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—Si algún día volvemos a vernos, le pediré que me dé unas clases —masculló, tendiéndose de nuevo sobre el colchón desnudo, que parecía relleno de piedras—. Antes o después vendrá alguien, y mientras tanto vale más que me tome las cosas con calma.

No esperó mucho. Al cabo de diez minutos por su reloj —no le habían quitado nada—, la puerta se abrió para dejar paso a una especie de batracio cuyo parecido con un sapo, salvo por las pústulas, era impresionante. Lo seguía un hombre cuya visión arrancó al prisionero una exclamación de sorpresa. Se trataba de un personaje que jamás hubiera creído que volvería a ver en esta vida, por la sencilla razón de que suponía que estaba en una cárcel francesa o en Sing-Sing después de haber sido debidamente extraditado: Ulrich, el americano con quien se había enfrentado dos años antes en una villa de Vésinet, en el transcurso de una agitada noche. Lejos de inquietarlo, esa resurrección le divirtió: [21] más valía tratar con alguien a quien ya conocía.

—¿Otra vez usted? —dijo en tono jocoso—. ¿Acaso le han nombrado embajador de los gánsteres americanos en Europa? Creía que estaba en la cárcel.

—Estar dentro o fuera de ella muchas veces es una cuestión de dinero —dijo la voz fría y cortante que Aldo recordaba—. Los franceses cometieron el error de querer mandarme a Estados Unidos y aproveché la ocasión para darme el piro. Sal, Archie, pero no te alejes.

Ulrich fue a instalar su largo cuerpo huesudo, vestido de tweed de calidad, en la única silla del cuarto y dejó a Morosini disponer por entero de la cama. Este bostezó, se estiró y volvió a tumbarse con la misma tranquilidad que si hubiera estado en su casa.

—No tengo nada en contra de mantener una conversación con usted, amigo, pero habríamos podido charlar en el hotel, donde parece tener entrada libre. Su casa es muy incómoda.

—No es un lugar de veraneo, eso es cierto. En cuanto a lo que tengo que decirle, se resume en dos palabras: quiero el rubí.

—Lo suyo es una obsesión. La última vez andaba detrás de un zafiro. Ahora es un rubí. ¿Tiene intención de convocarme cada vez que se encapriche de una piedra preciosa?

—¡No se haga el tonto! Sabe muy bien lo que quiero decir. El rubí se lo vendió a Kledermann, el mastuerzo de Saroni, que pensó que podía hacer rancho aparte y apropiarse del objeto. Y esta noche Kledermann se lo ha vendido a usted. Así que dígame dónde está y lo llevamos a la ciudad.

Morosini se echó a reír.

—¿De dónde ha sacado su psicología del coleccionista? ¿Cree que el banquero me ha hecho venir aquí para venderme la pieza rara que ha tenido la suerte de conseguir? ¡Usted delira, amigo! Me ha hecho venir para valorarla y que le cuente su historia, ni más ni menos. Yo deseaba comprársela, eso es verdad, pero Kledermann le tiene más cariño que a las niñas de sus ojos y he fracasado en mi intento.

—Yo no fracasaré, y usted va a ayudarme.

—¿Desde esta cueva? No sé cómo. Por cierto, ¿ha sido usted quien ha dejado en ese estado tan lamentable al pobre Saroni?

—No, ha sido mi… jefe —dijo Ulrich con un deje de desprecio que no pasó por alto Morosini—. Fue él quien dirigió el interrogatorio, y su ejecutor quien lo mató. A mí me horroriza mancharme las manos.

—Ya veo. ¿Es usted el cerebro de la sociedad?

Un destello de orgullo apareció en los ojos claros del americano.

—En efecto, podríamos decirlo así.

—¡Qué raro! No dejar las cosas importantes en manos del joven Sigismond, que dista mucho de ser una lumbrera, lo entiendo, pero Solmanski padre sigue vivo pese a la comedia del suicidio representada en Londres, y a no ser que se haya vuelto chocho de repente…

—¡Vaya, está enterado de muchas cosas! Pero no, no está chocho sino enfermo. El producto que tomó para simular la muerte le ha dejado secuelas. Ya no puede dirigir personalmente las operaciones. ¿Por qué cree que se ha tomado la molestia de organizar mi fuga para ponerme al frente de la banda de facinerosos que Sigismond ha traído de América?

La conversación estaba tomando un giro inesperado que distaba mucho de desagradar a Morosini. Éste aprovechó su ventaja.

—Dadas las circunstancias, la presencia de un hombre con autoridad debía de ser imprescindible. Sigismond es un botarate peligroso y cruel, y creo que su padre es de mi misma opinión.

—¡Sin duda alguna! —confirmó Ulrich, que seguía recreándose en las alegrías de la autosatisfacción.

—O sea, que usted recibe las órdenes directamente de él. ¿Está aquí?

—No, en Varsovia. —Llevado por el ritmo de la conversación, había hablado demasiado y se arrepintió enseguida—. De todas formas, eso a usted no le importa.

—¿Qué quiere de mí? Ya le he dicho que Kledermann quiere quedarse el rubí. No sé qué otra cosa puede pedirme.

Una sonrisa que no tenía nada de amable apareció a modo de máscara en el rostro tosco del americano.

—Una cosa muy simple; que se las arregle para recuperarlo. Usted tiene la puerta de su casa abierta, así que debe de ser bastante fácil.

—Si fuera tan fácil, ya se me habría ocurrido un plan, pero lo que está pidiéndome es robar una cámara acorazada digna de tal nombre. ¡Es Fort-Knox en pequeño!

—Nunca hay que desesperar. En cualquier caso, compóngaselas como quiera, pero consígame el rubí. Si no…

—Si no, ¿qué?

—Podría quedarse viudo.

Aquello era tan inesperado que Morosini abrió los ojos como platos.

—¿Qué quiere decir?

—Es bastante fácil de entender: tenemos a su mujer. Ya sabe, esa encantadora criatura que vino a arrebatarnos de las manos arriesgando su vida en la villa de Vésinet.

—Sí, ya sé quién es, pero… también es la hermana y la hija de sus jefes. ¿Le han ordenado ellos que secuestre a mi mujer?

Ulrich reflexionó unos instantes antes de responder; luego levantó la cabeza a la manera de un hombre que acaba de tomar una decisión.

—No. Yo incluso diría que ignoran este detalle. Verá, me ha parecido que no estaría mal contar con un seguro contra ellos al mismo tiempo que me agenciaba un medio para presionarlo a usted.

El cerebro de Aldo trabajaba a toda velocidad. Había algo raro en aquello. Lo primero que se le ocurrió es que era un farol.

—¿Cuándo la ha secuestrado? —preguntó sin alterarse.

—Anoche, hacia las once, cuando salió del Harry's Bar con una amiga. ¿Le basta eso?

—No. Quiero telefonear a mi casa.

—¿Por qué? ¿No me cree?

—Sí y no. Me parece un plazo demasiado corto para haberla traído aquí.

—Yo no he dicho que esté aquí, sino que la tengo. Y de eso puede estar seguro.

Aldo se tomó también unos instantes de reflexión. Cuando se había despedido de Anielka, ella acababa de librarse de las náuseas, pero no estaba ni mucho menos en una forma espléndida. Le costaba imaginársela precipitándose al Harry's Bar para tomar un cóctel, ni siquiera con una amiga que bien podría ser Adriana. En cualquier caso, una cosa estaba clara: Ulrich sabía que se había casado con la viuda de Ferráis, pero ignoraba qué tipo de relaciones mantenían. Por un momento, acarició la idea de decir con una amplia sonrisa: «¿Tiene a mi mujer? ¡Fantástico! Pues quédesela. No tiene ni idea del favor que me hace.» Imaginó la cara de Ulrich al oír semejante declaración. Sin embargo, sabía por experiencia que ese hombre era peligroso y que no vacilaría ni un instante en hacer sufrir a Anielka para lograr sus fines. Y si bien Aldo quería recuperar su libertad, no deseaba la muerte de la joven y todavía menos que sufriera alguna clase de tortura. Lo único que podía hacer era jugar al juego que le proponían. Era la única manera de regresar al aire libre.

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21

Véase La Estrella Azul.