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La joven intentó zafarse de la sujeción de sus manos.

– ¡Soltadme! -exclamó al tiempo que conseguía liberarse-. ¿Es que no lo entendéis? Son unas fiebres mortales.

– ¿Mortales? -preguntó S.T. cogiéndola de las muñecas-. ¿Estáis segura?

Tras un vano intento por soltarse, ella yació jadeante mientras asentía débilmente con la cabeza.

– ¿Cómo estáis tan segura?

– Porque lo sé.

– ¿Y cómo lo sabéis, maldita sea? -insistió S.T. elevando la voz.

Ella se humedeció los labios.

– Por el dolor de cabeza, la fiebre, y porque no puedo comer -explicó mientras le temblaban los dedos-. Hace dos semanas, en Lyon, no tenía bastante dinero para pagar… Era una posada muy mala, y cuidé a una niña pequeña…

– Dios mío -susurró S.T. mientras la miraba fijamente.

– Comprendedme, no podía quedarme sin hacer nada y dejar que se la llevaran en el carro de los apestados. -Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo-. No tenía dinero y no podía pagar el camastro.

– ¿Y tenía la peste? -exclamó S.T.-. Imbécile.

– Sí, imbécile. Lo siento. Pero me mediqué, y creía que ya había pasado bastante tiempo y estaba a salvo. Tengo que irme. No debería haber venido. No me había dado cuenta hasta ahora… Estaba convencida de que solo se trataba de comida en mal estado. Por favor, apartaos, rápido, y dejad que me vaya.

No había ningún médico en el pueblo. Como mucho una comadrona, pero S.T. no sabía cómo mandar aviso. Se devanó los sesos frenéticamente en busca de una solución. Estaba a punto de oscurecer. Solía tardar dos horas en bajar por el desfiladero en pleno día, y tampoco tenía la certeza de que encontrara a alguien que estuviese dispuesto a acompañarlo, con el riesgo de las fiebres y sin que él tuviese dinero para pagar, cosa que los habitantes del pueblo sabían muy bien. Conseguía los pinceles, lienzos y vino por medio de trueques y promesas; para lo demás vivía de lo que producían su jardín y sus tierras.

– Apartaos -musitó ella-. No me toquéis. Apartaos, apartaos.

S.T. fue a grandes zancadas hacia la estrecha ventana, abrió de un empujón el cristal emplomado y se asomó a la luz crepuscular. Se llevó los dedos a la boca y emitió un agudo silbido.

Cabía la posibilidad de que Nemo lo oyera, como también cabía la remota posibilidad de que el animal encontrara a Marc siguiendo el rastro del olor de alguna botella vacía de vino, y que el tabernero consintiera que un lobo salvaje se acercase a pocos metros de él con un mensaje atado al cuello y no le disparara.

S.T. apoyó una mejilla en la pared de piedra. De reojo captó de pronto la oscura sombra de Nemo, que salvaba una grieta de la muralla en ruinas del castillo, y recuperó algo de ánimo y confianza entre tantos miedos. ¿Por qué no había hablado nunca a Marc de Nemo? Jamás había dicho una palabra de él, ni siquiera cuando los rumores de que había un lobo solitario en la vecindad agitaron las aguas del chismorreo del pueblo. Se calló por instinto. Estaba acostumbrado a las murmuraciones y a los subterfugios; había vivido con ellos durante años. Conocía muy bien la naturaleza de los rumores. Él mismo los había utilizado, los había visto crecer y convertirse de habladurías en leyendas con tan solo dejar caer alguna palabra o alguna sonrisa llena de intención. Que se preocupen por el lobo, pensó en su momento. Así lo dejarían pintar en paz en el castillo, ya que era el único con suficiente valor para ascender por el desfiladero y dormir a pierna suelta en Col du Noir.

Miró hacia la cama. Ella se había incorporado y estaba apoyada sobre un codo dándole la espalda. En un momento estaría de pie y, al siguiente, yacería en el suelo. Era una secuencia de hechos que se podía prever con perfecta claridad.

Nemo entró con paso suave en la habitación. Fue bordeando la pared, lo más lejos posible de la cama, hasta llegar a la ventana. Tras olisquear brevemente las rodillas de S.T., se sentó mientras miraba dubitativo hacia su invitada.

Había un cuaderno de bosquejos y un carboncillo en la mesilla de noche. S.T. dejó a Nemo acobardado junto a la ventana y se acercó a la joven.

– Tumbaos, inconsciente -dijo mientras volvía a acostarla. Ella apenas opuso resistencia; contrajo todo el cuerpo al tiempo que emitía un tenue quejido de malestar. S.T. arrancó un pedazo de papel en el que escribió un mensaje; luego lo dobló con cuidado para no difuminar el carboncillo. Miró por la habitación en busca de algo con que atarlo. Algo corriente, humano, que se viera enseguida que provenía de un ser civilizado. La peluca colgaba del pilar de la cama tal como la había dejado. S.T. la limpió un poco, buscó en la cómoda las cintas de raso con que solía atarse la coleta en los tiempos en que aún cortejaba a las damiselas y se dirigió hacia Nemo. El lobo lo miró con la cabeza ladeada y con sus pálidos ojos llenos de tranquilidad y absoluta confianza.

S.T. ató la peluca a la cabeza de Nemo, tras lo cual le alisó el pelo y metió la nota debajo. Tiró de ella para asegurarse de que no se deslizaría y taparía los ojos del animal o se le clavaría en la garganta. Nemo aceptó semejante ornamento con toda solemnidad. S.T. dio un paso atrás; la imagen del lobo con ese aspecto ridículo y esa actitud complaciente le produjo una sensación de profundo malestar y culpabilidad.

¿Por qué tenía que hacerlo?

Si enviaba a Nemo al pueblo alguien le dispararía. Así de sencillo. Cuando un lobo surgiera de pronto en medio de la noche nadie se pararía a pensar por qué llevaba atada una peluca.

Maldición.

¿Y acaso ella lo merecía? ¿Qué sabía de ella? Una joven caprichosa, indefensa y romántica. Ya había perdido bastante por culpa de otras como ella. Había perdido a Charon, y un oído, y el respeto de sí mismo.

La miró, acurrucada de dolor en la cama. Quería que viviese. Quería acostarse con ella porque era hermosa y él llevaba tres años sin estar con una mujer. Maldición, eso era todo. Pero, comparado con la vida de Nemo, no era nada.

Ella estaba susurrando algo casi imperceptible. S.T. cerró los ojos y apartó la cabeza, pero el movimiento hizo que la voz llegase con mayor claridad a su oído bueno.

– … no creáis que… os aseguro que puedo levantarme -decía-. Debéis marcharos, monseigneur. Una quincena. Doce días por lo menos. Bañaos en un arroyo frío para fortaleceros. No volváis antes de doce días. No dejéis que nadie venga antes. Lo siento… No debería haber venido. Por favor, monseigneur, marchaos. No corráis ningún riesgo.

S.T. puso la mano sobre la cabeza de Nemo, sobre la absurda peluca, y alisó aquel suave collar de pelo.

Ella no le estaba pidiendo ayuda. Aquella valiente y maldita mujer no le estaba pidiendo ayuda.

Se arrodilló de repente y dio a Nemo un fuerte abrazo, hundiendo la cara en su intenso olor a lobo. La lengua caliente de este le lamió la oreja, y su fría nariz le olfateó el cuello con curiosidad. Intentó memorizar esas sensaciones, guardarlas en un lugar seguro de su corazón. A continuación, se levantó y cogió la botella de vino vacía que había en la mesilla. La puso ante Nemo para que este la olisqueara y le dio dos sencillas órdenes antes de que tuviera tiempo de cambiar de idea.

– Busca hombres. Busca a este hombre. Ve.

Capítulo 3

Los trinos de los pájaros y un murmullo procedente de la cama despertaron a S.T. Se frotó el cuello, pues sentía en todos los huesos la marca de la butaca de madera en la que llevaba diez noches durmiendo. A través de la ventana abierta se veía el brillo frío y desnudo del cielo al amanecer. Entrecerró los ojos mirando en dirección a las sombras que todavía persistían en la habitación. Ella había apartado las sábanas otra vez. S.T. se levantó con todo el cuerpo agarrotado. Se limpió los ojos, se pasó la mano por el pelo y respiró profundamente. El lugar a sus pies en el que tendría que haber estado Nemo se encontraba vacío, como cada mañana. Durante un instante apoyó las palmas de las manos y la frente en la fría pared de piedra. Rezar ya no serviría de nada.