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Su mayor temor, mientras se dirigían a Coventry, era que su destino fuera el silencio de un convento de muros blancos. No quería pasar el resto de su vida como monja. Pero sabía, a su pesar, que para Ned sería el modo más amable y conveniente de liberarse de ese incordio que era la viuda de Lancaster. Y aunque Ned no pensara en ello, Jorge se encargaría de sembrar esa sugerencia y regarla hasta que echara raíces.

Ana recordó a una muchacha de la aldea que estaba al pie del castillo de Middleham. Se había casado con un soldado del padre de Ana. Según los rumores, éste se había perdido al realizar un viaje a Irlanda por encargo del conde. Pero su muerte no se confirmó y durante dos años la muchacha quedó atrapada en una situación incierta, ni esposa ni viuda. Así se sentía Ana. Se había liberado de Lancaster, pero no contaba con libertad para volver a casarse. Pues era heredera de la mitad de las vastas propiedades de su madre. Y Jorge se proponía reclamar las tierras de los Neville y los Beauchamp. Ana no necesitaba que nadie le dijera cuáles eran las intenciones de su cuñado. Hacía once años que conocía a Jorge, y ella aún no había cumplido los quince.

Era su cuñada, no su pupila. Legalmente, él no tenía ningún derecho sobre ella. Sabía que eso no le importaría. La legalidad le preocupaba tan poco como la moralidad, y tenía poder para salirse con la suya. Él no le daría autorización para volver a casarse, no le permitiría tomar un esposo que pudiera defender sus derechos. Nada lo complacería más que verla enclaustrada, olvidada por el mundo y los posibles pretendientes. Jorge la obligaría a ir a un convento, a menos que Ned se interpusiera. ¿Y por qué iba a interponerse?

Ella podía apelar a Isabel, pero no tenía demasiada esperanza de obtener ayuda de ella. Isabel no siempre era fiable, reconoció, hallando palabras neutras para formular una sospecha turbadora. Más aún, Isabel estaba sometida a la voluntad de Jorge; era su esposa. No podía prevalecer sobre él. Sólo Ned podía hacerlo, y Ned no tenía motivos para oponerse a Jorge por causa de Ana.

Ricardo podía hacerlo. Se odió por pensarlo. Pero lo cierto era que podía. Si ella acudía a él, Ricardo la ayudaría; no permitiría que la encerraran en un convento contra su voluntad. Pero, ¿cómo podía acudir a Ricardo ahora? ¿Acaso no le quedaba orgullo?

Así se atormentó durante la semana que la llevaba inexorablemente hacia Coventry y hacia un momento que la colmaba con emociones tan intensas y ambiguas que la hacían temblar. El momento en que encararía a sus primos yorkistas. ¡Cómo se mentía a sí misma! No era reacia a afrontar a Ned, sino a Ricardo. Siempre había sido Ricardo.

Su triste devaneo se disipó abruptamente por un hecho tan esperado como imprevisto, la entrada del rey.

El pulso de Ana se aceleró, cobró un ritmo vertiginoso. Pero sólo reconoció dos rostros entre los acompañantes de su primo de York, el de William, lord Hastings, y el orondo Stanley. Respiró más despacio e imitó a las demás mujeres, que se inclinaban en sumisas reverencias.

Sólo Margarita permaneció de pie, una silueta tallada en hielo esperando mientras Eduardo cruzaba la habitación. Se detuvo ante ella, se dispuso a hablar. Ella no le dio la oportunidad. Movió la mano con asombrosa celeridad. Las damas y los acompañantes del rey jadearon, pero él detuvo diestramente el golpe, retorciéndole la muñeca para apartarle la mano con desdeñosa facilidad.

Se hizo un horrorizado silencio. Su primo Ned siempre había sabido ocultar sus pensamientos, y su rostro era inescrutable. Como los demás, Ana sólo podía esperar.

Margarita miró a Eduardo de hito en hito, y manchas oscuras le encendieron los pómulos. Esperando que él reaccionara con violencia, contando con ello, luchó con el silencio del rey.

– Habladme de mi esposo -graznó al fin con voz ahogada-. ¿Aún está con vida?

En su séquito, Eduardo era el único que no parecía ofendido por el insulto. Asintió lacónicamente.

– ¿Por cuánto tiempo? -preguntó ella, y una vez más los presentes prorrumpieron en exclamaciones de consternación o de furia.

– El suicidio es un pecado mortal, madame -declaró Eduardo-. Y el pecado no disminuye si vos no cometéis el acto pero instigáis a otro a cometerlo.

Ella se llevó una mano a la garganta palpitante.

– ¿Qué queréis decir?

– Quiero decir que no lograréis que os mande al tajo. Por mucho que lo merezcáis, o lo deseéis.

– No perdonasteis a mi hijo -dijo ella con voz pétrea.

Eduardo no se molestó en negar la acusación, en recordarle que su hijo había muerto en el campo de batalla.

– No me mancharé las manos con sangre de mujer -dijo en cambio, con insultante compostura.

Margarita inhaló tan profundamente que todos vieron al movimiento del pecho. Su semblante expresaba un odio inconfundible, pero extrañamente contenido. Como si sólo quedara el recuerdo de sus emociones, pensó Ana; quedaba la luz, pero no el calor, como si el sol hubiera cedido el paso a una perpetua luna sombreada.

– ¿Aunque fuera una merced? -preguntó Margarita con voz apagada, y Ana sintió un involuntario destello de piedad.

Por primera vez, la emoción asomó a los ojos de Eduardo. Por un instante de franqueza, reflejaron un odio no curado, dieron un atisbo temible de una llama abrasadora y azulada, que resultaba más intensa por estar bajo una implacable restricción.

– Sobre todo si fuera una merced, madame -dijo incisivamente, y se alejó.

Posó los ojos en las demás mujeres, las esposas y viudas de Lancaster. El corazón de Ana volvió a acelerarse. Cuando el rey se acercó, ella se inclinó en otra reverencia. Él agachó la cabeza y por un breve instante Ana sintió que la boca de él rozaba la suya. Apenas conocía a ese primo de temible prestancia, no sabía qué esperar; pero ciertamente no esperaba esto, ser tratada como si fuera un tesoro añorado y recobrado. Él la tocó con manos cálidas, la miró con ojos aún más cálidos, del azul más profundo y claro que ella jamás había visto, y su voz, como la de su hermano, bastó para llenarla con un caudal de sentimientos tan placenteros como dolorosos.

– Bienvenida a Coventry, Ana -le dijo con asombrosa dulzura-. Bienvenida a casa, querida.

Ana estaba a solas con Eduardo, pero no sabía qué decir, sólo pensaba que si algún hombre había nacido para ganar, para ganar siempre, era su primo. Santa Madre de Dios, ¿por qué su padre no había logrado entenderlo?

– Querida, pareces un cordero arrojado a la guarida del león. ¿Qué esperabas de mí? ¿El potro de tormento?

Eduardo no era el primero que se dejaba engañar por la timidez superficial de Ana, y quedó encantado con la sinceridad de su respuesta.

– No osaba pensar que me perdonaríais, majestad. A fin de cuentas, soy la viuda de Eduardo de Lancaster.

– Eres mucho más que eso, Ana. Eres mi prima; tenemos la misma sangre. Más aún, sólo tienes quince años y dudo que te hayas casado por elección propia. ¿O me equivoco? -Sin aguardar su respuesta, le alzó la barbilla, regalándole una cálida sonrisa-. Somos parientes, Ana, y eso cuenta mucho más que un breve matrimonio forzado con un joven que ya ha perdido la vida. -Omitió la razón principal, que su hermano la quería.

– Vuestra Gracia… -Qué extraño que una amabilidad inesperada fuera tan perturbadora como la indiferente crueldad que había hallado en Francia. Él era más amable de lo que ella había osado esperar, y las defensas arduamente construidas en el último año se desmoronaban; la comprensión era la única arma que no podían resistir.

– Ned -corrigió él afectuosamente-. Conque de veras temías lo peor. -Con genuina sorpresa-: Eso no es muy halagüeño para mí, ¿verdad? -Le sonrió, asiéndole la mano mientras decía traviesamente-: Dime, dulce prima, ¿qué crees que haría Dickon si yo te arrojara a las profundidades de una mazmorra o te enclaustrara en un convento? -Le intrigó lo que podía lograr con la mera mención del nombre de su hermano.