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Ella arqueó los labios en una sonrisa fugaz.

– No seas tan impulsivo, Dickon. Alguna vez eso te pondrá en un atolladero del que no podrás salir.

– Me temo que sí -convino él, con una sonrisa tan poco convincente como la de ella-. Dime qué puedo hacer por ti, Kate.

– No vuelvas aquí -susurró ella-. Quiero que veas a Kathryn, tanto como puedas. Pero no aquí. Sólo avísame cuándo deseas verla; puedes enviar una escolta a buscarla, tenerla contigo en Middleham o donde desees. Pero no vuelvas aquí, Dickon. Mantente alejado. Hazlo por mí… por favor.

2

Middleham. Diciembre de 1472

En Nochebuena, el tronco navideño ardía en el salón; siguiendo la tradición, permanecería encendido durante los doce días venideros. El día anterior, se había organizado una cacería para complacer a los huéspedes. Para esa semana se planeaba una cacería de jabalí pero, por la seguridad de las mujeres que asistieron, la presa de ayer había sido el venado que se cazaba desde San Miguel hasta Navidad.

Habían terminado de cenar; habían desmantelado las mesas de caballetes y las habían apilado tras las mamparas del extremo sur del salón. La pantomima también había concluido; aún quedaban varios actores en el salón, divirtiendo a los espectadores con las piruetas de titíes amaestrados y un osezno domesticado. Los trovadores estaban muy visibles, pero había una tregua en la danza.

Alison Scrope buscaba a su esposo, pero sin mayor urgencia. El vino y la satisfacción la habían sosegado, pues el lugar estaba lleno de amigos y vecinos y el entretenimiento le había agradado, tan profuso como en los días en que el carmesí de Warwick resplandecía en medio del acebo y la hiedra. Ahora los colores que adornaban el salón eran el azul y el morado de York y Alison, con alivio inexpresable, veía que su esposo al fin lo aceptaba, y parecía dispuesto a dejar que los muertos enterraran a sus muertos y hacer las paces con la Casa de York. Alison se lo agradecía a Dios; el rey Eduardo había perdonado tres veces a John por el respaldo que había dado a Warwick y los Neville. Sabía que no habría perdón para un cuarto traspié.

En consecuencia, estaba encantada con lo que había sucedido en los dos últimos días. Para halago de John, Ricardo le había pedido que participara en su consejo, que no sólo cumplía funciones administrativas sino judiciales. Alison lo consideraba una señal muy prometedora, demostraba que Ricardo valoraba la capacidad de su marido y también que se proponía seguir una política de conciliación, no de represalia. Claro que sería una necedad hacer lo contrario; él sabía muy bien que en los condados que estaban al norte del río Trent persistían lealtades ambiguas.

Pasó cerca de la hermana de Francis Lovell, Frideswide. Un nombre poco común, pensó Alison, sonriendo para sus adentros. «Vínculo de paz» en sajón, como Frideswide debía explicar con frecuencia. Alison asintió para saludar a Frideswide, pero no se detuvo. Allí también estaba Joan, la otra hermana de Francis, pero no su esposa Anna. Francis le había dicho a Alison que ella deseaba pasar la Navidad con su madre, pues hacía menos de seis meses que el padre de Anna había muerto. Alison había coincidido diplomáticamente. Ahora meneaba la cabeza. Una lástima. Pero así sucedía a menudo. Los matrimonios concertados en la infancia funcionaban muy bien o no funcionaban en absoluto.

Entonces Alison halló a su esposo. Mientras se reunía con él frente al hogar, reparó en la expresión grave de los hombres y mujeres que rodeaban a Ricardo.

No tardó en descubrir por qué. Hablaban de la muerte de la pequeña hija de Eduardo, lady Margaret, sucedida quince días atrás. La chiquilla era enfermiza de nacimiento y se había aferrado a la vida sólo ocho meses. Ricardo acababa de confirmar los rumores sobre la muerte de la niña; decía que la semana pasada había recibido una carta de su hermano el rey.

Alison se persignó respetuosamente, pero pensó que Eduardo y su reina habían sido más afortunados que la mayoría. Isabel le había dado cinco hijos a Eduardo y era la primera vez que la muerte les reclamaba uno. La mayoría de los padres estaban más familiarizados con el dolor, sobre todo en ese primer frágil año de vida, cuando a menudo la muerte era rápida y súbita.

Miró a Ana, que había palidecido. Con una mano acariciaba la cadena de su crucifijo, con la otra se apretaba el pliegue del vestido con ademán protector.

– Los bebés son tan vulnerables -dijo con un hilo de voz, y Alison supo que sus sospechas de los dos últimos días estaban bien fundadas.

En cuanto tuvo una oportunidad de conversar con Ana a solas, la aprovechó. Ana estaba encantada de hablar de las reformas realizadas durante sus primeros ocho meses como señora de Middleham y no necesitó insistencia para llevar a Alison al gabinete contiguo, donde mostró con orgullo los paños de Arrás con unicornios que adornaban las paredes y el nuevo mirador que habían abierto en la pared oeste.

Alison quedó impresionada; así lo manifestó, y escuchó pacientemente mientras Ana hablaba con entusiasmo de los añadidos y restauraciones que ella y Ricardo planeaban para los meses venideros.

– Y esperamos ampliar las ventanas de la Torre Redonda, pero primero Ricardo quiere… -Ana se echó a reír-. Y nada de esto te interesa, ¿verdad?

Alison hizo una mueca.

– Con franqueza, hay un asunto que me interesa más. Dime, querida, ¿para cuándo esperas tu bebé?

Ana bajó la mirada, volvió a mirar a Alison.

– Pensé que aún no se notaba.

– Se te nota en la cara, tesoro -rió Alison, y abrazó a la muchacha para felicitarla-. Lo empecé a sospechar ayer, cuando te negaste a asistir a la cacería. Luego vi cómo te miraba tu esposo cuando no lo notabas, como si estuvieras hecha de fino cristal veneciano que se haría añicos al menor toque. Los hombres siempre son así con el primer hijo; es una lástima que no dure, así que aprovéchalo al máximo, Ana. Lamento decirte que cuando llegues al tercer o cuarto hijo, él se quejará de que tardes nueve meses cuando su mejor hembra de alano sólo tarda dos en parir.

Ana volvió a reírse, y sacudió la cabeza con tanta vehemencia que el velo que le colgaba de la toca se arremolinó en una traslúcida nube lavanda.

– Ricardo no es así. -Abrazó a Alison-. Te lo habría contado antes de tu partida, Alison. No veo el momento de estar hinchada como un melón maduro. Quiero que todo el mundo lo sepa. -Dejando de reír, le confió en voz baja-: No sabes cuánto significa para mí el haber podido concebir tan pronto. Recordaba con alarma, Alison, que mi madre, en todos sus años de matrimonio, sólo nos tuvo a Isabel y a mí… y más abortos naturales de la cuenta. Tampoco mi hermana tiene la bendición de un vientre fértil; un bebé que nació muerto en más de tres años de matrimonio. Yo temía… Pero ya no, Alison, ya no. -Giró en círculo, agitando las faldas de terciopelo, riendo, y Alison volvió a recordar cuán joven era Ana, con sólo dieciséis años.

– Creo que ahora tienes todo lo que deseabas. Y también creo que ya no debo preocuparme más por ti, niña. Has vuelto a casa.

– Así es -dijo Ana, y sonrió-. Hay veces, Alison, en que me pregunto cómo puedo tener tanta suerte. Y luego caigo en la cuenta… Ricardo es mi suerte.

3

Abadía de Beaulieu. Junio de 1473

Nan Neville, condesa de Warwick, estaba sentada en un banco de los claustros de la abadía de Santa María de Beaulieu Regis en Southamptonshire. Huraños cuervos negros graznaban en el herboso patio. Pájaros de mal agüero. Los pájaros que rondaban la Torre de Londres desde que los hombres tenían memoria. Qué adecuado, pensó, que también fueran atraídos por esa abadía de muros blancos que era su prisión. Su autocompasión se había agudizado ese mediodía; lágrimas fáciles le empañaban los ojos.