– Tu Ricardo es un comandante con experiencia, chérie, a pesar de su juventud. No lo olvides.
Ana asintió, casi imperceptiblemente.
– Lo sé. Pero es temerario, Véronique. Corre demasiados riesgos. Hasta Ned lo dice. Si él…
Calló abruptamente cuando entró Ricardo. Acercándose al espejo, se inclinó para besar a su esposa y le pidió el peine a Véronique.
Queriendo cerciorarse de que Ana ya no la necesitaría esa noche, Véronique se quedó un rato más, sacando la ropa de cama, el polvo dental, el paño de limpieza y el jabón. Después aguardó, para ver si Ana quería ayuda para desvestirse. Hasta ahora Ana no se movía, parecía muy complacida de permanecer ante el espejo mientras Ricardo le cepillaba el cabello, tan lenta y solícitamente que Véronique ocultó una sonrisa, pensando en las vigorosas cepilladas que ella había aplicado a esas trenzas largas hasta la cintura. Pero cuando Ana asió la mano libre de Ricardo y se la apoyó en la mejilla, Véronique se retiró en silencio, pues no deseaba presenciar una escena que no estaba destinada a ser compartida. Cerró la puerta y los dejó a solas.
Estaba demasiado inquieta para acostarse. Cruzó el puente cubierto que franqueaba el patio, regresó al torreón, entró en el salón. Estaba oscuro, alumbrado sólo por el fulgor tenue de su farol. Apenas discernía a los sirvientes dormidos, tendidos en jergones a lo largo de las paredes. La puerta entornada del gabinete mostraba una luz; se dirigió hacia ella por instinto, y pronto lamentó ese impulso cuando se encontró cara a cara con Francis.
Retrocedió de inmediato, y le oyó gritar su nombre mientras huía hacia el salón. Enfiló hacia la escalera de caracol de la esquina sureste del torreón, que descendía a la cocina y los sótanos y ascendía a las almenas. Subió la escalera tan rápidamente que al llegar a las almenas le faltaba el aliento.
En tiempos de guerra, habría centinelas apostados allí. Ahora, en cambio, estaba sola. Al escrutar la oscuridad del patio interior, no vio luces ni señales de vida; sólo en la casa de guardia ardían antorchas. A esta altura, el viento soplaba con más fuerza; le tironeaba los bordes del moño, le hacía volar mechones sobre la cara. No le importaba, le agradaba el frío sobre la piel aún arrebolada.
El viento le agitó un remolino de cabello sobre la boca y se quitó con impaciencia las peinetas, lo dejó volar libremente. ¿A Anna Lovell le preocupaba que quizá Francis no regresara? ¿Lloraría por él? ¿O sería…?
– Véronique.
Dio media vuelta.
Francis salió de las sombras de la escalera, se le acercó. Agachándose, recogió el farol y lo apoyó en la aspillera. Ella quería alejarse de esa luz delatora, quería regresar al refugio de la escalera. No se movió.
Por un rato, ninguno de los dos habló. Ambos miraron la sombría campiña desde el parapeto. Con el alba volvería a ser una suave extensión de verdor brillante; ahora era un mar oscuro y silencioso que lamía los muros del castillo.
– Nunca había visto tu cabello suelto. -Él estiró la mano, recogió un rizo con los dedos. Cuando le acercó la mano al rostro, ella se puso a temblar.
– Francis, por favor -murmuró, pues a pesar de su agitación recordaba cuán nítidamente se oían las voces en el aire de una apacible noche campestre.
Él también habló en voz baja.
– Véronique, debes saber lo que siento por ti. Se me debe notar en la cara cada vez que te miro.
– Por Dios, Francis, no digas eso… por favor. -Pero no intentó alejarse, sino que se quedó muy quieta, respirando apenas. ¿Sería un pecado tan grande enviarlo a la guerra con una ofrenda de amor? ¿Y si él moría sin saber que ella lo amaba? ¿Cómo podría convivir con semejante remordimiento? Quizá Dios lo entendiera y no la juzgara con excesiva severidad.
Cerró los ojos y sintió la boca de él contra las pestañas. Sus besos leves le rozaban la piel en un revoloteo, como el ala de una mariposa. Cuando al fin la besó en la boca, Véronique ya no pensaba en pecados ni en penitencias ni en Anna Lovell.
– Te amo -susurró-. Dios me perdone, pero te amo…
6
Saint Christ-sur-Somme. Borgoña Agosto de 1475
Una súbita ráfaga de viento batió la entrada de la tienda de Eduardo, penetró en el interior. Chisporrotearon velas y revolotearon papeles. Los hombres maldijeron, procuraron asegurar la lona en medio de esa lluvia que había resultado ser un enemigo mucho más tenaz que los franceses, que transformaba el campamento inglés en un lodazal e irritaba el temperamento de los ingleses.
Mientras se protegían de los elementos, estalló un trueno en el cielo, tan cerca que parecía originarse en el interior de la tienda. Eduardo se sobresaltó e imprecó. Sus hombres lo miraron con inquietud y, conociendo su estado de ánimo, trataron de pasar inadvertidos.
Había sido un día calamitoso para los ingleses. Tendría que haber sido el día en que el conde de Saint Pol les entregara San Quintín. Pero cuando las tropas inglesas se acercaron confiadamente a las puertas de la ciudad, el fragor de la artillería las desbandó.
La traición de Saint Pol agotó la paciencia de Eduardo. Nunca había sentido gran entusiasmo por esta campaña en Francia. Pero la fiebre de la guerra era rampante en Inglaterra mientras la popularidad de Eduardo decrecía. La gente se quejaba de los gravosos impuestos, de los funcionarios corruptos y del alza de los precios. Las carreteras estaban infestadas de salteadores, los nobles y los sacerdotes abusaban del poder. Estos males no eran nuevos, y durante el reinado de Lancaster se habían denunciado con mayor virulencia. Pero Eduardo había creado expectativas que no podía satisfacer y muchos hombres y mujeres desilusionados empezaban a creer que poco importaba qué rey los gobernara, que los problemas que acuciaban su vida cotidiana serían los mismos con cualquier monarca.
Reparando en esa corriente de descontento, y bajo la creciente presión de los Comunes, que estaban hartos de que les pidiera subsidios para la guerra y nunca los usara con ese propósito, Eduardo había visto la guerra con Francia como un medio para apaciguar el disenso y congraciarse con la opinión pública. Más aún, tenía un resentimiento legítimo contra el rey de Francia, no había olvidado todo lo que Luis había hecho para ayudar a Warwick en detrimento de él. Y aunque no esperaba prevalecer en su reclamación del trono francés, creía que una campaña exitosa le permitiría obtener los ducados de Normandía y Guienne.
Pero, desde el principio, nada había salido según lo planeado. Aunque Eduardo llegó a Calais el 4 de julio, su cuñado Carlos no se reunió con él hasta el 14, y se presentó sin el ejército borgoñón. Asegurándole que cumpliría su palabra, sin embargo, Carlos sugirió que el ejército inglés marchara sobre Champagne mientras sus tropas cruzaban Lorena, y ambas fuerzas se reunirían en Rheims, donde Eduardo sería coronado rey de Francia.
Eduardo había accedido, pero le esperaban más decepciones. El duque de Bretaña había insinuado que les brindaría apoyo militar, pero hasta ahora no lo había dado. Las diferencias entre Eduardo y Carlos se profundizaban a diario. Ambos eran porfiados, pues estaban acostumbrados a comandar pero no a negociar; para colmo, la tirantez aumentaba porque Carlos se negaba a permitir que los ingleses entraran en sus ciudades.
Y luego había sobrevenido ese desastre del viernes ante las murallas de San Quintín. Cuando el conde de Saint Pol envió a Carlos el mensaje de que estaba dispuesto a abrir las puertas de la ciudad a los ingleses, Eduardo tuvo sus dudas; hacía tiempo que el nombre de Saint Pol era sinónimo de traición y duplicidad. Pero Carlos estaba convencido de que esta vez Saint Pol actuaba de buena fe y Eduardo se dejó convencer.