– ¿Fui demasiado brusco, tesoro?
– No, no. Ricardo, te amo, te juro que te amo.
– Lo dices como si yo lo pusiera en duda, amada.
Sin saber qué responder, ella se apretó contra él. Él le besó la garganta, la boca, el pelo, le apretó y acarició los senos, rozó la tersura de los muslos. Ella se aferró a él como si surcaran un extraño mar a la deriva y sólo él pudiera mantenerla a ñote, lo llamó «amor» y «querido», movió el cuerpo para acomodarse a sus caricias, y luchó contra una creciente sensación de desesperación, de desolación, pues lo que más temía estaba ocurriendo; su cuerpo la traicionaba. No sentía nada. Nada.
En vano procuró responder a los besos, compartir la pasión. No lo consiguió. Su mente nunca había estado tan lejos, tan distanciada; era como si lo mirase hacer el amor con el cuerpo de otra. Lo amaba, lo amaba muchísimo. Entonces, ¿qué le pasaba? ¿Por qué no podía sentir lo que debía sentir, lo que sentían otras mujeres? Él le había despertado esa sensación anteriormente. ¿Por qué no ahora, cuando más importaba? ¿Y cómo podía ocultárselo? Lancaster la había odiado por su frialdad, pero Ricardo se sentiría herido, espantosamente herido.
Cuando terminó y quedaron entrelazados en silencio, ella desvió la mirada para que él no viera las lágrimas que le temblaban en las mejillas. Por un breve tiempo que le pareció interminable, sólo oyó el ritmo menguante de la respiración de él y el temblor delator de la suya. Se había delatado, sabía que sí. Se sentía tan desdichada que el recuerdo del miedo la había asaltado en el momento de la penetración y se había puesto involuntariamente rígida, dificultándole la entrada. Sí, él lo sabía, tenía que saberlo.
Cerró los ojos para contener las lágrimas. Él había sido muy paciente, había procurado no lastimarla. Y no la había lastimado; aún se sentía sorprendida por ello. La incomodidad inicial había pasado casi de inmediato. Mientras él daba a su cuerpo tiempo para adaptarse al de él, a sus movimientos, el dolor se había diluido en una sensación de presión que no le resultaba desagradable. Su alivio había sido enorme, y con él había venido un borbotón de ternura. Entonces había podido relajarse y seguirlo, e incluso había sentido cierta decepción cuando él terminó, pues empezaba a complacerle la cercanía, la intimidad, el contacto de su cuerpo.
Pero lo que esperaba sentir, lo que creía que debía sentir, se le había escapado por completo. Y se avergonzaba al recordar cómo lo había rechazado al principio, hasta que él la calmó y la tranquilizó. Había sido tan tierno que ahora el fracaso parecía peor. Ansiaba complacerlo. Y ahora él sabía lo que Lancaster había sabido, que a ella le faltaba algo, que ella…
– ¿Ana? -Él se apartó, y Ana se sintió súbitamente abandonada y tiritó. Él la envolvió con la sabana, se inclinó para besarle la mejilla desviada-. Sé que no l'ue tan bueno para ti, querida, pero… -murmuro él, y ella rodó con un sollozo ahogado, para arrebujarse en sus brazos.
– Oh, Ricardo, fue culpa mía. No supe complacerte, y lo ansiaba tanto…
– ¿Que no supiste complacerme? Amada, supiste complacerme muy bien. -Él se movió para verle la cara, y cuando ella abrió los ojos para mirarlo con incertidumbre, añadió-: Me apresuré demasiado, no te di tiempo. Creo que fue por desearte tanto y haber esperado tanto tiempo. -Con un dedo siguió la lágrima solitaria que aún humedecía la mejilla de Ana, besándola mientras la lágrima le llegaba a la comisura de la boca, y rió-. Pero te lo compensaré, te lo prometo.
– No te molesta… Oh, Ricardo, tenía tanto miedo de que quedaras insatisfecho conmigo…
– Ana, mírame. No podías obtener mucho placer con lo tensa y nerviosa que estabas. ¿Crees que yo no lo sabía? Sólo tenía que tocarte para sentirlo. Estabas tensa como la cuerda de una ballesta. Pero mejorará, amor, y mucho. Sólo te falta experiencia, y nada me gustaría más que remediarlo.
Ana expulsó el aire que le apretaba la garganta y le cubrió la cara con besos febriles, y sólo se detuvo cuando ambos se echaron a reír.
– Ojalá te hubiera hablado, te hubiera confesado mis aprensiones. Era un manojo de nervios, temía que me encontraras fría, que…
– ¿Fría? Ana, escucha. Confieso que me hiciste pasar malos momentos en el jardín de ese priorato de Coventry. Pero nunca desde entonces, y menos en estas semanas en San Martín. -Ahogó un bostezo, volvió a besarla-. Ahora acércate y te mostraré un modo placentero de dormir. Recuéstate contra mí, así, y yo te envolveré en mis brazos. Encajamos como dos cucharas, ¿ves?
Su cercanía era tranquilizadora, y la calidez de su cuerpo igualmente agradable. Ella habría querido hablar más, pero la voz de él había cobrado una soñolienta satisfacción. Se acurrucó contra él; pronto, el movimiento lento y parejo del pecho le indicó que él se había dormido.
La llegada de abril no siempre significaba la llegada de la primavera a Wensleydale, pero ese año cabía esperar que no hubiera neviscas tardías, ni vientos afilados barriendo los Pennines. El valle era puro verdor, y el musgo oscuro se mezclaba con las hojas renovadas y las tiernas sombras de la hierba recién crecida; el río Ure reflejaba las nubes y el cielo con una pátina plateada.
Lo que primero llamó la atención de Ana fue la gente. Las angostas calles de Middleham estaban abarrotadas de hombres y mujeres, en tal cantidad que comprendió de inmediato que muchos habían llegado de las aldeas vecinas. Y al mirar por encima del hombro para preguntarle a Ricardo si el mercado del lunes había cambiado durante su ausencia, se pusieron a gritar. Con un sobresalto, notó que los vítores eran para ella, pues la hija del conde había regresado.
Frenó la yegua y se encontró rodeada de admiradores, de aldeanos que habían amado a su padre y ansiaban demostrar el mismo amor por su hija. Aún no era la temporada de las rosas blancas de York, pero una chiquilla tímida avanzó para obsequiar a Ana un ramillete de narcisos, campanillas y jacintos. Le ofrecieron un cáliz plateado que brillaba en el poniente y representaba una suma nada desdeñable para las arcas de la aldea. Ana les aseguró que sería un honor aceptarlo, y que lo atesoraría por lo que era, un regalo del corazón.
A poca distancia, dos hombres estaban apartados de la muchedumbre, en la escalinata de la cruz del mercado. El sacerdote de la aldea entornó los ojos como para protegerse del sol, pero sus palabras indicaban una preocupación más profunda.
– Un regalo del corazón -repitió-. El único problema es que no se lo han dado a la persona indicada.
Su compañero lo miró con curiosidad. Thomas Wrangwysh estaba visitando parientes en Masham cuando se enteró de que el duque y la duquesa de Gloucester regresarían a Middleham, y había decidido estar allí cuando llegaran. A fin de cuentas, razonó, Gloucester sería el mandamás de la comarca y su respaldo seria valioso para un hombre con ambiciones políticas como él.
– ¿Queréis decir que tendrían que habérselo dado al duque?
– Así es. Lo que cuenta es la buena voluntad de él, no la de ella.
– Os equivocáis, padre. Mirad la cara del duque. No podrían haber pensado en nada mejor para complacerlo.
Sobre la fortaleza ondeaba el estandarte de Gloucester. Ana se tapó los ojos, miró el campo escarlata y azul con la insignia de la Rose-en-Soleil, el emblema de su primo Ned, y los colmillos del Blancsanglier, el Jabalí Blanco de Ricardo. El estandarte ondeó y luego se extendió en toda su longitud, se mantuvo así un instante como clavado contra el cielo vívido y nublado.
Al volverse, vio que Ricardo había frenado junto a ella
– Estamos en casa -dijo él.
Libro III . SEÑOR DEL NORTE
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