– Qué pregunta tonta, Jane -dijo al cabo de un breve silencio. Un oído avezado habría detectado ecos de crispación, pero Jane sólo se percató de cierta somnolencia-. Claro que seremos amigos.
Ella alzó las mantas y se acurrucó contra él, buscando su calor.
– No te preocupes por mí, Will -le aseguró entre bostezos-. De veras, amor. El riesgo valdrá la pena. Ned es… es el rey -concluyó, como si eso lo explicara todo.
– Sí, lo sé -dijo Will.
5
Middleham. Mayo de 1475
Ese año la llegada de la primavera no fue placentera para Ana. La primavera significaba el inicio de la campaña de Eduardo en Francia. Contaba los días con secreto espanto, maldecía en silencio a su cuñado y observaba con impotencia mientras la hermosa armadura blanca confeccionada para Ricardo antes de Tewkesbury era limpiada con arena y vinagre. Presenciaba preparativos para una guerra que para ella no tenía sentido y la colmaba de temor.
Y ahora quedaban sólo dos días para que Ricardo condujera a sus hombres al sur para reunirse con el ejército real que se congregaba en Abraham Downs. Toda la semana, hombres que respondían a la llamada a las armas habían llegado a Middleham. Ricardo había prometido llevarle a Eduardo cien infantes y mil arqueros. Pero los hombres de Yorkshire acudían con tanto entusiasmo que esperaba tener trescientos efectivos más de los que había anunciado. Ricardo estaba encantado; hacía tres años que procuraba obtener el favor y el respeto de una población huraña, y tomó esta congregación de norteños bajo su estandarte como prueba de que lentamente prevalecía sobre la tradición lugareña y la lealtad otorgada durante generaciones a las casas de Lancaster y de Percy. Pero para Ana sólo significaba que todos los hombres, al margen de su rango o su linaje, compartían ese ansia inexplicable de arriesgar la vida y el cuerpo en tierras foráneas.
Eran los primeros momentos tranquilos del día. Al otro lado del gabinete, Ricardo conversaba en voz baja pero animada con Rob Percy, Francis Lovell y Dick Ratcliffe. Previsiblemente, hablaban de la guerra.
Ana los miró un rato y apartó la vista. La esposa de Rob, Nell, debía aguardar con ella en Middleham mientras sus maridos luchaban en Francia, pero estaba en las primeras etapas de una preñez que resultaba mucho más problemática que Ifi primera, y se había retirado temprano; sólo Véronique acompañaba a Ana en esa velada.
Véronique estaba cosiendo, pero Ana tenía en su regazo el libro de contabilidad de la casa, redactado cada noche bajo la supervisión del mayordomo y luego presentado a su inspección. Miró las tabulaciones garrapateadas y luego hojeó las páginas, deteniéndose al azar en una anotación del mes anterior:
Miércoles 19 de abril, para el duque y la duquesa y los moradores. Grano, 46 celemines. Vino, 12 galones. Cerveza, calculada previamente. Cocina: 1 1/2 res, 2 ovejas, 500 huevos. Leche para la semana, 9 galones. Establo: heno para los caballos, de los almacenes. Centeno, 4 cuartos, 1 celemín. Grano para los perros para 10 días, 3 cuartos.
Miró de nuevo la fecha; tres días antes de que su hijo cumpliera dos años. Una de las últimas anotaciones normales. Poco después una creciente marea humana había inundado Middleham: hombres que deseaban luchar por Ricardo, vecinos, ciudadanos de York, correos de Eduardo. Las cuentas de este miércoles llenaban una página y media.
Apartando el libro, Ana se levantó, cruzó el gabinete para reunirse con Ricardo en el banco. Él se interrumpió para sonreírle, pero de inmediato siguió conversando con los hombres, manifestando su acuerdo con Rob.
– Tu cálculo es correcto, Rob, pero creo que tendremos por lo menos once mil arqueros y mil quinientos infantes, el ejército inglés más numeroso que haya desembarcado en suelo francés.
– Dickon, cuéntales a Rob y Dick lo que me dijiste sobre el rey de Francia; ya sabes, lo que te escribió Su Gracia -pidió Francis, y Ricardo sonrió.
– Nuestros contactos en el continente le informaron a mi hermano que cuando Luis supo que debía esperar una invasión inglesa en el verano, palideció y exclamó: «¡Ay, Santa María! ¡Aunque te he ofrendado mil cuatrocientas coronas, no me ayudas en absoluto!».
Todos rieron. Ana buscó la mano de Ricardo, le entrelazó los dedos.
Mientras en torno se hablaba de guerra, Véronique terminó por blandir su aguja como un arma, y no tardó en clavársela. Llevándose el pulgar a la boca, lamió la herida, irritada por su torpeza pero más irritada por lo que oía.
Véronique movió la aguja con tal brusquedad que el hilo se cortó. En su opinión, había pocos motivos por los que valiera la pena morir, y la gloria y el pillaje no se contaban entre ellos. No le gustaba esta guerra, en absoluto. Y no sólo porque su Francia natal sería el blanco. Ella era leal a las personas, no a los lugares. No sentía ningún apego por Inglaterra, pero sentía gran afecto por la gente reunida en esa cámara, y amaba su vida en Middleham. No quería que esos hombres sangraran o perecieran por mera venganza.
Dejando la costura con impaciencia, Véronique miró a los hombres y se sobresaltó al notar que Francis la observaba. Desvió la vista, enfadada consigo misma por el rubor que le enrojecía la cara. ¿Debía delatarse cada vez que él la miraba? ¡Tonta! Pequeña tonta. Había tantos hombres que podían atraerla, ¿por qué tenía que ser Francis? Tonta, se repitió amargamente. Ana haría cualquier cosa por ella. Si Véronique deseaba casarse, Ricardo estaría más que complacido de concertar un matrimonio adecuado con un caballero de rango y posición; no era inconcebible que pudiera casarse con un barón, dada su intimidad con los Gloucester y la generosa dote que le otorgarían. Pero no, ella tenía que enamorarse de Francis, que era inteligente, benévolo… y casado.
¿Cuándo había comenzado? ¿Cuándo había empezado a ser más que un amigo para ella? No recordaba con exactitud; todo había sucedido gradual y naturalmente. Cuando reparó en el peligro, ya era demasiado tarde. Ahora se sentía desdichada cuando él se iba de Middleham e igualmente desdichada cuando regresaba. Ahora odiaba a una mujer que apenas conocía, Anna Lovell, que tenía a Francis y no lo quería. Y, para colmo, sabía que Francis estaba percatándose de sus sentimientos. Cómo no iba a percatarse, pensó con un suspiro; el cambio en ella era tan pronunciado que sólo un ciego lo hubiera pasado por alto. Muda, arrebolada… Era como si tuviera una letra grabada en la frente. Una A de adulterio, un pecado mortal que ella cometía en su mente todas las noches.
Véronique cogió un cepillo, comenzó a darle a Ana las habituales cien pasadas. Cuando sus ojos se cruzaron en el espejo, Véronique se inclinó impulsivamente y besó a la muchacha más joven en la mejilla. Físicamente, Ana parecía haberse recobrado plenamente de su aborto natural de Navidad; emocionalmente, la herida aún no había sanado, y se notaba en noches como ésta, se veía cada vez que Ana sentía fatiga o preocupación, y hacía semanas que sentía ambas cosas.
Véronique se repetía que era la voluntad de Dios y como tal debía aceptarse. Pero no le parecía justo que Ana hubiera perdido al bebé. Ana ansiaba un cuarto de juegos lleno de niños. Pero había tenido un parto muy difícil con el pequeño Ned, y luego dos abortos naturales en dos años.
– Debes recordar, chère Ana, que tu hermana no pudo concebir durante varios años después de que su primer hijo nació muerto. Pero luego dio a luz una hija y Dios acaba de bendecirla con un varón saludable. Tenlo en cuenta, chérie, y no te descorazones.
Ana asintió.
– Lo sé. -Recogió un peine de marfil, lo acarició distraídamente-. Pero esta noche no pensaba en eso, Véronique. -Se giró en el asiento-. Pensaba en Ricardo, y en que sólo faltan dos días para que marche al sur. Dos días -repitió en un susurro.