—¿Saber qué?
—Su casa se quemó hace unos quince días y él desapareció en el incendio.
Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una mirada en la que asomaba un amago de pánico.
—¿Está muerto? —susurró el primero.
—Bueno… debe de estarlo, aunque no han encontrado el cuerpo. En realidad, no han encontrado absolutamente nada: la pareja de sirvientes que vive en la propiedad con el jardinero sólo rescató al sirviente chino, herido e inconsciente.
—¿Cómo se prendió fuego?
Johann Sepler se encogió de hombros en señal de ignorancia.
—Lo único que puedo decirles es que esa noche había tormenta. Los truenos no dejaban de rugir y se veían relámpagos, pero hasta poco antes de amanecer no empezó a llover. Cayó un verdadero torrente y eso apagó el incendio, pero de la casa ya no quedaba gran cosa. ¿El barón era… amigo suyo?
—Sí —dijo Aldo—, un viejo amigo… y muy querido.
—Siento muchísimo darles esta mala noticia. Aquí no veíamos mucho a Pane Palmer, [18] pero estaba bien considerado; se le tenía por generoso. ¿Un poco más de aguardiente? Esto ayuda a pasar los golpes duros.
Era un ofrecimiento hecho de todo corazón. Los dos amigos aceptaron y, efectivamente, sintieron un poco de consuelo que los ayudó a superar el choque brutal que acababan de sufrir. La idea de que el Cojo hubiera dejado de respirar el aire de los hombres les resultaba insoportable tanto a uno como a otro.
—Iremos a dar una vuelta por allí mañana por la mañana —dijo Morosini—. Supongo que podrá indicarnos el camino. Es la primera vez que venimos.
—Es muy fáciclass="underline" salen de aquí por el sur remontando el curso del río y a unos tres kilómetros verán a la derecha, entre los árboles, un camino cerrado por una vieja verja entre dos pilares de piedra. Está un poco herrumbrosa, la verja, y nunca está cerrada. No tienen más que entrar y seguir el camino. Cuando estén delante de las ruinas ennegrecidas, sabrán que han llegado… Pero ¿no han dicho que querían ir al castillo?
—Sí, es verdad —dijo Adalbert, haciendo visiblemente un esfuerzo—, pero confieso que se nos había ido un poco de la cabeza. Esperemos que el príncipe quiera recibirnos.
—Su alteza está en Praga, o en Viena. En cualquier caso, no en Krumau.
—¿Está seguro?
—Es fácil saberlo; no hay más que mirar la torre: si su alteza está aquí, izan su bandera. Pero no se preocupen; siempre hay alguien allí arriba. El mayordomo, por ejemplo, y sobre todo el doctor Erbach, que se ocupa de la biblioteca; él les dará toda la información que quieran… Ah, discúlpenme, por favor, me necesitan.
Una vez que su anfitrión se hubo ido, Aldo y Adalbert subieron a sus habitaciones, demasiado preocupados por lo que acababan de saber para hablar. Los dos sentían la necesidad de reflexionar en silencio, y esa noche ninguno de los dos durmió mucho.
Cuando se encontraron al día siguiente para desayunar en el comedor, intercambiaron pocas palabras, y no muchas más durante el corto trayecto que los condujo al escenario del drama. Porque realmente lo era: la casa renacentista —se podía determinar la época gracias a algunas piedras angulares y a un fragmento de pared que conservaba restos de aquellos sgraffite [19] tan apreciados en los tiempos del emperador Maximiliano— prácticamente había desaparecido. Lo poco que quedaba de ella era un amasijo de escombros ennegrecidos, alrededor del cual un círculo de grandes hayas parecía montar una guardia fúnebre. A cierta distancia, los establos y una construcción reservada al servicio contrastaban por la serenidad de sus ventanas abiertas al sol, al otro lado de un jardín florido. El alegre murmullo del río añadía encanto al lugar y Morosini recordó que aquella morada había pertenecido a una mujer. Una mujer que había querido a Simón Aronov y le había legado su casa como última prueba de amor.
Atraído seguramente por el ruido del motor, un hombre salía al encuentro de los visitantes todo lo deprisa que le permitían sus pesadas botas ceñidas con una correa. Llevaba unas calzas de terciopelo marrón bordadas, bajo un chaleco cruzado rojo y una chaqueta corta con muchos botones, según la moda de los campesinos bohemios acomodados, atuendo que realzaba un indudable vigor apenas desmentido por el cabello y el largo bigote gris.
Los dos extranjeros notaron de inmediato que no eran bien recibidos. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, el hombre les espetó:
—¿Qué quieren?
—Hablar con usted —dijo Morosini con calma—. Somos amigos del barón Palmer y…
—¡Demuéstrenlo!
¡Como si fuera fácil! Aldo hizo un gesto de impotencia, pero luego se le ocurrió una idea.
—En Krumau nos han dicho…
—¿Quién?
—Johann Sepler, el hospedero. Pero deje de interrumpirme constantemente; si no, no llegaremos a ninguna parte. Sepler nos ha dicho que el sirviente asiático del barón no pereció en el incendio y está recuperándose en su casa. Vaya a decirle que me gustaría hablar con él. Soy el príncipe Morosini, y él es el señor Vidal-Pellicorne.
El guarda frunció el entrecejo: los nombres extranjeros despertaban desconfianza. Los dos amigos sacaron al unísono una tarjeta de visita y se la dieron al hombre.
—Déselas y ya verá…
—Está bien. Esperen aquí.
Volvió a la casa, de la que salió unos instantes más tarde sujetando del brazo a un personaje que se apoyaba con la otra mano en un bastón. Aldo reconoció enseguida a Wong, el chófer coreano de Simón Aronov, al que había visto una tarde en las calles de Londres al volante del coche del Cojo. El rostro del sirviente mostraba evidentes huellas de sufrimiento, pero a los visitantes les pareció que en sus ojos negros brillaba una llamita.
—¡Wong! —dijo Aldo acercándose a él—. Habría preferido volver a verlo en otras circunstancias… ¿Cómo está?
—Mejor, excelencia, gracias. Me alegro de verlos, caballeros.
—¿Podemos hablar un momento sin cansarlo demasiado?
El checo se interpuso:
—¿Estos hombres son amigos de Pane Barón?
—Sí, sus mejores amigos. Puedes creerme, Adolf.
—Entonces les pido disculpas. Pero es que los otros también se presentaron como amigos.
—¿Los otros? —dijo Adalbert—. ¿Qué otros?
—Tres hombres que se presentaron aquí una tarde —gruñó el llamado Adolf—. Por más que les aseguré, tal como me habían ordenado, que Pane Baron no estaba, que no lo habíamos visto desde hacía tiempo, insistieron. Querían «esperarlo». Entonces cogí la escopeta y les dije que no tenía ningunas ganas de que se instalaran delante de nuestra puerta hasta el día del Juicio Final y que, si no querían irse por las buenas, me encargaría de que se fueran por las malas.
—¿Y se fueron?
—No de buen grado, se lo aseguro. Pero estaban aquí unos primos míos de Hohenfurth, que habían venido hacía dos días para ayudarnos a encalar el granero. Al oír voces, acudieron, y como son igual de corpulentos que yo, esa gente se dio cuenta de que no podría con nosotros. Así que se fueron, pero al día siguiente regresaron, y mis primos ya se habían marchado a su casa… Perdonen, pero, con su permiso, voy a llevar a Wong hasta ese banco de piedra para que se siente. Todavía no está suficientemente fuerte para permanecer mucho tiempo de pie.
—Claro, debería haberlo sugerido yo mismo —dijo Morosini cogiendo el bastón del coreano y ofreciéndole su brazo para acompañarlo hasta el asiento indicado.
Éste se dejó caer con un suspiro de alivio. Resultaba bastante curioso ver la solicitud manifestada por ese campesino checo hacia un ser tan alejado de él, tanto por su origen como por su cultura, pero, viéndolos tan juntos, a Aldo le llamó la atención cierta similitud en la forma de los ojos, ligeramente rasgados. Después de todo, la Panonia de los guerreros hunos no quedaba muy lejos y quizás esos dos hombres fueran menos distintos de lo que cabía creer.
19
Derivado de