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– Para bien… ¡Oh, Dios! -Ana endureció la boca, la contorsionó con extraña furia-. Todavía me rondan los sueños de aquella época; sí, aún ahora. Y con buenas razones. ¿Sabes cuánto tardé, madre, en responder a Ricardo con tanta plenitud como corresponde a una esposa? Casi tres meses, y Ricardo es un hombre tierno y cariñoso. Sí, ahora soy feliz, pero pagué un precio muy alto por ello, más alto que cualquier obligación que tuviera contigo y con padre, y ahora me dices que todo terminó siendo pura bien…

Su voz furiosa había penetrado el velo de sueño que rodeaba a su hijo, que abrió los ojos y rompió a llorar. Ana se inclinó para alzarlo. Por un rato no hubo ningún ruido en la habitación, salvo el menguante llanto del niño.

Nan tragó saliva pero no procuró ocultar las lágrimas que derramaba.

– He cometido errores, lo sé. Pero, ¿son imperdonables, Ana?

Ana acunaba a su hijo. Alzó los ojos, y Nan vio que también ella parecía a punto de llorar.

– No, mamá… Claro que no. -Ana vio con ojos oscuros y preocupados que su madre buscaba un pañuelo. La madre que recordaba había conservado una frágil hermosura aun siendo cuarentona. Ana veía ahora el precio que habían cobrado los dos últimos años. La viudez y el aislamiento habían agrisado el pelo de Nan, le habían engrosado la cintura y habían desleído su rubia hermosura en una madurez incolora y vacilante. Ana miró las manos inciertas y agitadas, la boca blanda y desconcertada, y se alejó de la cuna.

– Ten, mamá -dijo-. ¿No quieres coger a tu nieto?

Nan estaba en la entrada que conducía al salón, mirando el caos del patio interior, donde Ricardo procuraba calmar a su briosa montura en medio de una docena de perros que ladraban. Sintió un nudo en la garganta, el implacable tirón del recuerdo. Siempre había sido así cuando el conde de Warwick llegaba a Middleham. La misma confusión, el mismo alboroto, y ella también había hecho a menudo lo que Ana hacía ahora, bajar la empinada escalera del torreón tan deprisa que corría peligro de enredarse en sus propias faldas.

Ricardo frenó su corcel al pie de la escalera cuando Ana llegó abajo; se apeó para recibir el abrazo de bienvenida de su esposa. Nan observó mientras evocaba muchas escenas similares dentro de esas murallas, cuando el Báculo Enramado de Warwick ondeaba sobre el torreón. Le dolía, pero no tanto como había temido.

Ana recogió varios cojines del asiento de la ventana, los llevó a través de la alcoba, los depositó en el suelo junto a la tina. El agua del baño estaba perfumada con hierba de Santa María y se elevaba en nubes de vapor aromático. Apartó las cortinas y se acomodó en los cojines para hablarle a Ricardo mientras él se bañaba.

Revolviendo el agua con el dedo, apoyó la mejilla en el borde acolchado de la tina, esperando que él despidiera a sus escuderos. Estaba seguro de que lo haría, pues aún no habían estado a solas y sabía que él ansiaba la intimidad tanto como ella.

En cuanto se cerró la puerta, él se inclinó, le dio el beso que ella había esperado toda la tarde.

– Cielos, cuánto te extrañé, Ana.

– Yo también te extrañé -dijo ella, y sonrió al pensar que se había quedado corta con esa frase. Se arrodilló en los cojines, cogió el jabón.

– ¿Te ayudo? -invitó, y él sonrió.

– Creí que no me lo pedirías nunca.

Esta vez fue ella quien lo besó.

– Gracias, amor, por lo que le dijiste a mi madre… acerca de su llegada a casa. Me temo que yo no fui tan generosa.

– ¿Reñisteis?

Ella asintió.

– Lamentablemente, sí. He tratado de convencerme de que no le guardo rencor, Ricardo, pero no es así. Ella sólo tuvo que mencionar… cosas que prefiero olvidar y me encendí como leña. No puedo evitarlo. Aún siento que me falló cuando más la necesitaba.

– No te sientas culpable por eso, Ana. Te falló, en efecto.

Ella le había jabonado la espalda; ahora empezó a pasarle espuma por el pecho y los hombros.

– Pensaba que podría convencer a Isabel de visitarnos cuando haya nacido su hijo. Quizá esté más dispuesta a reconciliarse con madre cuando tenga el hijo que tanto quiere.

Ricardo le cogió la mano, la mantuvo quieta contra él.

– Querida, será mejor que afrontes la verdad. Se requeriría un auténtico milagro para que Jorge permitiera que Bella viniera a Middleham.

El rostro de Ana se ensombreció.

– Sí, tienes razón. No sé en qué pensaba… -Apretó tanto el jabón que se le escabulló entre los dedos, se hundió-. Jorge no deja de provocar infelicidad, ¿verdad? Hace meses que mi madre habría salido de Beaulieu si no hubiera sido por él y su condenada codicia por tierras que no le pertenecen.

– No hablemos de Jorge. Cada vez que hablo de él, descubro más argumentos a favor del asesinato. -Le apartó el cabello de la garganta, la exploró con la boca hasta que ella tembló de placer y Jorge quedó olvidado-. ¿Estás segura, amor, de que quieres que Johnny esté aquí con nosotros? No quiero ser injusto contigo…

Ella asintió, y cuando él volvió a besarla, le devolvió el abrazo tan apasionadamente que tardó en notar que su cabello flotaba sobre el agua del baño.

– ¡Mírame, amor! ¡Estoy empapada!

Miró consternadamente los mechones goteantes, las manchas de agua que le oscurecían el corpiño del vestido, pero no protestó cuando él volvió a estrecharla. Ahora ambos reían, pero cuando el jabón se perdió de nuevo, su búsqueda cobró aspectos tan interesantes que la diversión pronto cedió paso a la urgencia.

En las primeras semanas de matrimonio, Ana había sido tímida al hacer el amor. Le resultaba más fácil mostrar su pasión en la blanda intimidad de la oscuridad, dentro del aislamiento de las cortinas de su lecho matrimonial. Ahora era mediodía, y la luz del verano brillaba en la habitación y ya estaban poniendo las mesas en el salón, y sartenes de metal y platos de madera eran sacados del aparador. Pero Ricardo había estado ausente un mes entero, la primera separación desde que se habían casado, y sus retozos habían sido por fuerza limitados en las etapas finales del embarazo.

– Vuelve a decirme cuánto me extrañaste -murmuró ella.

– Mejor te lo muestro -respondió él, y ella rió.

Ahora le besaba de nuevo la garganta y ella echó la cabeza hacia atrás para que él la besara a gusto, deslizándole las manos por el pecho, deleitándose en el contacto de la piel húmeda y cálida, la fragancia de la hierba de Santa María, la súbita ronquera de su voz al decir su nombre.

– ¿Por qué no terminas de bañarte? -sugirió ella.

Él jugó con el pelo húmedo que le caía sobre el pecho, apartó la seda mojada para acariciar la suave curva que quedaba expuesta.

– Tengo una idea mejor. ¿Por qué no te bañas conmigo? -Ana agrandó los ojos. Se sonrojó, sintiéndose tan insegura como intrigada. Él se rió, amándola por ese sonrojo, y por lo que hacía ahora, llevarse la mano a la espalda para desanudar los cordones del vestido-. Ven, déjame ayudarte.

– Creí que no me lo pedirías nunca -dijo ella.

4

Londres. Noviembre de 1474

El viento había arreciado durante horas sobre el río y poco antes del mediodía el cielo empezó a oscurecerse. La lluvia tamborileaba sobre las ventanas en repiqueteos bruscos, con un ritmo muy diferente de su arrullo habitual. Granizo, sin duda, pensó Will Hastings, y sonrió; había pocos lujos más placenteros que estar en cama lánguidamente después de hacer el amor, escuchando la furia vana del viento y de la lluvia contra la piedra y la madera.

– ¡Will, mira, amor!