesina; de lo contrario, te expondrías a ser tú mismo víctima de ella. Vas a jurar que vendrás a ponerla en mis manos. Después te la devolveré. ¿Lo juras?
—Lo juro por mi honor y por la memoria de mi madre, que fue víctima del zafiro —dijo Morosini con voz firme—. Pero…
—No me gustan las condiciones.
—No es una condición, sino un ruego. Puesto que todo parece obedecerle, ¿tiene usted poder para liberar a un alma en pena?
—¿Te refieres a la parricida de Sevilla?
—Sí. Le prometí que haría cuanto estuviera en mi mano para ayudarla. Me parece que su arrepentimiento es sincero y…
—Y sólo un judío puede liberarla de la maldición de otro judío. No temas: cuando el rubí haya perdido su poder, la hija de Diego de Susan podrá descansar. Ahora, presta atención. Y bebe si te apetece.
Sin hacer caso del gesto negativo de Morosini, el anciano llenó de nuevo el vaso; después apoyó la espalda en la silla y cruzó las largas manos sobre las rodillas. Finalmente, sin mirar a su visitante, empezó:
—En el año 1583, Rodolfo tenía treinta y un años. Ocupaba el trono imperial desde los siete, y aunque estaba prometido a su prima, la infanta Clara Eugenia, no se decidía a celebrar la boda. La indecisión fue, por lo demás, su defecto más grave. Pese a que le gustaban las mujeres, el matrimonio le daba miedo y se contentaba con saciar sus necesidades viriles con muchachas humildes o mujeres fáciles. Su corte, a la que afluían artistas, sabios y también charlatanes, era en aquella época muy alegre y brillante. El pintor Arcimboldo, el hombre de las caras extrañas que fue para él lo que Leonardo da Vinci fue para Francisco I en Francia, organizaba fiestas, inventaba danzas, espectáculos y sobre todo bailes de disfraces, que encantaban al emperador. Fue en una de esas fiestas donde se fijó en dos jóvenes de una gran belleza. Se llamaban Catalina y Octavio y, para sorpresa de Rodolfo, que no los había visto nunca hasta entonces, eran hijos de uno de sus «anticuarios», Jacobo da Strada, natural de Italia, como Arcimboldo, y tan apuesto también que Tiziano le había dedicado un lienzo. Catalina y Octavio se parecían de un modo extraordinario, y al verlos, el emperador quedó profundamente impresionado, quizás incluso más que aquellos dos jovencitos ante la majestad del soberano. Le parecieron tan excepcionales que creyó que eran seres sobrenaturales y deseó mantenerlos a su lado.
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Kafka vivió allí en 1917, y más tarde la calle albergó al premio Nobel de Literatura Jaroslav Siefert.