– Ahorraos los rezos, os lo ruego. -S.T. le dio una pequeña sacudida y la condujo hasta el caballo negro-. Subid -ordenó y le ofreció las manos entrelazadas como apoyo.
– ¿Quién es esa? -exigió saber Leigh sin quitar el ojo a aquella figura enfangada.
Él no respondió. Después de que la joven hubiese subido a la silla a trompicones y hubiese acomodado su vestido lo mejor que pudo para sentarse, S.T. llevó al caballo negro de las riendas hasta donde Leigh se encontraba.
– Paloma de la Paz -anunció con una ligera inclinación de cabeza-. Esta es lady Leigh Strachan.
La joven hizo un gesto de saludo entre gimoteos.
– Encantada de conoceros -dijo en el mismo tono que habría utilizado si las hubiesen presentado en un elegante salón; después dio un pequeño respingo-. ¿Strachan? ¿Vos no sois de Silvering?
– Silvering me pertenece -anunció Leigh-. Y tengo la intención de recuperarlo.
La joven se retorció las manos.
– El maestro Jamie es capaz de obligarte a hacer cosas que no quieres hacer -declaró nerviosa-. Cosas horribles.
Leigh le dirigió una fría mirada.
– Puede que las hagas -afirmó- si eres tan débil y tan miserable que se lo permites.
Paloma de la Paz se estremeció y comenzó a llorar de nuevo. S.T. asió las crines del rucio con la mano y se montó en él; el negro iba detrás.
Leigh se acercó con el zaino y se puso a su altura.
– Es una de ellos. -E indicó con una mirada a la joven-. Una de los suyos.
– Ya no.
Leigh hizo un gesto escéptico.
– ¿Es eso lo que asegura?
– ¡Es la verdad! -exclamó Paloma de la Paz -. He rezado sin parar, y he conseguido quitarme la venda que me cubría los ojos. El maestro Jamie fue incapaz de realizar el milagro; incapaz de convertir el agua en ácido. Y el señor Bartlett lo sabía, lo supo siempre. Era a él a quien debería haber escuchado. -De repente frunció el ceño y miró a S.T. -. Pero ahora oye.
Él apretó la mandíbula y contempló el paisaje.
– Ese hombre es un embaucador. ¿Es que no os dais cuenta, Paloma? Lo planeó todo, pero yo no tenía la intención de colaborar con él para que lograse un milagro tan oportuno.
– Pero el ácido…
– Por el amor de Dios, en aquella jarra lo único que había era agua helada. El ácido debía de guardarlo en otro lugar, en la manga, sin duda.
Paloma de la Paz lo miró de hito en hito.
– Pero, en ese caso… ¡jamás sufristeis daño alguno! -S.T. arrugó la frente-. ¡Jamás dejasteis de oír! Mientras Caridad, Dulce Armonía y yo os prestábamos tantos cuidados. Estuvimos cinco días así, y jamás nos dijisteis nada. Fue muy cruel no decirme nada. Yo creía que había sido mi culpa. Pensé que no tenía fe suficiente para que se realizase el milagro.
– ¡Cruel! -gritó Leigh con furia-. ¿Cómo que cruel? ¿Quién podría culparlo por no decírtelo? ¿Por qué iba a confiar en ti?
– ¡Podía haber confiado en mí!
– ¿Confiarte su vida? ¡Mocosa estúpida y egoísta! No fue un juego de niños desbaratar los planes de ese loco en su propia madriguera. ¿Acaso crees que tu maravilloso maestro Jamie no sabía perfectamente que no estaba sordo? ¿Que aquello no era sino un simulacro cuyo fin era desacreditarlo? ¿Crees que iba a dejarlo pasar sin dar una respuesta? Él vive gracias a los tontos como vosotros. ¡Menuda panda de fatuos y crédulos sois todos!
Paloma de la Paz con gesto tozudo estiró el labio inferior.
– ¿Es que te atreves a negarlo?
– Yo no haría nada que le hiciese daño al señor Bartlett.
– ¡Únicamente derramar ácido en su oído!
– Eso fue antes -gritó Paloma de la Paz -. ¡El maestro Jamie me tenía hechizada! Además, no era ácido, ¿verdad? No era más que agua. ¡Quizá mi milagro se logró pese a todo!
Leigh, que se había quedado sin palabras, volvió el rostro. Le habría encantado volver a tirar a la joven al barro de un empujón, al menos se sentiría mejor.
El Seigneur la observaba con los labios ligeramente curvados.
– Conseguiste salir de allí indemne -le dijo entre susurros-. Eso es lo que de verdad importa.
Él la miró riéndose; su rostro estaba cubierto de sombras por la creciente oscuridad.
– No, lo que de verdad importa -le contestó en voz baja- es que voy a destruir a ese cabrón.
Capítulo 18
En el Santuario Celestial todos dormían; los hombres en su dormitorio común, las mujeres en sus esterillas en los salones y comedores de todas las casas que flanqueaban la calle. Algunas de ellas se habían quedado hasta bien entrada la noche rezando por el alma de Paloma de la Paz, que había abandonado el lugar. El maestro Jamie había pronunciado un sermón por ella cada día, había derramado lágrimas por ella, y les había pedido a todos que la perdonasen por su flaqueza. Al señor Bartlett nunca lo mencionaba, por eso todos sabían que no debían pensar en él ni en la manera en que se había logrado que su espíritu rebelde se sometiese.
Si algunos de ellos desobedecieran y se pasaran las horas nocturnas recordando su rostro y la forma que tenía de moverse, aquella confianza externa -o arrogancia, como el maestro Jamie la habría denominado- que había muerto al mismo tiempo que su oído, y que había sido reemplazada por el silencio, si lo hicieran, tendrían que realizar rezos adicionales.
Dulce Armonía se arrodilló en su esterilla junto a Castidad; ambas rezaron con devoción para conseguir la fortaleza necesaria para olvidar a Paloma de la Paz y al señor Bartlett, pese a que en su momento se les encomendó ayudar a la joven a cuidar de él. Dulce Armonía le servía las comidas y Castidad lo afeitaba y se encargaba de que estuviese aseado; a veces, mientras él estaba apáticamente sentado en la silla, con la mirada perdida en el vacío, los ojos de las dos jóvenes se encontraban sobre su cabeza y Armonía casi se echaba a llorar.
Trataba de no culpar a Paloma de la Paz. El maestro Jamie había dicho que tenían que perdonar, y no se podía negar que la muchacha se quedó consternada. Lloraba sin cesar, no se apartaba del lado del señor Bartlett, y repetía una y otra vez que estaba segura de tener suficiente fe, que algo había salido mal, y en una ocasión hasta llegó a decir que ojalá el maestro Jamie no la hubiese obligado a hacer aquello.
Fue precisamente al día siguiente cuando desaparecieron. Armonía y Castidad subieron hasta la habitación de la buhardilla y la encontraron vacía. Corrieron a decírselo al maestro Jamie, pero él se limitó a sonreír y a decir que había sido voluntad suya; que Paloma de la Paz ya había sufrido bastante por su falta de fe. No mencionó adónde había ido la muchacha ni qué había sido del señor Bartlett.
En lo más profundo de su corazón, pese a haber tratado de enterrarlo con rezos, con la rutina diaria y con la antigua sensación de seguridad y felicidad, Dulce Armonía sentía temor.
Miró a Castidad, que estaba encorvada sobre su esterilla iluminada por la pálida luz de la luna que entraba por la ventana, y supo que ella también tenía miedo.
Dulce Armonía se humedeció los fríos labios y levantó la cabeza lo suficiente para mirar por el cristal sin cubrir. En los dos días que habían transcurrido desde la partida de Paloma de la Paz y del señor Bartlett, una intensa helada había congelado el barro que llenaba los extremos sin pavimentar de la calle mayor. De repente, la campana de la iglesia empezó a repicar con gran estruendo; su redoble se prolongó en el aire gélido. En las esteras que había a su alrededor, otras jóvenes se movieron e hicieron esfuerzos por librarse del sueño y acudir a las plegarias de medianoche.
Algunas figuras avanzaban con paso rápido y en silencio por el centro adoquinado de la calle, penitentes a los que se les había requerido estar de rodillas en la iglesia toda la noche y rezar en compañía del maestro Jamie. Una de ellos debía de ser su discípula favorita, Ángel Divino, que siempre hacía penitencia pese a no tener ninguna obligación, ya que ella no cometía ni los errores pequeños ni los fallos que tan frecuentes eran en las demás. Cuando Ángel Divino estuviese de vuelta en la casa, ya no habría más miradas furtivas por la ventana durante los rezos, a no ser que quisieran que el maestro Jamie llamase a alguna de ellas en el siguiente servicio religioso del mediodía y le exigiese una confesión.